Sueños de arena y mar

viernes, 2 de abril de 2010 · 01:00

MÉXICO, D.F., 3 de abril (apro).- Villa Olímpica a las tres y media: un hombre desanuda sus pies en la arena. La alberca es invadida por fauna inflable: dragones rosas, pingüinos azules, peces regordetes que no hacen otra cosa sino mantener a los niños a flote. La Bamba en los bafles refresca como la brisa marina del puerto de Veracruz. En Semana Santa la playa viene a la ciudad.

Lorena Flores tenía diez años cuando una ola la revolcó por primera vez. Desde entonces no ha pisado el mar. Tiene 3 hijos y 5 sobrinos. Gastaron cincuenta pesos en pasajes desde el Ajusco. En sus tupers llevan jamón y fruta. En botellas de refresco agua de jamaica. “Mucha agua porque son muy sedientos” dice Teresa, su hermana.

“Aparten los camastros con las chanclas”, le grita Lorena a sus hijos mientras se pone de pie con una fatiga elefantina. La mitad de los niños corren haciendo una tolvanera. Los otros recogen deprisa las latas de atún y las bolsas de pan. Teresa baraja las servilletas en sus manos como si leyera su suerte: “Mi hijo es autista, por eso no juega con los demás”.

En medio del estrépito playero y la bulla de Lady Gaga, Uriel sopla la tierra de sus manos. Teresa le coloca un chaleco fosforescente y entra con él al chapoteadero. Uriel se mantiene en la orilla mientras los niños hacen aspavientos con las manos. Su tía Lorena lo anima desde la orilla. No hay olas, pero el agua le salpica la cara.

Villa Olímpica a las cuatro y cuarto: una parvada sobrevuela las albercas portátiles. Un niño hace bucitos en una de ellas. Son cuatro de un diámetro de tres metros. Tienen la capacidad para 35 mil litros de agua. Dos de ellas están en reposo con productos químicos. El agua tiene que durar toda la semana.

“Mete la choya para que no te de frío” le dice su padre mientras toma una foto con su celular. La agitación del chapoteadero no difiere en nada al tránsito de Insurgentes; la Semana Santa sigue su jornada. En la playa artificial hay una pequeña diferencia: no hay rezos, ni púlpitos morales; sólo pipí en la alberca.

En Villa Olímpica los capitalinos liberan el estrés en un chapuzón, congelan el tiempo en una zambullida. Una ciudad ajena al ambiente playero muestra su gracia más romántica: jóvenes que no saben nadar pero flotan con lombrices tubulares. Señoras que patalean y hacen un oasis a la orilla de la alberca.

Decenas de cuerpos malogrados se atiborran en la alberca. Los bikinis dibujan rayas y esterilizan esperanzas de ligue. Los niños sacuden el agua de sus pies mientras vibran la quijada. En los camastros un hombre con lúdica mirada enfoca a las bañistas. A la marea de carne que hace vibrar el agua.

Villa Olímpica a las cuatro y media: una pareja de hermanos cubren su espalda con una toalla deshilachada. Hace un rato su cabello era una medusa en la alberca. Acechaba a su hermano. Le jalaba un escapulario con saña y alegría. Ahora su cuello está marcado y el San Judas escurre desde el pecho hasta el ombligo. Lluvia de flotadores.

Villa Olímpica al cuarto para las cinco: las frituras anaranjadas con salsa pintan los dedos. Las manzanas con caramelo colorean las mejillas de los niños. Los castillos de arena se deshacen a falta de agua. Los colores en los trajes de baño son tan chillantes como el silbato que anuncia la salida.

Acurrucado en un camastro un hombre hace círculos con su dedo en la arena, sus hijos lanzan chisguetes de agua de alberca en la arena y otros dan tragos de Bonafina. Como si se tratara de un origami, desdobla su pantalón. Se echa el cabello para atrás. La bastilla de su pantalón guarda los souvenirs: granos de arena al sur de la ciudad.

En Semana Santa el reloj de arena se voltea. Cristo cae siete veces en Iztapalapa. Uriel sumerge su cabeza en 55 mil litros de agua clorada. Esparce sus mocos en el chapoteadero…

 

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