Gracias por su preferencia... sexual

jueves, 20 de mayo de 2010 · 01:00

Acto 1

 

En el Marrakech las imágenes aparecen en bloques. Los penes al aire. El chorro de la cerveza de barril. Las gotas de sudor en los torsos desnudos. Escarceos. Caricias. Pupilas que se dilatan y ligues que se contraen.

Tony utiliza botas de vinilo. Con las manos sostiene su miembro. Firme. Lo va masajeando por el bar. Seduce a un joven. Lo acuesta en el piso. Tony cruza su brazo por debajo de la pierna y se masturba. Con la otra mano vierte una cerveza sobre su falo. La bebida rebota en catarata y cae en la boca del muchacho. El público rompe en gritos. Tony le baja el pantalón y le da un redoble de nalgadas.

La cara de Tony brilla como mármol pulido. Sus muslos gruesos están salpicados, pero no importa, porque una tercia de manos anónimas se los secan. Tony carga el deseo en el prepucio: punza las ansias, los gritos y el erotismo de ser gay.

Sin embargo, la fiesta es en la barra. El aire denso. Sudoroso. Las miradas lúbricas. Algunos desconocidos extienden sus dedos para tocar una pierna, un glúteo, las bendiciones del gimnasio. Los bailarines no oponen resistencia pero tampoco devuelven las caricias.

En la pista los hombres se besan deliciosos y superficiales, burlones y cachondos. La conspiración kitsch de las pinturas y la decoración no importa. Los movimientos pendulares de un candelabro iluminan y apagan las escenas. El hechizo permanece. El deseo desvergonzado. Cínico y pasional.

La cerveza regada en el piso se propaga como la desinhibición de Sergio. Para él, ser gay no es llevar un arcoiris como bandera entre las manos. Para él no existen las diferencias entre homosexuales y heterosexuales.

Según Sergio, en el Marrakech no reina la banalidad de otros antros gay. Hombres musculosos. Hombres afeminados. Nada. Sólo jóvenes veinteañeros que rozan sus cuerpos y se cuchichean al oído. Histriones que bailan con la cabeza ladeada hacia el hombro.

En el Marrakech todo es lento y frenético al mismo tiempo. Un dj pilotea en su ordenador portátil. Un balcón crea en él una sensación de ingravidez. Se detiene en seco y se pone a menear el trasero. La gente, apretujada, lo festeja al unísono.

Víctor Jaramillo, dueño del Marrakech, resume el ambiente del bar enclavado en el Centro Histórico desde hace dos años: “Se diluye el estándar gay. Se rompen muchos estereotipos. Aquí no importa si estás musculoso o no, si eres viejo o no, si estás a la moda o no; vienen muchos chicos que son alocados, que hacen sus propios lentes, sus prendas”.

Con guiño nostálgico se refiere a la Zona Rosa como un lugar soso e incluso conservador, plagado de estereotipos. “La Zona Rosa ya no tiene la personalidad de los años sesenta. Las fronteras entre ligue hetero y gay son cada vez menos amplias. Ahora ligamos por internet, en redes sociales como Facebook y MySpace”.

Resume así el ambiente del Marrakech: “Relajado, desmadroso, sin pretensiones”. Y tiene razón. Cris canta a bocajarro una canción de Lupita D’Alessio. Una balada inmortal: Acaríciame / despacio / lentamente / y sin temor…

En el balcón, un travesti con andar de puta la imita; una tierna caricatura que toma el micrófono con tres dedos e imposta la voz.

Cris ha tenido 10 parejas a lo largo de sus 26 años. En una noche de fiesta gasta cerca de 800 pesos. Presume que siempre ha vivido en libertad absoluta. “Toda mi vida he sido gay”, asegura. Sus padres siempre respetaron su decisión.

Según Cris, en el Marrakech no se necesita “pose” para entrar y los casos de discriminación no son tan frecuentes como en el Lipstick, de la Zona Rosa, y algunos bares en Las Lomas, como Envy.

La entrada al bar es vigilada por la fotografía de un hombre en ropa interior contoneando su cuerpo frente a una cuadrilla militar. Es Miguel Montenegro, de 34 años. Ese día salió del clóset, recuerda. “Fui dejando las cosas sobre Reforma hasta que me quedé en tanga y zapatos. Llegando al Zócalo me di cuenta de que estaban izando la bandera, e impulsado por el alcohol… me pasé”.

“Era un ídolo para la gente gay”, se emociona. Los fotógrafos se abalanzaron ante el silencio inmutable de los militares. La imagen quedó entre las paredes rojas y verdes del Marrakech.

“Al principio mi papá pensaba que iba a transformarme en mujer, con chichis y nalgas”, cuenta Miguel. “La familia tiene mucho que ver: si te entiende, puedes ser la persona más libre del mundo. No es un orgullo ser homosexual, pero sí es un orgullo no tener ataduras y sentirte lo que eres”.

En el Marrakech las fantasías de la liberación sexual se descomponen. Aquí no hay resistencias ni convicciones políticas. La cerveza apacigua las costumbres y el tequila sirve para reconciliarse con las moralidades familiares. En el Marrakech se quiere por querer y se toca por tocar.

Encima de la barra los movimientos sexuales eran repetidos con el furor de un sortilegio. Debajo de ellos una persona se estremece al sentir sus órganos lamidos por incandescentes hombres. Una mujer fotografía la escena mientras las bocinas cantan: 

Qué bonito es volar / a las dos de la mañana / subir y dejarse caer / en los brazos de una dama / me agarra la bruja / me lleva a su casa / me vuelve maceta / que diga y que diga / que dígame usted / cuántas criaturitas se ha chupado usted / ninguna, ninguna / yo ando en pretensiones de chuparme a usted…

En la salida un hombre simula una felación paseando su lengua por dentro de la mejilla y estirando su puño. Encima de su cabeza un letrero resume la tolerancia del Marrakech: “Gracias por su preferencia sexual”.

 

Intermedio

 

Entre ellos se agarran el bulto como si nada importara. Detrás, un letrero advierte: “¡Aguas con tu ligue!”.

Y es que de 1995 a 2006 la Comisión Ciudadana Contra Crímenes de Odio por Homofobia (CCCCOH) contabilizó 148 homosexuales asesinados. En abril de 2009, la cifra se disparó. Iban 10 en un mes. Acuchillados. Asfixiados. Torturados. “Nunca les vas a decir a las jotas: ‘No ligues’. Es nuestra forma de ser”, dice Víctor, el dueño del Marrakech.

“Si ya ligaste, avisa a tus amigos dónde estarás. Pide que les tomen una foto juntos. Procura no irte con desconocidos. Si alguien te parece sospechoso, no vayas con él. No lleves a tu ligue a tu casa”, dice un pendón a la entrada del bar.

La ciudad entera era un lugar para ligar. Según Víctor Jaramillo “ahora es mejor, porque la normalidad tiene un precio. El peligro y lo clandestino es excitante, pero a qué costo”.

 

Acto 2

 

Centro Histórico, República de Cuba. Una calle con matices grises. Con cortinas en las que resuenan los beats de las cantinas. Con gays que van y vienen. Que entran y salen con las orejas tensas. Con sus cutis perfectos iluminados por las torretas de las patrullas.

En El Oasis la noche se vacía en las botellas. Dos hombres con bigote se abrazan tímidamente. Uno de ellos le acomoda el sombrero al otro. Junto a ellos, una pareja de camisas a cuadros y botas picudas se dan de comer en la boca. Son hombres maduros, de unos 40 años, pero apasionados y cachondos como veinteañeros.

Óscar huele a lavanda. Tiene 32 años y es de Michoacán. Con el dorso de la mano se limpia el sudor de la frente y después cruza los brazos. La gorra negra oculta su mirada tímida pero lujuriosa. Cabellos hirsutos. Barba de candado. Nariz afilada. Moreno. Panzón. Un poco introvertido.

Son las dos de la mañana y ya cotizó la noche con un muchacho: cuatrocientos por relación completa. Doscientos por felación. Dice que le gustan los hombres maduros y, de preferencia, llenos de vello. Habla viendo a los demás gays que en milésimas de segundo pasan volando como pájaros desorbitados.

Óscar sonríe con los dientes amarillos de nicotina. Intercambia miradas coquetas entre bigotes pronunciados y sombreros de vaquero. Anudando su chamarra alrededor de su cintura, Óscar dice que no cree en el amor. “Son muy putos los hombres, no confío en ellos”.

Confiesa que a veces le gustan las mujeres. Tiene dos hijos, hombres, uno de 16 y otro de ocho. Emerson y Filiberto. Dice que le tortura hablar de eso. Su moral viaja en zig-zag. En la calle hay que ser decente pero en El Oasis no. Y detalla: “En la cama todo, pero en la calle, decente”.

Ahora piensa que “hay un modo de la pareja que se casa y tiene hijos”. Él no quiere eso. Su madre lo intentó casar a los 20 años. Él se negó y ahí descubrieron su preferencia. Atolondrado por evadir el casorio escuchó a su madre: “Te acepto como eres, nomás cuídate”.

“Si con esto ya se nace, uno se acepta y se tiene que aceptar; ahora a mis papás no los puedo ver a los ojos”, cuenta como un salmón a contracorriente. “Mis papás no lo entenderían porque vivieron en otra época”, resume.

Y apostilla: “Es una vida sin futuro, te vas quedando solo. Aquí (en El Oasis) te sientes como en casa, aquí no te sientes solo”.

Como si un tráiler iluminara una carretera distante, cambia la conversación para decir que le gusta viajar. De Tlaxcala me iba a Veracruz. “Me gustan los veracruzanos, su tono de piel”, dice con voz melosa.

Extraído de una postal del viejo oeste, El Oasis se confunde entre un salón de bodas y un prostíbulo. Algunos se recargan en las rocolas apagadas que conducen al sanitario. Los dispensadores venden paquetes de tres condones por 25 pesos. Los acompañan la leyenda: sida no, condón sí.

Óscar no le tiene miedo al sida, pues dice que sólo es un estigma y presume que la conciencia sobre el contagio ha crecido más entre la comunidad gay que en otros lugares.

“Los hombres ligamos por miradas. Si un hombre te gusta, lo ves y ya. No necesitas ver a quien no te interese”, describe su técnica de ligue mientras hurga con los ojos a un extraño, de arriba hacia abajo, cual si fuera un ladrón.

El hombre con la camisa desabotonada que descubre un pecho peludo y robusto, pasa de largo. Camina entre las rocolas hasta sentarse junto a un hombre moreno, con la panza abultada. Pellejuda.

En las mesas son coquetos, se sostienen entre sí los muslos con fuerza. El lugar tiene una pista de baile al centro, donde algunos se mueven como cargando un cartón de cervezas. Junto a ellos, un par de barbudos se besan. Recuerdan la juventud de sus hormonas.

Sergio viene con la idea de buscar machos. Pero los pasitos afeminados en la pista de baile esterilizan sus ganas de ligue. “Los ves bailando y se te quitan las ganas”, confiesa.

Para él, su hedonismo ranchero no va de acuerdo con el estereotipo. “No porque traigan barba y camisa los hace más machos. Los hombres más masculinos pueden ser homosexuales”, dice Sergio con un falsete agudo.

En la pista bailan música ochentera. A la entrada de El Oasis un hombre con sombrero observa a otro maquillado de manera burda. Con la mano derecha se acomoda el bigote. Un travesti díscolo le mira la entrepierna y entra a la pista como un vendaval a ritmo de In the navy / yes you can sail the seven seas / in the navy…

El Oasis se ubica a una cuadra del Marrakech. Entre ambos bares hay un negocio de sinfonolas, otro que surte refacciones para máquinas de escribir, un estacionamiento público y una tercia de locales en renta. En ambos lugares los hombres se bambolean. Los tiempos han cambiado. Ser gay también. l

 

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