Elogio de un transexual
MÉXICO, D.F., 27 de junio (apro).- Israel lleva en la cabeza un par orejas de conejo moradas. Las aureolas del pecho morenas. Una chalina multicolor. La sonrisa mustia. El cabello casi pegado al cráneo. La nariz chata. Las piernas cubiertas de vello. Los tacones marcan una red en sus tobillos.
Israel es transexual. Tiene 34 años y trabaja en una peluquería. A los 12 años abandonó su casa en Chalma para vivir en la calle. “David”, su pareja, lo engatusó, y le enseñó a prostituirse.
—Era un niño maltratado y por mis tendencias empecé a coger con cualquiera…—confiesa.
Con los años encima se comenzó a disfrazar de mujer. Se hacía llamar Alejandra.
—En 1992 (los travestis) nos dividíamos en Zona Rosa, los pudientes de Interlomas, y las típicas del metro Hidalgo. Yo trabajaba en Hidalgo. No podíamos salir a la calle vestidas porque nos agarraban por ir contra las buenas costumbres.
Las drogas y la violencia entre ellos (ellas) la llevaron a una travesía por la República Mexicana. En el camino conoció traileros hediondos, bares y casas de cita.
—Hay muchos travestis en los trenes y en los cargueros. Allí viven. No todo en el camino a la frontera son Zetas y delincuentes.
En 1997 llegó a Chihuahua, donde se prostituía en la calle. Una vez lo (la) golpearon hasta el cansancio. No fue al hospital pero pasó mucho tiempo en cama.
—Como era alta, güera y humilde, me regresé al D.F. No quería que me mataran como a las mujeres de Juárez— narra.
Israel asegura que se viste de mujer porque no se acepta como hombre. Su madre y sus hermanas lo comprendieron 20 años después. Israel reparte condones en la XXXII Marcha del Orgullo LGBT. Ya es la tercera vez que asiste.
—Para todo hay un límite. Es mejor no esperar hasta la vejez. Hay que tener dignidad y aceparte tal cuál eres. Todo empieza desde la aceptación…
Sin dejar de abrazar su chalina, con sus ojos negros dice:
—Hay más homofobia entre nosotros que entre los heterosexuales. Nos hemos vuelto muy elitistas.
Al otro lado de la calle, bajo el resplandor del sol de medio día, Israel escucha a su grupo de amigos.
—Jota, aquí me voy a poner los tacones— le gritan.
—¡Putaaa!— se escucha una voz afeminada.
—Te hablan mana— le dice Antonio, su acompañante.
Israel se encoge de hombros.
—Yo no me atrevería a vestirme como tú— le dice mientras se acerca con los pasos de alguien que no está acostumbrado a caminar con tacones.
—Porque eres pendeja—le contesta.
—Yo soy una reina— se indigna.
—Pero yo estoy orgullosa de ser lo que soy— apuntala Israel.
Antonio agita un bote de aerosol. Brillo enlatado.
—Lo malo es cuando no brillan en sociedad— le dice uno de sus amigos.
—¡Ay estúpida! Me echaste en la cara— le recrimina.
—Ya está cerda— le avisa mientras detiene el pivote de la lata.
—Parece que están matando cucarachas— se mofan.
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En Paseo de la Reforma conviven en armonía activistas, astronautas, payasos, actores porno, vendedores de juguetes sexuales, un Cristo gay salpicado de pintura roja, botargas de condones, duendes morados, caballeros medievales, héroes revolucionarios, arlequines, gladiadores, hombres alados, porristas, militares y policías, mariachis. Todos con disfraz. Todos histriones de sí mismos.
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Los transexuales veteranos llevan vestidos de noche. Pechos operados. Polvo marrón alrededor de sus ojos, en las pequeñas arrugas de esa zona. Pestañas postizas. Sombras en los párpados. Labios púrpura. Espalda ancha. Miran de arriba abajo a los hombres.
La mayoría del tiempo se miran en sus espejuelos de bolsillo. Se retocan las mejillas. De sus bolsas diminutas sacan pasadores y pinzas para detener sus pelucas. Los más estilizados llevan sus piernas recién afeitadas.
Sus tacones son el anzuelo del deseo. Ellos (ellas) son un fetiche. Les toman fotografías. Algunas tienen cabello amarillo. Las puntas de la barba maquilladas. Globos debajo del suéter. Pestañas rosas, postizas. Otros son fofos. Con estrías y piel tan pálida como los adoquines de Reforma.
Deambulando por la acera un hombre le engancha a un travestí el meñique en su arete redondo. Le jala la oreja. La besa deliciosamente. Son un mar de cachondez para los asistentes que aplauden y gritan.
Lizbett, un transexual de 25 años, saca de su bolsa unos lentes de sol negros. Sus senos están cubiertos por dos conejos de papel. Es una silueta arrebatada a un hombre.
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La marcha camina con la calma en que un pollo da vueltas en una rosticería. Los letreros se leen y se releen. “Indignación hacía el señor Calderón por no haber reconocido el día nacional contra la homofobia”. “Monsiváis, tus hijos renaceran en nosotros”. “Felipe Calderón, también es maricón”.
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Huele a Sexy double nature. Agua de tocador. Juan Carlos tiene 19 años y hoy es su primera actuación como vestida. Lleva una peluca anaranjada. Bolso rosa. Se sienta. Ya no aguanta las botas. Desde la banqueta observa con las piernas abiertas a los hombres que pasean con los vellos púbicos de fuera. Husmea entre los que bailotean palpándose los abdominales.
Frente a su grupo de amigos (amigas) pasan camiones que anuncian antros de moda. Encima de ellos los bailarines tienen las costillas bronceadas. Cuerpos esculpidos con pesas y abdominales.
Un muchacho enclenque canturrea: “Mi mamá quería una niña, mi papá quería un varón, y yo para complacerlos me hice maricón”.
En la Alameda hay un condón inflable de 10 metros. Una pareja se toquetea con furia a un costado. La Secretaría de Salud del D.F. reparte condones con la prisa de quien espera que el contagio de enfermedades sexuales se detenga.
Otros (otras) tienen sellos en la piel: “La homofobia está out”. Otros entonan canciones en inglés con tachaduras. Otros opinan: “Se supone que no debería haber este tipo de marchas, pues todos somos iguales. Yo sólo vengo por diversión”.
Las manos de una vendedora son diestras para buscar en un cajón con bigotes postizos. Junto a ella se comercia con el placer: Vibradores de pilas. Dildos inflables. Penes clonados en los puestos callejeros. Juan Carlos los hurga. Los mide. Paga.