Masacre en Tamaulipas: Tres viajes, un destino...

miércoles, 22 de septiembre de 2010 · 01:00

Junior y su sobrino Carlos celebraron su partida de Honduras con una fiesta y hasta posaron con la ropa nueva que compraron para estrenarla cuando llegaran a Estados Unidos. Gilmar ya estaba en California, pero decidió regresar a Guatemala para darle la sorpresa a su padre en el día de su cumpleaños. Yeimi –que acababa de cumplir 15 años– no quería emigrar, pero su madre la forzó porque temía que huyera con su novio… Las historias de estos centroamericanos convergen en la tragedia: eran parte del grupo de 72 migrantes masacrados el 21 de agosto en el rancho San Fernando, en Tamaulipas. El múltiple asesinato –que derivó en la renuncia de Cecilia Romero como directora del Instituto Nacional de Migración– sigue irresuelto.

TEGUCIGALPA/GUATEMALA/SAN SALVADOR, 22 de septiembre (Proceso).- Isidora Mejía Espinosa es robusta y mide alrededor de un metro ochenta. Llora sentada en una silla de plástico. A su lado su hija María está tumbada en el suelo de cemento de la sala, sobre una sábana, para vencer el calor. En la habitación sólo hay una mesa vieja, un fregadero y un pequeño televisor conectado, eso sí, a una antena que le da señal satelital. En la casa de dos cuartos viven seis adultos y cinco niños.

Enfrente de la suya, cruzando la calle de tierra, se levanta otra vivienda que se extiende 25 metros, con pared encalada, ventanales con visillos blancos, escalinata de entrada y puertas de madera barnizada. Es la casa que Alejandro –pariente lejano de los Mejía que trabaja como marinero en Estados Unidos desde hace más de 14 años– construyó para su madre y hermanos, quienes se quedaron en este poblado pesquero de Honduras llamado Triunfo de la Cruz.

Hace dos semanas, todos los familiares de Alejandro fueron a la casa de Isidora a darle el pésame por la muerte de Carlos, su único hijo varón, y de Junior, el menor de sus 12 hermanos. Ambos fueron asesinados en Tamaulipas. Intentaban llegar a Estados Unidos. Se fueron porque según dice Floy, la viuda de Junior, “aquí el que no se va no tiene”.

Esa es la razón por la que 10 de los 12 hermanos de Isidora dejaron Triunfo de la Cruz cuando cumplieron 13 o 14 años y se instalaron en San Pedro Sula, el pulmón económico de Honduras. En los noventa, dos de ellos estuvieron ilegales en Belice tres años; luego regresaron. En 2005, tres de ellos se fueron a Estados Unidos. Primero José, que entonces tenía 25 años. Un par de meses después se fueron juntos Jorge, de 23, y Vicente, de 27. Llegaron a Miami y al poco tiempo empezaron a trabajar en talleres de hojalatería y pintura.

Junior trató de seguirlos ese mismo año. Tenía 18, se había casado, tenía un hijo de pocos meses y las cerca de mil lempiras (50 dólares) que ganaba en una semana en el taller en el que trabajaba no le alcanzaban, a pesar de que Floy compaginaba los estudios de enfermería y el cuidado del niño con un trabajo de mesera en Burger King.

Aquella vez a Junior lo detuvieron a las pocas horas de llegar a San Antonio, Texas. 18 días después lo deportaron. Regresó al taller y olvidó la idea de emigrar.

Dos años de crisis económica internacional y el conflicto político en Honduras golpearon el Valle de Sula, que genera 60% de la riqueza del país. Según el Foro Social de Deuda Externa y Desarrollo de Honduras (Fosdeh) el año pasado hubo 150 mil 732 despidos en la maquila textil, principal motor de empleo de la zona. Luis León, analista del Fosdeh, recuerda que el promedio histórico de desempleo en Honduras es de 44% de la población económicamente activa, y habla de una reciente cadena de “incontables” cierres de pequeñas y medianas empresas. Entre ellas el taller en el que trabajaba Junior.

Sin trabajo fijo pintó tejados, repartió encomiendas y ya en marzo estuvo a punto de marcharse. Tenía 23 años. “Nos íbamos juntos. Un domingo”, cuenta su hermano Cristóbal. “Hasta la maleta tuve lista. Pero la tarde del viaje su hijo se enfermó y no pudimos irnos”.

Floy nunca supo de ese viaje fallido. Ella tampoco le dijo que en 2007, cuando el hijo de ambos tenía dos años, pensó en irse sola a Estados Unidos. “Aunque ya sabe cómo son los hombres y él se buscaría a otra”, dice. Aun así estaba dispuesta a irse “para enviarle dinero al niño”.

Ruta de familia

 

El sábado 7 de agosto, cansado de trabajos esporádicos y pagos atrasados, Junior retomó la decisión. Quería comprarse una casa. Desde hacía dos años él y Floy vivían “de prestado” en Lomas de San Juan, un barrio de clase media, en una casa que su hermano Jorge estaba comprando a plazos desde Estados Unidos y que quería habitar cuando regresara. La pareja sólo pagaba agua y electricidad, pero aun así se les acumulaban las deudas: mil 192 lempiras a la compañía de aguas, 2 mil 76 en una tienda de muebles…

Esta vez convenció a su sobrino Carlos, de 19 años, para que lo acompañara. Éste lo admiraba y había vivido con él un par de años en San Pedro Sula tratando, sin suerte, de compartir el oficio de hojalatero del que vive casi toda la familia. Carlos se vio obligado a regresar a Triunfo de la Cruz. Se dedicó a lo que pudo: ordeñador de vacas en una hacienda por 900 lempiras semanales; ayudante de albañil y pescador eventual. No le gustaba estudiar y no quiso ir más allá de la primaria.

“Aquí en Honduras la gente estudia, estudia, estudia… para nada porque no hay buenas fuentes de trabajo”, dice María.

Junior hizo bachillerato y le faltaba un año para graduarse en computación. Floy no ha terminado enfermería porque no le permiten hacer las prácticas si no salda una deuda de dos mil lempiras con la escuela. El hijo de ambos, que también se llama Junior y cumplió cinco años el día del entierro de su padre, no entró este año al kínder porque no había dinero para su uniforme y gastos. “La idea era inscribirlo el año entrante, con lo que mi marido enviara”, dice Floy. 

La noche del domingo 8 hubo fiesta en la casa del matrimonio. Acudieron familiares y sonó música. Junior y Carlos se retrataron con la ropa que pensaban usar el día que entraran a Estados Unidos. Ropa nueva, escogida con cuidado. Carlos se puso una camiseta roja con una enorme águila. Fue la ropa con la que lo encontraron muerto el 24 de agosto. Esa ropa tenía algo de ritual y mucho de sentido práctico: no querían llamar la atención de “la migra” por la suciedad acumulada en el camino. Tras la sesión de fotos se la quitaron, la doblaron y se pusieron la que vestirían en autobuses y caminatas.

Cuando se despidieron Junior llevaba en el bolsillo 600 de las 700 lempiras que le acababan de pagar por un trabajo. Le dejó 100 a Floy para comida. El autobús a Guatemala salía a las cuatro de la madrugada. 

El 10 de agosto Junior llamó a su hermano Cristóbal desde Los Naranjos, en la frontera de Guatemala con México. Le dijo que la cruzarían al día siguiente. Una semana después, pasado el mediodía del 17 de agosto, Junior le habló a Floy. Le dijo que ya estaban en la frontera con Estados Unidos con el coyote que los ayudaría a cruzar. Ella le preguntó por el lugar exacto en el que se encontraba; él dijo que no podía decírselo. “Estaba nervioso. Pensé que por la desesperación de entrar. La llamada duró apenas un minuto y medio. Me insistió: ‘Me cuidás a mi hijo. Pero me lo cuidás bien’”, recuerda ella.

Instantes después, a eso de la una de la tarde, sonó el celular de Isidora en Triunfo de la Cruz. Era Carlos. La saludó y le repitió que estaban en la frontera. Le pasó a Junior. Él le explicó que necesitaban 2 mil 500 dólares por cabeza para pagarle al coyote, así como el teléfono del familiar que los recogería del otro lado. Quedaron en llamar esa noche para anotar el número de ese familiar, al que ahora Isidora no quiere nombrar. Pero el teléfono en Triunfo de la Cruz no volvió a sonar. Con las prisas, en aquella última conversación, ni siquiera le dijeron a Junior que su madre había muerto al poco de su marcha. 

Una semana después de enterrar a Junior, y aún a la espera de que el cadáver de Carlos regrese de México, María cuenta que si su hermano hubiera entrado bien a Estados Unidos su plan era seguirle al año siguiente y dejar a su hija de tres años en Honduras. Ahora ni ella ni nadie en la familia quieren hablar de marcharse.

Entre sollozos, Isidora hace memoria y habla de su prima Tomasa Guzmán, que se fue a Estados Unidos hace dos años, y de su primo Román Reyes, que se fue hace seis. La familia nunca volvió a saber de ellos. Y Justo, otro de sus hermanos, cuenta que Marlon, también vecino de Triunfo de la Cruz, de la misma edad que Junior y que partió a mediados de agosto, llamó el 30 de ese mes a sus padres para decirles que estaba secuestrado en México y que pagaran por su liberación. Ellos depositaron el dinero en una cuenta bancaria pero nadie lo retiró. Desde entonces no han tenido noticias de su hijo. 

 

Tercer viaje 

 

El 9 de agosto Gilmar Morales Castillo, de 22 años, inició su tercer viaje a Estados Unidos. Esta vez iba acompañado por su cuñado Lizardo Boche, de 17 años, y su concuño Hermelindo Maquín, de 24. Los tres eran de San Antonio La Paz, un poblado del municipio El Progreso, a 36 kilómetros de la capital guatemalteca.

“Cuando Gilmar tenía 17 años se fue por primera vez. Como estaba muy tierno de edad no le permitía irse así nomás y se fue sin mi permiso, pero lo agarró migración en la frontera de Monterrey”, afirma su padre, quien pidió el anonimato por temor a represalias.

Gilmar probó suerte de nuevo en 2005. Sus padres vivieron momentos de angustia cuando no supieron nada de él durante 22 días. Cuando finalmente llamó lo hizo desde Puebla. Estaba bien. En esa ocasión llegó a California donde lo esperaba un hermano mayor, con quien trabajó seis años como mesero.

El pasado 9 de mayo Gilmar regresó a su pueblo. Lo hizo sin avisar a nadie. Fue para darle una sorpresa a su padre en el día de su cumpleaños.

“Decidió venirse a visitarnos porque decía que temía que nos fuéramos a morir. No le importaba el peligro, lo que quería era vernos vivos”, cuenta su padre.

Durante su estancia en el pueblo se casó con una muchacha de 14 años. El deseo de independizarse y construir una casa propia para su joven esposa lo motivó a partir de nuevo hacia Estados Unidos. Ya había animado a que lo acompañaran Lizardo y Hermenegildo. 

No había nada extraño en ello: en el poblado de San Antonio de la Paz 40% de los jóvenes ya emigraron debido a la falta de empleo. La oferta laboral se reduce a la agricultura en fincas o al trabajo en una empacadora de pollo o una fábrica de papel cercanas al poblado. 

“Los muchachos como yo trabajamos en fincas haciendo mantenimiento. Es lo que hay”, afirma Carlos Enríquez, el mejor amigo de Gilmar, quien cursa tercer grado de secundaria. 

El padre de Gilmar asegura que su hijo nunca recurrió a los coyotes para cruzar la frontera, pero por alguna razón en este tercer viaje los muchachos hicieron contacto con un grupo de personas que les ofrecieron ayudarlos a llegar a su destino.

“Se fue el lunes –9 de agosto– y el siguiente viernes recibimos la primera llamada de él. Decía que estaba en México a punto de subirse a un tren carguero. Dijo que llegaría por la noche del domingo 15 a Veracruz.”

El martes 17 de agosto la familia recibió la última llamada de Gilmar. “Dijo que la ley lo había correteado como tres veces, pero que había conocido a unas personas con las que había llegado a un acuerdo y lo iban a llevar. Dijo que las personas eran muy buenas, que le daban de comer y lo estaban tratando muy bien, que no me preocupara”.

Las palabras de Gilmar lejos de reconfortar a su padre lo dejaron con el presentimiento de que el peligro acechaba: “Me quedé preocupadísimo porque lo hablado no era eso. Las dos veces que se fue cuando era menor de edad se iba por sus propios medios y esta vez me sorprendió cuando dijo que estaba con esas personas. Me entraron muchas dudas”.

Pasaron los días y los familiares no tuvieron ninguna noticia de los tres muchachos. El 25 de agosto finalmente sonó el teléfono, pero no era Gilmar sino su hermano mayor quien llamaba desde California para decirles que había visto en las noticias que las autoridades mexicanas habían encontrado los cadáveres de 72 migrantes en Tamaulipas, a donde se dirigían los jóvenes. 

Cuando trascendió el macabro hallazgo las primeras noticias indicaban que no había ningún guatemalteco entre los muertos, pero la madre de Gilmar se puso a ver el noticiario por televisión. De repente rompió en llanto: en las imágenes reconoció la playera amarilla de rayas blancas y el pantalón de mezclilla azul que llevaba su hijo el día en que partió. Gilmar yacía boca abajo, amordazado, entre los cadáveres apilados.

Daniel Boche, padre de Lizardo, dijo que, días antes de que se reportara la matanza, recibió varias llamadas telefónicas de hombres con acento mexicano que exigían el pago de dos mil dólares para liberar a los tres jóvenes, a quienes tenían secuestrados.

Pero el padre de Gilmar asegura que jamás recibió llamadas. El gobierno no le ha dicho cuándo serán repatriados los cadáveres de los cinco guatemaltecos asesinados en Tamaulipas ni si recibirá la indemnización que prometió el presidente Álvaro Colom a las familias afectadas el pasado 29 de agosto.

 

Tras la “fiesta rosa”

 

Yeimi Victoria Castro era del poblado de Pasaquina, provincia de La Unión, en el extremo oriental de El Salvador; una región pobre y olvidada de la que cada año emigran miles de personas hacia Estados Unidos. 

Yeimi estaba en noveno grado de educación básica. Era delgada, tenía ojos vivaces y estaba llena de vida. Su madre, Mariluz Castro, quien vive en Nueva York, viajó en julio a Pasaquina para celebrar los 15 años de su hija: su “fiesta rosa”, como la llaman aquí.

“Gran fiesta tuvo mi nieta por sus 15 años. Se celebró en la alcaldía de Pasaquina y fueron más de 100 invitados”, recuerda entre sollozos su abuela, Victoria de Molina. 

Victoria y su esposo Cayetano, ancianos dedicados a la agricultura, eran en realidad los “padres adoptivos” de la joven. 

La anciana cuenta que hace 10 años Mariluz, la madre de Yeimi, se fue a Estados Unidos a buscar el trabajo que en El Salvador no encontraba. Desde Nueva York enviaba mensualmente unos 300 dólares para sostener a su hija y ayudar a sus padres. 

Doña Victoria cuenta que ni ella ni su esposo deseaban separarse de su nieta. La adolescente tampoco quería emigrar. Fue la madre la que insistió en que Yeimi viajara a Nueva York para reunirse con ella. Se había establecido en esa ciudad y le prometía a su hija estudios y una vida mejor.

También hubo otro factor: Mariluz supo que Yeimi mantenía un noviazgo con un joven hondureño de 26 años que trabaja en El Salvador porque el salario en este país se paga en dólares. Se enteró además de que “la pareja pensaba huir” a Honduras, según cuenta doña Victoria.

Mariluz pagó 7 mil dólares a “una persona” –a quien los abuelos dicen no conocer– para que se encargara de llevar a Yeimi “de manera segura” desde San Salvador a Nueva York.

Un familiar de Wilber Velásquez –otro de los 13 migrantes salvadoreños asesinados en el rancho San Fernando– confirma que los coyotes cobraron 7 mil dólares por cada uno de ellos. Antes de que el grupo partiera los familiares pagaron 3 mil 500 dólares; el resto lo pagarían cuando llegaran a Estados Unidos.

El 10 de agosto Yeimi emprendió camino. En su mochila guardó dos mudas de ropa, su certificado de nacimiento y una libretita con los números telefónicos de familiares en El Salvador y Estados Unidos. Los abuelos se despidieron de ella en Pasaquina. No quisieron acompañarla a San Salvador.

“Sólo me quedé pidiéndole a Dios que mi niña llegara con bien”, dice llorando doña Victoria.

Cuando la televisión salvadoreña difundió las imágenes de la matanza doña Victoria vio entre los cuerpos amontonados el de una muchacha vestida con ropa similar a la que llevaba su nieta: blusa blanca floreada, pantalones de mezclilla y tenis. Con esa ropa la había despedido. “Me dio la corazonada de que era mi nieta”, comenta ella.

El abuelo viajó a San Salvador. Se presentó en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Le confirmaron que una persona con las características de su nieta se encontraba entre los muertos y que en sus cosas llevaba una partida de nacimiento con su nombre. Sin embargo, le dijeron que era necesario confirmar su identidad. Las autoridades salvadoreñas hicieron pruebas de ADN a los familiares más cercanos. Como la madre vive en Nueva York el proceso se ha retrasado y el cadáver de la menor, hasta la semana pasada, seguía en México. 

Pero doña Victoria está segura: “Es mi nieta”, afirma entre sollozos.

 

 

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