Morir bajo tierra

sábado, 12 de febrero de 2011 · 01:00

La violencia devasta al país. Cada día cobra más muertes que afectan por igual al ciudadano de a pie que a los gremios, a las organizaciones sociales, a las instituciones –civiles y castrenses–, así como a los delincuentes y a los sicarios. Ante este contexto de muerte, Editorial Debate convocó a 14 cronistas para que narraran sus experiencias en torno a esta realidad brutal. Los trabajos quedaron plasmados en el libro País de muertos, de inminente aparición. Proceso reproduce fragmentos de “Los negocios de la muerte”, que alude a la tragedia en la mina de Pasta de Conchos, Coahuila. Su autor, Arturo Rodríguez García, es reportero de este semanario.

 

El turno se inició a las 11:00 de la noche aquel 18 de febrero de 2006. Bajaron con prisa a la Plancha, la plataforma de distribución a los túneles ubicada a unos 150 metros de profundidad, azuzados por los supervisores que desde hacía varias semanas blandían productividad. El cable de telesillas, por el que se internaban, falló. Mal presagio. Por la presión en los oídos, el dolor de cabeza y la sensación de asfixia que sintieron días antes, estaban convencidos de que la presencia de gas inundaba la mina. Temían que las decenas de desperfectos eléctricos –puenteados al tristemente llamado estilo mexicano– y el uso de equipos de soldadura inadecuados provocaran un chispazo fatal.

Pasta de Conchos siempre fue una mina insegura. Hacía dos años que no se regaba el polvo inerte que resta explosividad al polvo de carbón, tan potente como la pólvora. Pero así son las cosas en las minas de carbón, me lo explicó días después Domingo Martínez, un viejo minero, cuando se enteró de que su hijo Julián había muerto.

(…) “Esto es lo que nos pasa, que nos tienen con los pies en el pescuezo. Aquí, al no haber nada más qué hacer, y con familia, tienes que entrarle. Al bajar a la mina, los mineros siempre decimos ‘en el nombre sea de Dios’ –se persignó– y ¡vámonos pa’ abajo! Porque sabemos que entramos, pero no sabemos si vamos a salir con vida, como ellos”, apuntó a la bocamina…

(…) La noche del 18 de febrero, mientras se internaban a pie en los cañones y en las galerías de la mina, los mineros discutieron. Arrastrando sus mulas, cargando la herramienta con escasa iluminación, acordaron suspender el trabajo a las cuatro de la mañana, a manera de protesta, según Ervey Flores y Marco Antonio Contreras, dos de los sobrevivientes.

No regresaron. Alrededor de las 2:00 de la madrugada, un estruendo precedió al derrumbe que en segundos arrasó con los ademes, sus vigas y sus pilotes. Fue una reacción en cadena, una onda de calor –la encandilante luz blanca que recuerda Ervey– que atestó los tres cañones principales y algunos túneles diagonales, expulsando su furia de fuego y negros escombros por la bocamina.

Ervey y 12 de sus compañeros se ubicaban cerca de la entrada. Lograron salir a rastras con heridas incurables, órganos muertos, decadencias fisiológicas. Los otros 65 quedaron en el interior, pues ocupaban posiciones distantes, algunos hasta casi tres kilómetros. Fue hasta dos horas después cuando el silbato de alarma anunció el accidente a varios kilómetros a la redonda. Fue el tiempo máximo de oxígeno de los equipos de autosalvamento. Y el necesario para que en las oficinas desaparecieran bitácoras, planos, estudios geológicos, registros de mediciones de gas…

(…) Fue el lunes 20 de febrero, por la noche, cuando Francisco Xavier Salazar Sáenz hizo su entrada a las oficinas de Pasta de Conchos. En uno de los patios, conversaba con Xavier García de Quevedo, presidente de Industrial Minera México (IMMSA), subsidiaria de Grupo México. Me enteraría después que Salazar pernoctó como todas esas noches, en una casa de visitas de la empresa.

–¿Tienen alguna hipótesis de lo ocurrido? –les pregunté. 

–Creemos que golpearon una bolsa de gas… También pudo ser un error humano –dijo Salazar y me prometió un acta de inspección.

(…) Los propios mineros se capacitan para integrar cuadrillas de rescate. Fueron ellos los que, al mostrarles el resultado de la verificación del 7 de febrero que me entregó Salazar Sáenz, explicaron todas las deficiencias que había en Pasta de Conchos. Fue con ellos cuando supe por primera vez el motivo de su convicción por la viabilidad del rescate: en el interior estaba Juan Antonio Cruz García, a quien apodaban el Capi, y varios mineros rescatistas.

El Capi había participado en el rescate de La Morita, en 2001, cuando murieron 12 mineros. Sus compañeros recordaban en especial el accidente de La Espuelita, donde hizo prodigios de valor. Aquella vez le dijo a Elizabeth, su esposa: “Suerte la de nosotros en las minas de arrastre; esas gentes de los pocitos no tienen nada de seguridad”. Cuando llegó a trabajar a Pasta de Conchos ni siquiera había cuadrilla de rescate y convenció a los directivos de integrarla. El Capi se pondría al frente de los trabajadores, hasta encontrar los barrenos para tomar oxígeno; había agua por las filtraciones y las mulas podían servir de alimento.

Ese día, unos “expertos” traídos de Virginia –pertenecientes a empresas sobre las que The New York Times jamás pudo encontrar registros– sellaron los barrenos con gota de agua, para medir la presencia de gas. Cuando lo comenté con los rescatistas, voltearon a verse entre ellos. 

–Ya los mataron –me dijo el mayor de los tres.

Ya ni la esperanza del Capi quedaba. La posibilidad de que hubieran muerto en el rescate y no en el accidente jamás se exploró.

(…) Para el 23 de febrero de 2006 –cuatro días después de la explosión– la iniciativa (de Ley de Gas Asociado al Carbón) fue enviada a la Comisión de Energía para que dictaminara, y, finalmente, el 9 de marzo, el pleno de la Cámara de Diputados la aprobó con 334 votos a favor, ningún voto en contra y con dos abstenciones del PRD. El decreto se aprobó en el Senado semanas después.

El 2 de marzo de 2006, durante un evento de “reconocimiento” a los rescatistas que participaron en el dudoso rescate de Pasta de Conchos, Alonso Ancira, presidente del GAN –que acapara 75% de la reserva carbonífera del país y es controlador de Altos Hornos de México, la acerera más grande del país–, encabezó el acto, al que asistieron los rescatistas, algunos funcionarios públicos y directivos mineros.

Durante su mensaje, enumeró las bondades de la reforma pues, dijo: “Se podrían crear 5 mil o 6 mil empleos en la región, que México deje de importar gas y no habría riesgo de explosión. Sería injusto hoy el sacrificio de estas 65 gentes, si los senadores y los congresistas no pasan esta ley”.

En entrevista, Ancira dijo que obtendría ganancias por 200 millones de dólares si se aprobaba la reforma y admitió que no gastaba más en la extracción de gas en las minas de carbón, porque implicaría invertir 10 años antes en desgasificación sin que hubiera ganancias. De manera implícita, reconocía que la seguridad de los trabajadores es mal negocio.

“¿Cómo es posible que esto no lo aprueben en el Congreso mañana?”, se preguntó, para luego sentenciar: “Si los congresistas no aprueban esto a la brevedad posible, son responsables de las siguientes muertes”.

Minutos antes Arturo Bermea, director operativo de IMMSA, sin prurito, se había pronunciado también a favor. “Esta iniciativa permitiría que se aproveche el gas para producir energía eléctrica. No estamos aprovechando la coyuntura, pero con esta situación (Pasta de Conchos) más premura debe haber para modificar esa legislación”.

(…) En la Sener primero, y en el Servicio Geológico Mexicano (SGM) después, Rafael Alexandri Rionda –quien en la primera dependencia fue subordinado de Felipe Calderón y coincidió con Juan Camilo Mouriño– afinó la reforma petrolera que vio la luz en 2008.

Ahí, hizo el inventario de reservas de hidrocarburos y minerales fósiles que, con la reforma, se puede traducir en contratos por bloques para exploración y explotación para inversionistas privados.

Alexandri no sólo cuantificó el potencial energético mexicano, sino que operó la delimitación para tener listos los llamados contratos por bloques.

Cuando Calderón lo puso al frente del SGM, Alexandri comenzó la delimitación territorial que, a través de cuatro asignaciones mineras, permitió la cuantificación de minerales fósiles (medidos por Pemex como equivalentes del petróleo) en 60% del territorio nacional, incluida la línea de costa y las aguas territoriales.

Ese trabajo fue el que le dio a Felipe Calderón el argumento aquel del “tesoro” que México tiene en aguas profundas con el que se consiguió la reforma petrolera.

A partir de la aprobación del dictamen de reforma petrolera en 2008, Andrés Manuel López Obrador y algunos legisladores denunciaron la eliminación del predictamen de las fracciones VII y VIII del artículo 61. En la fracción VII se estipulaba: “No se suscribirán contratos de exploración o producción que contemplen el otorgamiento de bloques o áreas exclusivas para un contratista”. En tanto que la fracción VIII prohibía que un mismo contratista obtuviera exploración y producción en un mismo sitio. Esas fracciones desaparecieron de las reformas aprobadas el martes 28 de octubre de 2008 en la Cámara de Diputados. El senador Pablo Gómez advirtió que, al borrar esas fracciones, parecía que querían cuadricular el Golfo de México y repartirlo entre trasnacionales.

En un documento titulado Prospectiva de hidrocarburos 2007-2012 en México, elaborado por Alexandri cuando aún era funcionario de la Sener, se determinó que los recursos petroleros (y sus equivalentes) estimados en aguas son por el orden de 55% de las reservas cuantificadas y 45% se ubican en tierra.

Entre mar y tierra México dispone de 525 millones 737 mil hectáreas, de las cuales 320 millones ahora son propicias para concurso, gracias a las modificaciones legislativas calderonistas y a la reforma energética anterior, la del gas de las minas que permitió, por la ruta minera, cuantificar recursos con la posibilidad de concursarlos.

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Desde el accidente en Pasta de Conchos a enero de 2009, en la región carbonífera, donde operan casi 600 minas de carbón, sólo hay seis inspectores de la STPS que además deben atender el resto de los ramos productivos.

Por eso, y por las complicidades, los accidentes han continuado. En un principio la información es escueta, pero el ENPL (Equipo Nacional de Pastoral Laboral) se ha dedicado a dar seguimiento a cada caso, hasta llegar a las mismas conclusiones: ausencia de medidas elementales de seguridad, connivencia con inspectores de la STPS y poderosos empresarios detrás de cada siniestro minero.

Sólo en 2006 hubo accidentes en la mina La Luz, de la Compañía Minera San Patricio, donde murió un trabajador y hubo cuatro lesionados. En Pasta de Conchos murió un rescatista. En un pozo de la empresa Durmak, S.A. de C.V., murió otro trabajador y cuatro resultaron lesionados. Falleció otro minero en una volcadura, debido a las malas condiciones mecánicas de un camión de transporte de personal de Minerales Monclova.

Si Pasta de Conchos es un caso emblemático, el esquema de encubrimiento se ha presentado en otros, como el de la mina Lulú, el 6 de agosto de 2009, donde murieron dos trabajadores. La labor del ENPL permitió saber que ahí las medidas de seguridad eran igual de deficientes que en Pasta de Conchos, que los inspectores de la STPS habían verificado días antes la mina, que los trabajadores estaban registrados en el IMSS por una tercera parte de su sueldo real. Así como en Pasta de Conchos se dijo que la explosión fue por golpear una bolsa de gas, sin mayor sustento técnico, en la mina Lulú se aseguró que había sido un efecto de aire comprimido. Lo mismo: en las minas las bolsas de carbón no provocan explosiones de por sí, y en ninguna hay “efectos de aire comprimido”.

La mina Lulú es propiedad de Salvador Kamar Apud, un influyente empresario de la región centro, dueño también del periódico La Voz, con sucursales en Monclova y Piedras Negras. Naturalmente, el informe del ENPL ni siquiera apareció en medios locales.

Siguió el pozo Ferber, el 11 de septiembre de 2009. Propiedad de Fernando Barrera, su operación estaba clausurada por una inspección de la STPS. De nada sirvió. Ahí murió un trabajador cuando, al registrarse un derrumbe, el personal no tuvo manera de pedir auxilio, por lo que fue trasladado por varios kilómetros hasta la carretera para pedir un aventón al IMSS de Nueva Rosita, a donde llegó a morir por fractura de cráneo.

Pasta de Conchos dejó 64 viudas y 160 huérfanos, la mayoría menores de edad. Imposible determinar el número de padres, hermanos, amigos. En la búsqueda de justicia, esas familias han soportado el acoso, la falta de acceso a la justicia, la agresión verbal y aun física.

(…) A la orilla del camino a Pasta de Conchos, el polvo negro del carbón es una alfombra indeleble. La noche de cada 18 de febrero el obispo Raúl Vera, el jesuita Carlos Rodríguez y la activista Cristina Auerbach, esperarán con cientos de deudos a que el reloj marque las 2:00 horas del 19 de febrero.

(…) Así, con dos toldos desvencijados, realizan su Memorial por los Mineros. A una temperatura promedio de cero grados, como a la una de la madrugada, Raúl Vera celebra su misa al lado de Carlos Rodríguez, Alejandro Castillo y párrocos rebeldes de la región.

(…) Vera López siempre arremete contra la irresponsabilidad del gobierno, por la negligencia homicida de Grupo México y de quienes se enriquecen con base en la explotación laboral. Se desgañita denunciando a los responsables que, dice, son muchos.

Termina la misa y la gente permanece en su sitio. Como a las 2:10 de la madrugada, casi la hora oficial en que se registró el estallido fatal, las mujeres sueltan 65 globos blancos, en recuerdo de sus 65 mineros. Los 13 sobrevivientes del estallido entregan a la Iglesia sus ofrendas: overol, botas, casco, respirador, lámpara y equipo de autosalvamento.

Entre las sombras empiezan a sonar los silbatos que simbolizan el estruendo de las contingencias mineras; pequeñas campanas se percuten como en llamada de emergencia, y de la oscuridad de los llanos surge el llanto atormentado de las sirenas de la Cruz Roja. El reloj marca las 2:15 horas cuando se rehace la calma y una voz femenina pronuncia el nombre real de los muertos, que fueron padres, hijos y hermanos, sin apellido de mina.

 

 

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