La guerra, vista desde la infancia

martes, 26 de abril de 2011 · 01:00

A los niños que mal viven en las colonias pobres de Monterrey, sobre todo ahí donde campea el poder del narco, el futuro no les depara otra suerte que crecer en un entorno de violencia desquiciante. En asentamientos como la colonia Independencia la palabra “porvenir” es sinónimo de sufrimiento, de sueños destruidos, de terror y muerte... Incubados en esta atmósfera donde los narcos son modelos a seguir, los menores de edad tienen muy pocas posibilidades de desarrollarse de manera medianamente sana. El reto para la comunidad y para organizaciones como Save the Children es titánico: hacerles la vida más manejable en medio del infierno.

MONTERREY, NL., 26 de abril (Proceso).- “Había una vez un sicario…”. Es el inicio de un cuento escrito por Jaime, alumno de tercer año en una primaria encallada en las faldas del cerro Loma Larga, en el centro de esta ciudad.

La suya podría ser cualquier escuela de la colonia Independencia, tomada la región por el crimen organizado, como tantas más.

Contaminado con el miedo, asfixia la tensión en el aire. La histeria es colectiva. Cada vez son menos los niños que asisten a sus escuelas por el riesgo de salir a las calles de su barrio, donde las balaceras son moneda de cambio. 

Los que ahí viven dicen que es territorio zeta. En la cima del cerro no hay “Dios” ni “reglas”. Ahí, donde prenden fuego a los perros vivos, corre la violencia como epidemia. La policía “difícilmente” entra. Los militares hacen rondines de vez en vez sobre “rinocerontes” y la Marina vigila por aire, en helicópteros de guerra.

Bajo ese clima, conviviendo con la muerte, con la violencia, con Los Zetas, los niños respiran, aspiran, se inspiran. Generaciones que van creciendo y que se forman en un entorno violento.

Insuficientes los esfuerzos de la comunidad por proteger a sus niños, algunas escuelas públicas dieron entrada a programas que la organización humanitaria Save the Children ha impulsado en zonas de conflicto para manejar la violencia y salvaguardar de ella a los menores.

Quebrantada su infancia para algunos, a su corta edad necesitan un remanso de paz, cuentan los promotores de los talleres, que en su tarea han visto la muerte a los ojos.

“A nosotros, los niños nos tienen confianza porque somos la única institución que no se ha ido”, dicen los promotores, profesionales que permanecerán en el anonimato. “¿Ya se les quitó el miedo por la balacera?”, les preguntaron la única ocasión que suspendieron sus talleres desde hace tres años.

Durante los cursos, los pequeños están tranquilos, contentos. Sonrisas pasajeras, dicen los promotores. Conmovedora la imagen, los niños le roban una carcajada a la tristeza. “Afuera –en la calle–, son otros. Hablan y pelean como grandes”. 

Los talleres se imparten semanalmente con distintos temas: ecología, derechos humanos, adicciones, vocación profesional. La violencia aparece siempre. Sea o no el tema en turno, ahí aparecen las armas. 

Los activistas han tenido que sortear la adversidad. Si el director de una escuela toca la alarma, es porque alguna madre los ha alertado que asoma el viento que rasga. Todos corren a sus salones. Los niños comen el almuerzo debajo de sus pupitres. Prohibido levantarse, cuentan chistes y trabalenguas hasta que la balacera cesa. Contraste absoluto entre las carcajadas con el rugir del plomo en las calles, en el momento no se habla del tema.

 

Historias que cimbran

 

“Quiero ser policía para matar a mi papá”, se escucha desde el fondo del salón. Aguda la voz, se estremecen la piel y el alma. La pregunta es inevitable y la respuesta del niño, clara, implacable: “Porque es zeta”. Los ojos se le llenaron de fuego.

Las historias de los niños, que van de los siete a los 11 años, golpean de tanta sangre, tanta muerte, tanta ofensa. Llega una detrás de la otra, como olas que rompen en las piedras. Las cuentan en primera persona. Ellos las sufrieron.

En una actividad del taller sobre violencia, un niño escribe líneas que lo perturbaban. Llora cada letra. “Es que extraño mucho a mi tío, profe”. El texto, desgarrador, reza: “Un día yo estaba comiendo y de repente escuché muchos balazos. Cuando me asomé vi muchos hombres que tenían pistolas. Me di cuenta de que uno era mi tío, y me escondí. Cuando salimos le habían dado con una escopeta en el estómago y un tiro de gracia. Después llegó un helicóptero de la Marina y todos los Zetas corrieron”.

Los niños describen a los criminales con los que conviven como hombres que secuestran, extorsionan, cortan cabezas, desmembran, violan y venden droga. “Matan a los de su mismo equipo (cártel). Ya no tienen sentimientos. Se les hace el corazón de fierro”. Ganan mucho dinero y están “cerca”, por “todas partes”.

“Un sábado entró un balazo por mi ventana”. La anécdota la carga en la espalda una niña de 10 años. Cuenta que esa noche Los Zetas se llevaron a su primo y lo mataron. Después, simplemente lo tiraron. “Para que mi hermano y mis otros primos no les hicieran nada se llevaron también a mi cuñada y a mi prima. Las tenían amenazadas, decían que las iban a matar. Mi hermano se quería volver loco. Ya tenían pistolas y todo para ir por ellas si no se las regresaban”. Pasadas horas, que parecieron días, las soltaron.

Un pequeño en particular no deja de llamar la atención de todos. Interrumpe constantemente el ejercicio. Esconde su fragilidad detrás de una sonrisa congelada. Abraza a cada joven que cruza por su camino. Aun al reportero. La intriga sólo se esclarece al saber que, en noviembre pasado, a su hermano mayor lo levantaron. Lo está “busque y busque”, sin encontrarlo.

Carlitos, como lo llaman a sus ocho años, sueña con comida, porque duerme en la cocina. Ahí comparte una litera con su hermano mayor y con su abuelo. En la única habitación de la casa duermen sus tíos y sus primos. Hace unos meses que sus padres no están más. Sus ojos vidriosos cuentan que desaparecieron.

Las palabras, cuando lastiman, tiemblan en la voz. Llega el turno de Fanny. Pausada, cuenta: “Una vez, un tío mío era de esos de los zetas y llegó la policía y se lo llevaron. Cuando iba saliendo de la jefatura, llegaron unas camionetas, lo levantaron y al otro día apareció muerto”. Según la pequeña, murió porque quería apartarse de la vida criminal y sus tormentos. Ellos, los criminales, cuenta quien lo extraña, no lo permitieron. 

 

La camioneta blanca

 

En las descripciones de los alumnos, una camioneta pick up blanca es motivo recurrente de temor. 

Atrapado en medio de una balacera, Marcos se tiró al suelo y se hizo el muerto para que no lo mataran. Estaba en la tienda cuando vio venir la camioneta blanca que, dicen, es de Los Zetas. Sentía terror. “Llegaron tire y tire balazos contra la casa de al lado. Cuando se bajaron alcancé a ver la pistola que tenía el que pasaba junto a mí. Tenían chalecos antibalas y uno era de la policía”, relata el alumno de cuarto año.

El suyo no es el único relato que incluye el vehículo que circula para infundir el miedo en la comunidad. Desde el vehículo intimidan, persiguen, denigran, levantan, disparan. Los relatos, coinciden todos, describen a los tripulantes cargando armas largas y granadas. 

 “Y si corres te agarran”, platica José, a quien intentaron secuestrar un día de febrero, este mismo año. Caminaba solo, a media tarde. “No había nadie. Atrás iba el señor de la camioneta con una pistola apuntándome. Me eché a correr y me perseguía. Cuando ya había gente llegó una señora que me vio. Pasó la camioneta al lado y el bato se rió”. Hoy José lleva una piedra en la mochila para defenderse.

Le cambia el semblante a Karen al escuchar esas historias. Levanta su mano mínima. “A mi papá lo quería levantar una camioneta blanca porque fue a la tienda. Él no ha hecho nada. Estaba en la ferretería de la casa, iba por unos cacahuates. Lo venían siguiendo. Un señor gritó ‘¡ahí está la camioneta!’, se regresó de la tienda y tiró en una hielera el radio con el que se comunica con sus socios; ‘no se los puedo dar –decía– porque me agarran y entonces qué hago con mi familia’”, relata Karen. Al día siguiente tres hombres pasaron por su casa a preguntarle a su padre para quién trabajaba. Uno empuñaba un cuchillo, otro un picahielo y el tercero apuntaba con pistola en mano. “Le dijeron a mi papá: ‘cuídate morrillo, no te vayas a equivocar’”.

Al hermano de María lo levantaron en esa misma camioneta. No le gusta hablar al respecto.

 

Es algo “aspiracional”…

 

Inmersos en la cultura del terror, hay niños que sueñan con ser zetas. Entre ellos viven y de ellos aprenden. “Se adaptan”, dice un vecino de la colonia Independencia a este reportero. Es algo “aspiracional”.

Durante su taller, un pequeño dice ser halcón, un vigilante al servicio de la organización zeta que alquila sus ojos por 50 pesos diarios. Tiene nueve años. Platica sin desparpajo: “Estás con los mira lejos (radios). Tienes que estar mirando que no vengan los federales o que no venga el ejército. Y si llegan a haber redadas, yo inmediatamente voy con ‘el pelón’”. Seductores el dinero y el poder, el alboroto fue inmediato entre sus compañeros, que no titubearon en cuestionarle. “Yo también quiero trabajar con ellos”, calaba el eco profundo.

Todos conocen los apodos de los supuestos miembros del cártel. Los identifican con la naturalidad que sólo da la cercanía: “Se lo juro, ellos son zetas. Los traen en camionetas para vender droga”, dicen los alumnos, señalando a lo lejos a un grupo de jóvenes que difícilmente alcanzan los 20 años.

Son especialistas en armas. Diferencian con facilidad un AK-47 de un R-15, y más. Indiferente ante la violencia, un grupo comenta la balacera de una tarde anterior. Riendo, apuntan a un niño y le disparan: “éste se andaba quedando sin papá porque los soldados andaban detrás de él”. El señalado voltea y confirma: “Ah, sí es cierto”. Sigue dibujando.

Desde pequeños saben que la autoridad, en su tierra, no funciona. Algunos piensan que los soldados son “malos”. Desconfían de la policía. Cuando hay operativos, al paso del helicóptero de la Marina, los niños se esconden. Presas del miedo, se desgañitan: “¡Ahí vienen los guachos (soldados)!”. 

Un niño dice que él quiere ser policía, como lo es su padre. Los compañeros lo critican, le dicen que está en un error, porque los policías “ayudan a los zetas o ayudan a los del cártel del Golfo. Si no les das dinero, te agarran a golpes y luego te quitan el dinero”. Como amuleto, carga una bala de cuerno de chivo.

Dibuja un coche con una gran “Z” en el costado y dos ametralladoras adelante. Está frente a un tanque del ejército con cañón arriba y un arsenal por debajo, cada arma distinta a la otra. Los conductores, idénticos los rostros, se miran con rabia. “Los dibujo feos porque me caen gordos. Tiran balazos a cada rato”, dice el autor, quien no alcanza a tocar con los pies el suelo, sentado en su pupitre. “No violencia, sí libertad”, es el título con el que firma la obra.

La pintura, dicen los promotores del taller, refleja los sueños de los infantes.

En un pedazo de papel reciclado, comienza los trazos de una historia alrededor de un cuerpo ensangrentado. Julio dibuja dos hombres debatiéndose en fuego cruzado. El primero cae formando un charco rojo a su lado. El segundo se ufana. Aparece en la escena una ambulancia de la Cruz Roja, perseguida por un auto desde el cual también le disparan. Los paramédicos, en la parte baja del retrato, ya están levantando el cuerpo. Van rumbo a un hospital que comienza a dibujarse al extremo opuesto del papel anaranjado. “Así estaremos libres”, escribe el dibujante. Sólo la sangre y la camilla escapan al blanco y negro. “Eso dibujo siempre”, comenta. Y lo dibuja muy seguido. Se le ocurre porque sí. Cuando termina, nombra a los personajes. El muerto, esta vez, se llama Alberto. Como su primo “Beto”.

En cada dibujo van recuerdos, frustraciones, miedos. “Están agarrando niños chiquitos, allá arriba, donde vivo”, cuenta un pequeño al reportero. Pinta dos hombres a colores, uno dobla la estatura del otro. El mayor apunta con una pistola en la mano; el otro alza los brazos. Con subtítulos, narra el encuentro. “Vas a sufrir”, salen las palabras de la boca del agresor. El pequeño exclama: “no me mates”. Pero es muy tarde. Con rojo, ya tiene tachado el corazón. 

En contraste, cuatro niñas toman una cartulina para hacer un dibujo por la paz. Cuando imaginan un lugar en el que estarían tranquilas, imaginan bosques, mares, cielos lejanos a los de casa. Un lugar donde escapar en su cabeza. Ellas eligen crear un paisaje de sol imperioso, un río con peces fluorescentes y personas rosas y grises. Cada niña tiene su nube. Hay una azul, dos blancas y una roja. 

Entrecortada su voz de madre, Cristina lamenta que no todos tengan acceso a programas de “rescate”, como llama a los que imparte Save the Children. Le duele la certidumbre del futuro. A muchos de los niños que hoy ve con ternura, mañana los verá con desconfianza. Tal vez con terror.

“Desgraciadamente sabemos que no todos van a salvarse. Todo su entorno gira entre armas, crímenes, negocios sucios. Te das cuenta que, saliendo de la primaria, muy probablemente van a seguir por ese mundo. Porque para ellos, en su cabeza, es una manera de sobrevivir allá arriba (en el cerro).”

La mayoría cree que terminar con tanta violencia se logra con más violencia. Son muchos los que piensan que debería matarse a todos los zetas y a los “malos” soldados. Otros más esperan que “alguien” llegue a salvarlos. 

Su hijo Pedro, al límite de la inocencia, termina con su voz de niño: “Si hubiera más escuelas de música que tienditas con droga en las esquinas, habría más guitarras que metralletas, más artistas que asesinos”. l

 

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