José Agustín, el desmadroso

lunes, 26 de septiembre de 2011 · 14:53
Los escritores Vicente Leñero y José Agustín recibieron la noche del miércoles 21 la Medalla Bellas Artes, en un acto en el que participaron su colega Ignacio Solares (moderador) y el actor Jesús Ochoa (lector de fragmentos de Los albañiles y De perfil. En seguida se reproduce una semblanza en la cual Leñero evoca el encuentro inicial con su colega (recogido en el volumen Lotería. Retratos de compinches, editorial Joaquín Mortiz, 1995), y en recuadro se ofrece la entrevista concedida por Agustín a Proceso. Ambos autores intercambiaron las medallas de oro que les entregó la directora del INBA, Teresa Vicencio. MÉXICO, D.F. (Proceso).- ¡Ah qué lata daba José Agustín! Volaba, más que corría 1965, cuando empezamos a trabajar en la revista Claudia. Agustín había llegado hasta ahí, al galerón provisional de la calle de Ayuntamiento, recomendado y empujado por Gustavo Sainz; yo había conseguido la chamba por mi cuenta, pero también gracias a un tip de Gustavo quien nos aseguraba, eufórico, que ésta sí prometía ser una revista de verdad, sin las mamonerías del común de las revistas femeninas tipo Kena de Kena Moreno, o Vanidades, o la semipornográfica Cosmopolitan. Con el molde de una célebre Claudia de Argentina y una Claudia de Brasil, en alianza firmada entre la editorial Abril de Sudamérica y Novedades de México, se iba a lanzar, se lanzaba ya, una revista mensual decidida a entender a la mujer como algo más que una ama de casa. La imagen femenina de esta gran Claudia era –nos decía Jorge De’Angeli, cerebro de la organización– la imagen de la Mujer Moderna, con mayúsculas: libre, sofisticada, elegante, bella y un poquitín descocada, quizás hasta promiscua, definitivamente frívola. Entonces se reía José Agustín entre dientes, pellizcándonos a escondidas a Gustavo y a mí, para hacernos perder nuestra seriedad de palo, hipócritas, frente al circunspecto De’Angeli o el activísimo Ernesto Spota, convencidos ambos de que iban a hacer de nosotros, no sólo agudísimos reporteros, correctísimos redactores, sino artífices de esa imagen femenina, extraordinaria y escandalosa, que tanto necesitaban nuestras chaparritas mexicanas para deshacerse de sus kilitos de más y liberarse de una vez por todas del yugo machista. Nosotros: los artífices, los arquitectos, los pigmaliones del nuevo mundo de la mujer en los años sesenta… Y José Agustín seguía riéndose con la garganta hecha gárgaras, y contagiándonos a Gustavo y a mí, y dando brinquitos, y murmurando procacidad y media. Allí lo conocí, en el galerón de la calle de Ayuntamiento trasladado luego a la calle Morelos, durante el trabajo diario, revistero. Era un muchacho latoso, desinhibido, incontrolable. Nunca llegaba a las diez de la mañana en punto, nunca se estaba quieto en su escritorio. Se pasaba las semanas escribiendo un horóscopo mensual que él mismo inventaba –sin consulta previa con los astros– y que llenaba de mensajes secretos, alburescos: escribiendo horóscopos y haciendo travesuras a las secretarias o a los mismísimos jefes que eran la solemnidad personificada, como dicen. Vaciaba cajones y desperdigaba lápices por dondequiera. Llenaba de sal las azucareras. Y un día, al director comercial de la empresa, a un hombre de lentes como corcholatas, le atravesó una maldad que nos dobló de risa, y de pánico. Sucede que José Agustín se escurrió furtivamente en el despacho del señor Sodupe –que así se apellidaba el interfecto– y a su saco de casimir finísimo le cortó con navaja el nudito rematador de todos sus botones: de manera que cuando el señor Sodupe se puso el saco para correr a una junta importantísima con Canales Lozano, todos los botones, al tratar de ser ensartados a los ojales, se desprendieron del casimir y cayeron, fueron cayendo al suelo como piedrecitas del campo. Me asombraba hasta el escándalo lo relajiento de José Agustín: muchachito moreno y picarón que se reía con estruendo por cualquier cosa y hablaba a gritos con su voz tipluda de infante sin educación. Era un niño maleducado, chismeaba yo en mi casa. Sabía mucho de jazz y de rock –lo que a mí, pobre de mí, me tenía muy sin cuidado– y hablaba de los fabulosos Beatles como si los conociera personalmente. Le gustaba de todo lo que a mí no me gustaba: la música ruidosa, las canciones en inglés, la moda de la mariguana que lo llevaría luego al empastillamiento, las muchachas flaquísimas y la simplona de Julie Christie. A Julie Christie, por cierto, le escribió para Claudia una semblanza en primera persona que resultó un texto memorable. Fue lo mejor que escribió durante sus años en Claudia, además de un reportaje exhaustivo sobre el Acapulco que José Agustín conocía tan bien como a sus partes íntimas, y algunos otros reportajes de servicio firmados por El Equipo Técnico de Claudia y que pretendían decirlo todo sobre cuándo, cómo y dónde comprar un colchón matrimonial, o una cerradura para burlar rateros, o una lavadora de ropa, o un negligé para la luna de miel paradisiaca. En aquellos principios de nuestra relación profesional, yo no acertaba a congeniar con José Agustín, a pesar de que Gustavo lo definía como un escritor a punto de irrumpir gloriosamente en la literatura mexicana. Había sido, o era todavía, tallerista consentido de Juan José Arreola, y tenía en su haber una novelita, La tumba, que Sainz consideraba sensacional. Leí La tumba luego de tanta serpentina y tanta insistencia, pero no me pareció libro del otro mundo, como tampoco me fue pareciendo, poco a poco, que José Agustín fuera tan superficial y tan cascabelero como aparentaba. En nuestros largos tiempos neutros en Claudia comenzamos a platicar. Y me ganó, me fue ganando, la verdad. Me impresionó. Además de listísimo, de agudo en sus lecturas, tenía una visión personal de la narrativa, desquiciante, atractivísima. Como Sainz, se había propuesto de una vez por todas desolemnizar la literatura mexicana, desde siempre estirada como los políticos trajeados, como el señor Sodupe. Incorporar a ella –quería–, el nuevo modo de ser de los muchachos de entonces. Inventarles un lenguaje que los reflejaba de bulto, tal como eran, muy distintos a los jóvenes que pintábamos nosotros, los viejitos nacidos en los treinta. Estaba convencido, además –y eso me terminó ganando a su favor– de que las preocupaciones formales, estructurales, deberían ser motor central del trabajo fatigoso de todo novelista. No sólo escribir qué, sino escribir cómo. Era importante encontrar una manera eficaz y nueva de barajear el tiempo, de hurgar en la identidad de un personaje, de construir castillos de palabras y ser consciente de ficción, un objeto mágico tangible destinado a adquirir la forma de un libraco. Como yo andaba todavía en la cruda del noveau roman, lo empujé a los exagerados mundos inasibles de Robbe-Grillet, de Natalie Sarraute, de Claude Simon, de Michel Butor… Le parecieron más áridos que la chingada, me dijo. Y a cambio me contagió sus pasiones literarias, esas sí masticables y disfrutables, y me descubrió autores que tal vez yo nunca hubiera leído sin el influjo de él y de Sainz: el Joseph Heller de Trampa 22, el Salinger de El cazador oculto, el Scott Fitzgerald de Tierna es la noche. Mientras hablábamos y hablábamos de literatura y de los mil chismes de la horrible política cultural –cerrada en aquellos tiempos como un cinturón de castidad–, Agustín se puso a trabajar en lo que sería e iba siendo De perfil. Llegaba un lunes, por ejemplo, y sobre las fotos de moda o las recetas de cocina, arrojaba en mi escritorio un buen tambache de páginas bond escritas a máquina con el sólo índice de su mano derecha metralleado sobre las teclas como martillito de zapatero. Yo me iba a mi casa con el tambache, o allí mismo –suspendido el trabajo revistero– me ponía a examinar página por página y a señalarle con lápiz cuanta fregadera o posibilidad desperdiciada o error sintáctico me iba encontrando. La verdad, lo que encontraba más, por encima de fallas secundarias, era un texto fascinante. El mundo de un nuevo lenguaje coloquial audacísimo. La pirotecnia de una realidad desenfadada, pero al mismo tiempo intensa como cólico de apendicitis, que nunca sospeché de aquel jovenzuelo de risa tipluda y enfermo de brinquitos. Me entusiasmó De perfil desde sus borradores iniciales, desde su primera, desde su segunda versión. Me admiró la capacidad de Agustín para corregir, para rehacer párrafos y capítulos, para encontrar posibilidades inexploradas y variantes ingeniosas. Me sentí privilegiado de estar leyendo, y descubriendo, a un escritor definitivamente nuevo y original, capaz de irritarnos con su palabrerío ondero –el término se inventaría después– y de aportar a nuestra literatura precisamente eso: lo que se llamó espontaneidad, frescura, descaro. Sainz tenía sobrada razón: José Agustín, a los 21 años, ya era todo un escritor. No nada más un escritor escandaloso por sus anécdotas y por su lenguaje, sino un escritor lo que se dice profundo. La crítica nunca descubrió en De perfil, ni en los libros que vinieron después, el sentido que yo entiendo como religioso de la narrativa de José Agustín. No descubrió que detrás de aquel relajo, “detrás de la gran piedra y el pasto” tembelequeaba como gelatina una preocupación existencial por la ética, por los calores trascendentales (perdón por la palabreja, diría Agustín) de una juventud a la que sólo se quería ver como dispuesta para el desmadre. De perfil es todo, menos un libro superficial, y sus jóvenes no son simple muñecos de paja, vacíos del cerebelo. Son eso que son y ya está escrito: muchachos que encuentran en la presencia del padre –por rastrear un ejemplo significativo–una figura de bondad enfocada desde la ternura, y no el simple punching bag de los hijos rebeldes que a fuerza necesitan aporrear al pobre negro del Tírele al Negro, para desahogar frustraciones e independizarse de la maldita autoridad. José Agustín no escribía de oídas ni desde el diván de un psicoanalista; no narraba para convencernos con los lugares comunes endilgados hasta la saciedad en todos los libros sobre el dramón de ser joven. Como Sainz hablaba de su propia experiencia, y desde esa experiencia traducía una visión del mundo positiva, envidiable, ejemplar diría yo, para subrayar que De perfil es una novela ejemplar como literatura y como lección de vida. Gustavo Sainz convenció al querido Joaquín Díez-Canedo de publicar la novela de Agustín. Díez-Canedo empezó enfurruñándose como siempre, pero al tercer encendido de pipa, y luego de mascullar complicaciones editoriales, terminó diciendo que sí, que por supuesto publicaría De perfil porque él también había leído la novela de un tirón y estaba –lo sé yo de seguro– punto menos que asombrado y convencido de que era necesario jugársela por los jóvenes. Insistí yo para que la publicara en la colección de pastas duras de Novelistas Contemporáneos, como De perfil lo merecía, a mi entender, pero Díez-Canedo dijo que no, que iría en El Volador, por lo joven, por lo muchachito que era todavía ese prietito escritor, definitivamente escritor pero no consagrado, dijo Joaquín. El libro apareció en septiembre de 1966. Agustín llegó a Claudia dando brinquitos, y dando brinquitos se puso a desbaratar su paquete de veinte ejemplares. Me entregó a mí el primero –todavía con ese olor a edición fresquecita, semejante olor al de los automóviles recién salidos de la agencia– y escribió sobre la portadilla una dedicatoria que aún me emociona y que releo aquí porque me honra y me conviene: Ojo: primer ejemplar dedicado. El único, el bueno, José Agustín, saluda desde De perfil y lo dedica para Vicente, ingeniero feroz y corrosivo, famoso desde su hazaña en los baños de Ciencias Políticas, y aparte, amo de los novelistas, señor de la prosa latinoamericana e infalible tipeador que sin él este libraco sería una serie (sic, uy) de errores gramaticales y de paupérrima imaginación. En fin, con agradecimiento (eterno), devoción, patriotismo y mala letra. José Agustín. Septiembre 22, 1966. Pasó el tiempo. Triunfó José Agustín. Siguió escribiendo. Acendramos nuestra amistad. Nunca tuvimos un pleito pero dejamos de vernos. Lo encuentro hoy de cuando en cuando, y de cuando en cuando nos ponemos a platicar. Ya no es lo mismo, desde luego, pero mi admiración continúa intacta. Lo sigo. Lo leo. Lo aplaudo. Definitivamente lo quiero.

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