El trauma texano-mexicano

miércoles, 14 de noviembre de 2012 · 11:49
A tan sólo 15 años de haber logrado su independencia, México debió enfrentar el expansionismo estadunidense que terminó por arrebatarle 500 mil kilómetros cuadrados de territorio. Para la tercera década del siglo XIX las diferencias de poderío entre Estados Unidos y su vecino del sur no eran tan grandes. Sin embargo, el divisionismo prevaleciente en la oligarquía mexicana le impidió a ésta hacer a un lado sus intereses en aras de la defensa nacional. Fueron años decisivos en que México, recién salido de la Colonia, terminó por naufragar en la dependencia. Así lo explica el historiador Enrique Semo en su más reciente libro México: del Antiguo Régimen a la modernidad. Reforma y Revolución, publicado por la UNAM y que comenzará a circular próximamente. Con autorización del autor, adelantamos aquí fragmentos de la obra. MÉXICO, D.F. (Proceso).- El 2 de marzo de 1836, los texanos de origen norteamericano declararon en San Felipe la independencia de Texas. A las pocas semanas, organizaron un gobierno provisional, adoptaron una Constitución, y pusieron en pie un ejército. México nunca reconoció al nuevo Estado surgido sobre su territorio, pero tampoco fue capaz de imponer su soberanía. Durante 10 turbulentos años, los colonos de origen norteamericano de Texas actuaron como país independiente, mientras que México lo siguió considerando como una provincia alzada contra la autoridad legítima. A mediados de 1845, exactamente un año antes del inicio de la guerra con los Estados Unidos, Texas fue anexado por ese país, y se convirtió en un estado más de la Unión. Para Estados Unidos este fue un momento decisivo en el proceso de expansión que había de hacer de él uno de los países más extensos y ricos del orbe. Para México, fue el preámbulo de la pérdida de la mitad de su territorio y su subordinación paulatina al futuro coloso del Norte. Sin embargo, hay en esos sucesos un aspecto mucho más importante que la pérdida territorial. Los mexicanos del siglo XIX descubrieron su vulnerabilidad ante el exterior. La visión optimista del futuro se hizo añicos ante el atropello de su naciente soberanía. La expansión de Estados Unidos desde su independencia en 1783, hasta la guerra con México en 1846-1848, es uno de los fenómenos más impresionantes de la era moderna, rica en saltos vertiginosos. Mientras Inglaterra se transformaba en la primera potencia industrial del mundo, los anglosajones de norteamérica, pueblo eminentemente agrícola, forjaban las condiciones naturales de su futura preeminencia. En 1790, Estados Unidos tenía una población de 3.9 millones de habitantes. Veinte años después esta cifra casi se duplicaba a 7.2 millones y en 1850 había llegado a 23 millones. Al mismo tiempo, ampliaban a pasos agigantados su territorio hacia la costa del Pacífico y el sur. En 70 años se anexaron una extensión inmensa, aniquilando a los pobladores originales y absorbiendo posesiones inglesas, francesas, españolas y, por último, mexicanas. En 1795 adquirieron de España la mayor parte de las Floridas oriental y occidental. Luego, le compraron la Luisiana a Francia por 60 millones de francos, duplicando su territorio. En 1812, aprovechando la ocupación de España por las tropas napoleónicas, se apoderaron del resto de la Florida, argumentando que esas tierras eran parte de la Luisiana. Desde entonces, proyectaron inevitablemente su sombra sobre Texas y los estados norteños de México. Sin complejos coloniales, impulsados por una fe ciega en su misión, los estadunidenses aprovecharon con decisión y audacia todas las debilidades de sus vecinos, la derrota de los ingleses en la guerra de la independencia de las Trece Colonias; la decadencia del imperio español; los remolinos de la revolución francesa; las pugnas entre las potencias coloniales y las debilidades de un México que tardaba en constituirse en un Estado-nación. Ya Poinsett, el primer embajador estadunidense en México sugirió cautelosamente la conveniencia de que Texas fuera vendido o cedido. Anthony Butler, su sucesor, especulaba con tierras texanas e impulsaba a sus conciudadanos a establecerse en la provincia fronteriza. Entre 1829 y 1835, multiplicó sus esfuerzos para convencer al gobierno de Estados Unidos para intervenir militarmente en Texas, y al de México para que vendiera la provincia. Como puede verse, el deseo explícito de los norteamericanos de apropiarse del territorio de Texas precedió en una década a los sucesos de 1836. La rebelión de los colonos solo fue la oportunidad que las fuerzas anexionistas estadunidenses esperaban. Lo que convenció a la opinión pública de ese país de que la anexión de México, o gran parte de su territorio, no entrañaba peligro alguno, fue la incapacidad de México de tomar medidas eficaces durante las dos primeras décadas de Independencia para defender los territorios del norte, y principalmente a Texas. En la tercera década del siglo XIX, las diferencias de poderío que separaban a México de Estados Unidos no eran tan grandes. La desventaja de México residía en la economía y, sobre todo, en su estructura política. Texas se perdió no tanto por la superioridad militar de Estados Unidos sino por la incapacidad política del Estado mexicano para movilizar los recursos de la nación en defensa de su soberanía. Dividida por una lucha interminable por el poder, incapaz de sustituir el dominio español con un Estado fuerte, la clase dominante mexicana se hallaba inerme ante el peligro externo. La campaña militar que encabezó Santa Anna en el año de 1836 contra los rebeldes texanos fue pésimamente preparada y peor dirigida. Al principio obtuvo algunas victorias, pero estas demostraron no ser duraderas. La ejecución de rebeldes presos enardeció los ánimos texanos, quienes apoyados por voluntarios que acudían desde Estados Unidos, infligieron al ejército mexicano una derrota decisiva en San Jacinto, el 21 de abril de ese año. De paso, capturaron a Santa Anna y otros jefes del cuerpo expedicionario. La desmoralización se agravó cuando el héroe de las mil derrotas, preocupado ante todo en salvar su pellejo, firmó durante su prisión convenios claudicantes que legalmente no tenían efecto, porque en México fue depuesto. Pero lo más sorprendente es que durante la siguiente década, cuando Texas no había sido aún anexada, los gobiernos conservadores no fueron capaces de una sola iniciativa militar o colonizadora que cuestionara seriamente el plan de los texanos y los yanquis. En ese periodo los colonos norteamericanos siguieron afluyendo por decenas de millares. De hecho, si no de derecho, México estaba perdiendo inexorablemente un territorio de más de 500 000 kilómetros cuadrados sin tomar una sola medida efectiva para impedirlo. Fue la debilidad ante la rebelión texana la que hizo inevitable la guerra y la derrota en 1847. La incapacidad de imponer al invasor un alto precio por su ataque, era una invitación a nuevas agresiones. Los éxitos de la expansión norteamericana y la magnitud de sus triunfos son impresionantes. Pero esto no explica la desenvoltura con que se impuso a México. Más de un intento de conquista por parte de un país poderoso se ha abandonado o ha visto sus objetivos reducidos por la tenaz resistencia de los agredidos. Las tentativas de Estados Unidos de anexarse territorios canadienses en 1812 fueron derrotadas por los ingleses; la primera mitad de ese siglo XIX ofrece buenos ejemplos de poderosos ejércitos invasores derrotados por la resistencia popular como en España y Rusia. Por sus recursos humanos y materiales, México debería haber resistido más y mejor. Esto habría cambiado no solo el mapa de Norteamérica sino también la idea que los mexicanos tienen de sí mismos y su prestigio entre las naciones. El secreto del desastre está en las debilidades de las clases dominantes mexicanas y su relación con el pueblo. Entre 1824 y 1848 fueron incapaces, ni aun en los momentos más graves, de supeditar sus pugnas internas a las necesidades de la defensa nacional. Su terror al pueblo les impidió recurrir a él, incluso cuando su intervención era el único medio de resistir la agresión. Este es un periodo en el cual en México, el poder político cambia incesantemente de formas: imperio, república federal, república centralista, dictadura militar… Sin embargo, detrás de esa sucesión vertiginosa de decorados, existe una continuidad férrea de personajes. Las riendas económicas están en manos de la Iglesia, los grandes hacendados y los comerciantes y agiotistas más opulentos. Las políticas son en última instancia dominadas por la Iglesia, el ejército pretoriano, los caudillos y los políticos venales. Los culpables no son sombras cambiantes sino realidades estables. Actores cesarianos aprovecharon con virtuosismo los equilibrios inestables para medrar y enturbiar el ambiente. La vitalidad de la incipiente nación parecía haberse esfumado. La libertad recién adquirida había sido desperdiciada, la confianza en sí misma, perdida. La esperanza se depositaba cada vez más en un factor emblemático y mágico: el héroe carismático y providencial (Santa Anna). La agresión norteamericana que se volvió amenaza real a partir de la década de los veinte no encontró un digno rival. Las voces aisladas que señalaban el peligro con perspicacia y visión, sonaron precautorias, la fuerza capaz de despertar la conciencia y la energía de la nación, brillaban por su ausencia. El coronel Torrens, encargado de negocios mexicanos en Washington, señaló en 1823, dos años después de lograda la Independencia, que desde Nueva Orleans se promovía el establecimiento de norteamericanos en Texas para después justificar su anexión a Estados Unidos como se hizo en Baton Rouge con Luisiana. Para frenar la marea, una Comisión propuso la colonización de esas tierras con labradores pobres, soldados del ejército trigarante, presos españoles de la última expedición a México y europeos. Sugirió también vender tierras a mexicanos y concederles incentivos fiscales para que sus empresas pudieran prosperar. En 1827 salió de la ciudad de México una expedición militar y científica a Texas encabezada por el general Manuel Mier y Terán. Su informe señalaba los problemas de límites y la incapacidad del gobierno local para hacerse cargo de ellos; así como la ausencia de vigilancia militar. Sostenía además que la llamada “colonización” no era sino una avanzada de Estados Unidos. Uno de sus acompañantes, José María Sánchez Tapia, que poco después fue comandante de los estados internos de Oriente, señalaba que de esta “ha de salir la chispa que forme el incendio que nos ha de dejar sin Texas”. Alamán, que era en aquel entonces ministro, escribió a los gobernadores de los Estados norteños para que enviaran familias pobres que el gobierno federal ayudaría a establecer en Texas. En 1830, promulgó una ley que hizo depender del gobierno federal los asuntos de colonización, y prohibió la inmigración de colonos norteamericanos. Propuso crear una fuerza de 3 000 hombres con milicias de los estados vecinos para resguardar el territorio fronterizo en Texas. Esta advertencia y muchas otras así como las leyes, quedaron en el papel. Las iniciativas se mellaron en múltiples resistencias y nunca se transformaron en hechos. Las concesiones ilegales de tierras a los “colonizadores” norteamericanos, se multiplicaban en un ambiente de corrupción del cual se beneficiaron muchos funcionarios mexicanos que se asociaban a los norteamericanos. Miles de aventureros y prófugos del país vecino se aprovecharon de la falta de firmeza y honestidad en la aplicación de las leyes. Las restricciones impuestas por el gobierno mexicano fueron sistemáticamente violadas. Las zonas fronterizas y costeras prohibidas fueron ocupadas, la esclavitud floreció, las aduanas fueron burladas, y desde 1825 comenzaron a manifestarse las tendencias a la separación de México. Los gobiernos de los estados limítrofes no enviaron colonos y se negaron a prescindir de una parte de sus milicias para guarnecer los puntos estratégicos de la región en disputa. Tampoco hubo fuerzas en la sociedad civil capaces de generar corrientes migratorias o iniciativas en los estados limítrofes para extender su protección a Texas. La Iglesia, tan preocupada en la defensa de sus bienes terrenales, nada hizo para extender su acción a esa zona. El ejército, interesado exclusivamente en los problemas del poder en el Centro, no quiso hacerse cargo de la defensa de la frontera, pese a que contaba con importantes recursos pecuniarios y humanos. Mientras que mexicanos como Vicente Filisola, Miguel Ramos Arizpe y Lorenzo de Zavala se enriquecían con la especulación texana, no hubo otros capaces de organizar la colonización comercial con trabajadores y capitales nacionales. Texas no se perdió en un día, su conquista duró dos décadas. Cada concesión indebida, cada acto de cobardía, de corrupción, de debilidad, fueron leños que habían de alimentar el incendio del que hablaba José María Sánchez Tapia. La derrota de las fuerzas de Santa Anna y los vergonzosos tratados que firmó, no son sino la parte de un lento pero seguro proceso de claudicación. Lo que la anexión de Texas y la guerra de 1846-1848 significaron para la soberanía, se reprodujo casi idénticamente en la esfera económica, a través de las finanzas del país. Durante los primeros 50 años de su Independencia, México vivió la pesadilla de una deuda externa impagable, fuente de múltiples conflictos con Inglaterra y Francia, y finalmente de la intervención de 1862. Hacia 1820-1830, Inglaterra se encontraba en plena Revolución Industrial, y había acumulado capitales inmensos que no encontraban fácilmente oportunidades de inversión. En esas condiciones, los países latinoamericanos, recién liberados de la tutela de España, representaban una atracción tanto como receptores de empréstitos, como de inversiones en la explotación de sus recursos naturales. Las nuevas repúblicas, amenazadas por el peligro de un intento español de reconquista apoyado por la Santa Alianza europea, volvían sus ojos hacia Inglaterra en busca de apoyo y estaban interesados en comprometer a éste país en el mantenimiento de su independencia. El primer préstamo adquirido por el gobierno mexicano se debió tanto a las carencias de un erario en formación, como al deseo de comprometer a Inglaterra en el destino de su deudor. Un representante de la firma londinense Barclay, Herring, Richardson and Co., propuso al gobierno mexicano el suministro de 2.5 millones de libras. El contrato fue firmado el 18 de agosto de 1823. Casi simultáneamente un comerciante mexicano en Londres, Borja Migoni estaba gestionando un préstamo en la casa B.A. Goldschmidt & Co., que fue firmado en esa ciudad el 7 de febrero de 1824. El primero representó para el gobierno mexicano un ingreso de cerca de 8.5 millones de pesos y un compromiso de 16 millones; el préstamo Goldschmidt un ingreso de 6.4 millones y otro compromiso de 16 millones. Los dos empréstitos se colocaron en condiciones muy desfavorables, el dinero proveniente del préstamo Goldschmidt fue destinado en un 60% a cubrir gastos corrientes del gobierno; 18% se utilizó en el pago de un fraude realizado por un aventurero llamado Barry a nombre del gobierno mexicano. Otro tanto, en la compra de tabaco para restablecer el monopolio de ese producto y el resto en diversos renglones de menor importancia. Del préstamo Barclay, México recibió una cantidad muy inferior a la registrada inicialmente, debido a una serie de gastos inesperados. Además 1.5 millones de pesos se perdieron porque en 1826 la firma Barclay, Herring, Richardson y Co., quebró, sin haber pagado la suma total del préstamo. En los años 1825, 1826 y los dos primeros tercios de 1827, el gobierno de México pagó puntualmente los intereses y la amortización de la deuda. Pero a partir de octubre de 1827, dejó de pagar, iniciando así un largo periodo de insolvencia. Desde 1829, los poseedores de bonos ingleses se organizaron en un comité, cuyo representante en México negoció con el gobierno un acuerdo según el cual, los intereses no pagados se capitalizaban. Se inició así un largo vía crucis, en el cual la deuda crecería constantemente pese al pago intermitente de intereses que acabó siendo el pretexto de la intervención tripartita en México. Si a esto agregamos el dominio inglés de las importaciones mexicanas y sus inversiones en la minería de plata, el intento español de reconquista en 1829, la invasión francesa de Veracruz en 1838, el apoyo de la flota texana al intento del plan separatista de Yucatán en 1841, comprenderemos que apenas salido de la Colonia, México inició el frustrante camino de la dependencia, del cual aun no ha podido salir.

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