MÉXICO, D.F. (apro).- El Jefe pone la boca de la Mágnum en el centro mismo de tu frente.
–Ahora sí, Flaquito, te llevó la chingada. Que conste que te di chance.
–Míralo al güey –escuchas la voz ronca de un agente policiaco–, se está cagando. Qué valientes son estos mierderos comunistas. Si no es a traición, valen madre.
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Hacía tres, cuatro días, cómo precisar, Ramón había sido capturado por agentes de la Brigada Blanca cuando repartía ejemplares de Madera, el órgano de propaganda de la Liga Comunista 23 de Septiembre, en la zona fabril de Naucalpan, en el área conurbada de la ciudad de México.
Descendió al inframundo tan temido por los guerrilleros mexicanos. Desde que a golpes brutales lo subieron a una camioneta cámper, Ramón conoció el catálogo completo de la tortura policiaca. Nada dijo. El voto de silencio era sagrado. No lo rompió ni siquiera cuando a empujones y mentadas fue llevado al patio central del sombrío edificio, pura y helada piedra gris, de la Federal de Seguridad. Ahí estaba la Tita, con la frente estrellada por el tiro de gracia. Desnudos, amoratados, igualmente muertos a tiros, yacían El Guerra y el más joven de la brigada de propaganda de la Liga, Ernesto.
A punto de la náusea, Ramón se volteó y trató de retirarse. Brazos de hierro lo retuvieron. Los agentes lo obligaron a identificar los cadáveres de sus compañeros, uno a uno, lentamente. A puñetazos y patadas lo regresaron al sótano donde nuevamente lo sometieron a las torturas de un interrogatorio que resultaba cansado incluso para los torturadores. Fue después de esa sesión cuando le anunciaron que de él se encargaría personalmente el Jefe.
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Estás sentado frente al escritorio de caoba del Jefe, a la vista la hilera de aparatos telefónicos y de frente también, centrada en la pared, la enorme foto de un tigre de Bengala, símbolo de la Dirección Federal de Seguridad.
El Jefe termina una llamada, cuelga el auricular, y moviendo lentamente su cuerpo bajo, pesado, rodea el escritorio para detenerse ante ti. Toma tu barbilla con sus manos suaves, y te obliga a verte en sus ojos verde pálido. Te da un golpe leve con los nudillos del puño derecho.
–Háblame, hijo, háblame de ti. Háblame de tu hermana, a la que tanto quieres… –te dice envuelta la voz en terciopelo.
Por las ventanas penetra la luz fulgurante de la mañana invernal. Dos o tres agentes van y vienen silenciosos en torno tuyo. El Jefe te pone la mano sobre el hombro. Acaricia tu cuello, lo aprieta apenas y lanza un suspiro. De pronto parece recordar algo, regresa ante el escritorio, abre un cajón y levanta una cuartilla blanca.
–Mira qué linda carta –dice, con una sonrisa abierta–. Se la escribiste a tu hermana. Escucha: “Cecilia: ¿Te acuerdas hace un tiempo que dije que me ahogaba, que no podía más, que los muchachos me exigían una decisión? Creo que ya la tomé. Esto no tiene vuelta, no hay más que las armas, aunque te parezca idealista. No sé si tengamos oportunidad de hacer algo importante, algo que realmente contribuya a cambiar a este país. Lo que sí sé es que si no me voy con ellos nada tendrá sentido en mi vida. Total, lo peor es morir a balazos o ser torturado por esos hijos de la chingada. Lo mejor es que alguien, tú por ejemplo, me recuerde, nos recuerde en este esfuerzo por acabar con la injusticia”. Tienes buen estilo, mi Flaco, hasta a mí me emocionas. Cuánto más a tu hermana. Y a tu madre. Por cierto, sería muy fácil que las volvieras a ver. Dame el domicilio de una de las casas de seguridad del Piojo. De una sola. Bastaría con eso. A nosotros tú ya no nos sirves. Sálvate. Vuelve a abrazar a tu hermana y a tu mamá. Te aseguro que después todo quedará en el olvido. Te lo juro.
A través de tus párpados entrecerrados, abultados como los de un boxeador diez rounds después, observas al Jefe. Por tu mente pasa todo lo que tus compañeros comentaban acerca del personaje que encabeza la lucha contra los llamados grupos subversivos. Estás desconcertado. Nadie aludía a su voz aterciopelada, ni a la suavidad de unas manos que ahora te tocan las mejillas, como caricias, tu frente adolorida, tus labios amoratados.
–Mira güey, aquí Juan Manuel ya sabe quién es tu jefe inmediato y dónde está ahora. Pero quiero que tú nos ayudes a localizar al mero mero, al Piojo. Carajo, no necesitas más para salvar el pellejo...
De improviso, el peso brutal de un puño en el esternón te aplasta contra el respaldo de la silla. Sientes que te ahogas, que sobreviene el vómito, el vómito que no llega porque nada tienes en el estómago.
–Tan fácil que sería evitarte esto –dice el Jefe, mientras se frota los mismos nudillos con los que antes casi te acariciaba.
Levantas la cara. Te asomas a los ojos acuosos del Jefe.
–Tengo sed –musitas.
Como relámpago, uno de los agentes te arroja un vaso de agua en el rostro y exclama:
–Toma, ¡lámete cabrón¡ Y habla, hijo de la chingada o te lleva el carajo. Ya viste los cadáveres de tus pendejos compañeros. Habla ya…
–No le hagas al mártir –interviene de nuevo la voz pausada del Jefe–. Un mártir tiene ideales. Ustedes sólo quieren armar desmadre. ¿Mártires? Mártir el Che Guevara. Ese sí tenía güevos. Mira Flaco, porque te dicen Flaco, ¿no? Mira Flaco, lo sabemos todo de ti. Que naciste aquí, que estudiaste en el CCH, que tu padre abandonó a tu mamá y a los cuatro hermanos que son ustedes, que saliendo del CCH te metiste en esta onda, que perteneces a la brigada de propaganda de la liga de mierda, que eres bien cercano al Piojo y que sabes dónde está. Es más, has tenido diferencias con él. Te echaste, y dime si no, dos que tres de mis agentes y bastaría con eso para darte en la madre. Pero te ofrezco la oportunidad, carajo, dime dónde está el Piojo y te salvas, qué más te da, carajo.
Percibes el aroma a loción fina que desprende el rostro del Jefe, a unos cuantos centímetros de tu cara. Sus ojos clavados en los tuyos. Todo lo que te dijo es rigurosamente cierto.
–Ya me cansaste, pinche Flaco. De cualquier manera alguien cantará y agarraremos al Piojo. Ve diciendo tus oraciones… ¿O no? Porque así son ustedes, muy comunistas pero terminan encomendándose a diosito.
El Jefe toma una pistola de encima del escritorio. La reconoces. Es una Mágnum .380. Observas cómo la acaricia y cómo atenaza la culata con la mano derecha.
Los agentes se acercan. Uno de ellos, a quien el Jefe ha llamado Juan Manuel, de pelo rizado negro y bigote recortado, aspira su cigarrillo, exhala y el humo se ilumina a contraluz de una ventana que enmarca el azul pálido del cielo.
–Grita que vas a hablar, cabrón, grita, güey, no seas pendejo –te escupe Juan Manuel.
De haber querido, habrías sido incapaz de emitir palabra alguna. Sientes que el alma se te atraviesa en la garganta: un nudo imposible de deshacer. No puedes contener las lágrimas. No piensas. Cierras los ojos y escuchas apenas la respiración pausada del Jefe.
–Bueno, Flaquito, adiós –dice el Jefe–.
Adviertes con espanto que los esfínteres se te aflojan y que emana de tu cuerpo un repulsivo olor a mierda, aprietas los párpados aún más, crees imaginar el más allá, y no, no, no te arrepientes de nada…
Con la boca del cañón en tu frente, tensos los músculos y los nervios del brazo, fundidos la palma y los dedos de la mano derecha con la culata de la Mágnum, Miguel Nazar Haro aprieta el gatillo.
En el silencio de la habitación escuchas, multiplicado contra los muros, el inconfundible tronido seco de un disparo sin cartucho. l
* Texto extraído del libro inédito Los años sucios.