Orozco: En vez de la Conquista, el Apocalipsis

jueves, 1 de marzo de 2012 · 20:29
La anunciada restauración de las pinturas de José Clemente Orozco en la iglesia de Jesús Nazareno, donde están depositados los restos del conquistador Hernán Cortés, sirve a la crítica de arte Raquel Tibol para rescatar la historia de su factura, primero como consecuencia de los roces que el artista tuvo con los magistrados de la Suprema Corte de Justicia, cuando el entonces presidente Lázaro Cárdenas ordenó que Orozco pintara sus muros, y después, al solicitársele que realizara en la iglesia una justificación de la conquista; en lugar de ello, levantó en bóveda y paredes, aunque no la concluyó, una de sus obras más “enigmáticas”: la del Apocalipsis. MÉXICO, D.F. (Proceso).- Se ha comunicado que en el curso de este 2012 se iniciará la restauración de los frescos de José Clemente Orozco en la iglesia de Jesús Nazareno. Según el decreto de diciembre de 1946 deberá ser el Instituto Nacional de Bellas Artes (a quien corresponde velar por el buen estado del arte del siglo XIX al presente) el que se encargue de vigilar que las complejas tareas se realicen con el mayor cuidado, para no deformar ninguno de los aspectos de una de las composiciones estéticamente más avanzadas y complejas de Orozco. Para comprender el estado de ánimo del artista es indispensable evocar algunos antecedentes. Fue el presidente Lázaro Cárdenas quien ordenó a la Dirección de Bienes Nacionales a fines de 1940 que firmara un contrato con el muralista para que pintara al fresco 462 metros cuadrados en el nuevo edificio de la Suprema Corte de Justicia, situado a un lado de la Plaza Mayor, al sur del Palacio Nacional. Las pinturas se ubicarían en la sala de pasos perdidos, sala de plenos y cuatro salas de audiencia. Por esa labor el artista recibiría 55 mil 440 pesos. Según el contrato los trabajos deberían iniciarse el 1º. de enero de 1941. Intuyendo Orozco que el siguiente gobierno, el del general Manuel Ávila Camacho, no aceptaría la rudeza de un expresionismo de temática pública y radical, comenzó los frescos el 17 de octubre de 1940, avanzando 150 metros cuadrados en la sala de pasos perdidos. Arriba de la escalera de entrada representó una clara interpretación del artículo 123 de la Constitución de 1917. En primer término una amplia bandera roja en la parte inferior; a la derecha de la misma yace un cuerpo desnudo de espaldas; otras dos figuras humanas se retuercen, mientras sus cabezas conforman una sola. Otras figuras se agrupan para significar que la revolución obrera está viva para defender los derechos del proletariado. En los tableros laterales la justicia, ya sea con hacha o con rayo de fuego, castiga a los malvados y a los usurpadores del poder; aunque la justicia es endeble y sin dignidad debido a los jueces corruptos que castigan a los miserables reprimiéndolos con todo tipo de perversiones. El disgusto de jueces y autoridades del nuevo gobierno no se hizo esperar. Los que a sabiendas ignoraban las ilegalidades y propiciaban las mediatizaciones, clamaban porque se borraran las ofensas a las “sagradas” instituciones. Para evitar un escándalo de alcances internacionales, el 17 de abril de 1941 se modificó el contrato y se acordó que los restantes 331.72 metros cuadrados, cumpliendo con el pago establecido, se pintaran en otro edifico. Los censores, con la anuencia de Orozco, se decidieron por la iglesia de Jesús Nazareno, situada en la calle de República de El Salvador. Pero no se trataba de abrir la puerta y entrar, había que entenderse primero con la Sociedad de Estudios Cortesianos, la cual sesionaba en un salón del hospital anexo. Entre sus miembros se contaban: Edmundo O’Gorman, Manuel Toussaint, Justino Fernández, Salvador Toscano, José Rojas Garcidueñas, Carlos Sánchez Navarro, Gonzalo Castañeda, José Miguel Quintana y Rafael García Granados, quien entonces ocupaba el cargo de presidente. En el curso de la junta del 29 de agosto de 1941 García Granados confesó: “No me gusta la pintura de Orozco”, por lo mismo no lo emplearía para que decorara su casa, pero no lo desecharía para decorar un monumento nacional como la iglesia de Jesús. El tema que por unanimidad se le solicitó era la glorificación y justificación de la conquista española de México. Orozco contestó que él ya había representado a Cortés en la Escuela Nacional Preaparatoria y en el Hospicio Cabañas de Guadalajara con admiración y respeto. Se le solicitaron bocetos, a lo que Orozco respondió el siguiente 31 de octubre: “Al problema de la conquista de México hay que acercarse con verdadero espíritu crítico, con respeto y serenidad.” Y agregaba: “No es posible hacer el ‘boceto’ de una sinfonía, ni de un soneto, que son meras aventuras del espíritu. El hecho de poner límites y condiciones sería la negación absoluta de la obra que pretendiera hacer. El problema de las relaciones entre la pintura mural y la arquitectura, sólo puede ser resuelto directamente sobre le terreno y en el momento mismo de la ejecución. Son tantos los elementos que entran en juego: proporciones, distancia, luz, tonos, color, ambiente, etc., que no es fácil en modo alguno prever de antemano el resultado final.” Lo cierto es que Orozco no quería componer algo referido a la conquista de México por España. Sin consultarlo con la Sociedad de Estudios Cortesianos se lanzó con una fuerza anímica enorme que alimentaba una inventiva pictórica diferente a todo lo que había ejecutado anteriormente. El asunto que eligió fue una alegoría del Apocalípsis, inspirándose en el libro de San Juan. En la enigmática pintura se mezclan sarcasmo, angustia, irritación; lo angélico y lo demoníaco, la guerra y la ramera apocalíptica. Iniciados los frescos en agosto de 1942, debido a otros compromisos el pintor interrumpió en enero de 1944, mas nunca regresó a concluirlos. Las zonas decoradas fueron bóvedas y muros; lo más elaborado es el coro y la primera bóveda de la nave. Es en el coro donde arranca la amarga composición: una deidad aparece rodeada por seres humanos alados. Uno de estos ángeles ata al Demonio, otro desata a Satán que simboliza el dolor humano. Una filosa espada asoma por la boca de la deidad. Al ser amarrado el Diablo retuerce su cuerpo monstruoso. Su cabeza cae al suelo, mientras las patas con sus garras se levantan, dejando ver un sexo en forma de cabeza quizás humana. Satán es representado en forma multidimensional en actitudes que van del espanto al horror. En el muro del fondo unas telas conforman una figura de mujer, en cuyo regazo se acurrucan dos cuerpos tan inmateriales como el primero. Los cuerpos no existen, hay que imaginarlos. La figura del hombre sí tiene presencia y un rostro que muestra un intenso y antiguo dolor, aunque Orozco ha cuidado la suavidad del trazo para evitar que resaltara con violencia. Además en el colorido hay un constante equilibrio entre lo brillante y lo opaco. En la bóveda próxima al coro, montada en una bestia blanca que galopa erizada de púas, con su manto por los aires, emerge concupiscente la ramera apocalíptica, que riendo cínicamente levanta una copa para brindar por los martirios y las fornicaciones. Muerte, desgracias, plagas, sufrimientos, horrores. La humanidad de este tiempo ha sido humillada, destrozada, mutilada. Un jinete macabro, con casco metálico cae del caballo. Otro jinete siniestro, montado en caballo negro, empuña un arma mortífera. Otro jinete, igualmente monstruoso, va atravesando con su espada cuerpos desnudos. Un caballo amarillo, símbolo de la peste, deja caer llamas sobre cuerpos que se retuercen. Hay figuras esqueléticas, sin que falte el decapitado. En el centro de todo, con cabellos y barba blancos, esclavizado con cadenas de hierro que vuelan por los aires recalcando sus padecimientos que no conocerán un final. “Las pinturas de Orozco en el templo de Jesús –escribió Justino Fernández en su monografía Forma e idea– merecen y requieren larga observación y meditación. Nunca fue su expresión más libre y controlada, más sabia y genial. El sentido dinámico de estas pinturas es patente y singular, pues no sólo el movimiento está conseguido en la concepción sino en la exigencia a que el espectador se ponga en movimiento, física y espiritualmente para captarlas. El colorido violento y sombrío es la clave del lenguaje con que Orozco nos habla, dando alma y vida a los volúmenes, a las formas tridimensionales, que como meteoros transitan en el espacio arquitectural.” Esto último lo entendieron los miembros de la Sociedad de Arquitectos Mexicanos, quienes en junio de 1942 lo nombraron arquitecto Honoris Causa. Las primeras fotografías de este monumento pictórico las tomó Luis Márquez a principios de 1944, bajo la mirada atenta de Justino Fernández, cuya amistad con Orozco se había hecho más estrecha desde el principio de esa década y rubricada con el retrato que le hizo en 1942. El 1° de abril de 1944 dio otro paso para demostrar su afecto: le regaló a Justino un gran dibujo (90x120 cm) de la ramera apocalíptica, que le había prometido un año antes, cuando el crítico alabó con sincero entusiasmo un pequeño boceto para la bóveda del templo de Jesús. Cierto día en que Fernández visitó el estudio de la calle Ignacio Mariscal, Orozco no tardó en decirle: “Mire lo que le hice”. Grande fue la conmoción de Justino cuando tuvo frente a sus ojos, en una excelente hoja de papel italiano, en tonos rojizos y negros, la imagen de la ramera apocalíptica montada sobre la fiera de siete cabezas, llevando en una mano la copa de la concupiscencia, para embriagarse con la sangre de mártires y santos. Ahora, cuando se emprenderá la restauración de los frescos de la iglesia de Jesús Nazareno, es de esperarse que el equipo que ejecute tan difícil cuan compleja aventura, trate de no alterar en lo más mínimo una de las obras murales más profundas, enigmáticas e indudablemente contemporánea.

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