Historia de "Adriana": pobre, niña e indígena

miércoles, 14 de marzo de 2012 · 12:28
La familia de Adriana llegó desde Oaxaca a Guadalajara huyendo de la pobreza. La adolescente dio un importante paso: ingresó a la escuela, pero a punto de concluir el sexto grado desapareció. Para la psicóloga y activista por los derechos humanos Belinda Aceves, que la conoció, lo más probable es que haya sido vendida o cedida por la familia a cambio de una dote, según una arraigada costumbre de la Sierra Mixteca. GUADALAJARA, JAL. (Proceso).- Adriana es el nombre ficticio de una adolescente real de 13 años, que en noviembre pasado salió de la escuela Niño Artillero, de la colonia Ferrocarril de Guadalajara, pero no volvió a su casa. Lo más probable es que haya sido vendida o “casada” por la fuerza con un hombre que tiene cuatro o cinco veces su edad. Tenía justamente los años en que algunas muchachas de San Martín de las Peras, Oaxaca –de donde proviene Adriana–, son ofrecidas por sus familias a cambio de una dote que varía mucho (entre 8 mil y 10 mil pesos). Es una costumbre que comparten algunas comunidades indígenas de la Sierra Mixteca. Hace cinco meses Adriana dejó de acudir a la escuela, donde cursaba el sexto grado. Desde entonces no se sabe de ella, pero familiares, maestros y autoridades educativas, que conocen este caso y otros parecidos, prefieren no hablar para evitar meterse en problemas, denuncia la psicóloga Belinda Aceves Becerra, de la Academia Jalisciense de los Derechos Humanos (AJDH). Dice que la adolescente tenía cerca de cinco años de residir en esta colonia del Sector Juárez de Guadalajara y cuatro de asistir a la mencionada primaria. La madre de Adriana perdió la vida en su intento de cruzar ilegalmente la frontera de Estados Unidos por el desierto de Baja California. Al buscar a la familia de Adriana por la calle Ganso, de la colonia Ferrocarril, el reportero no reconoce su ciudad. Por aquí nadie quiere hablar con desconocidos. Un hermano de la muchacha confirma el dato de su desaparición y el de la muerte de su madre, pero se niega a decir más. Sólo una niña de nueve años identificada como su hermana responde algunas palabras a pesar de todo. –¿Cómo se fue tu hermana?¿Tú la viste? ¿Ella sola desapareció o qué pasó? –se le plantea. –No, lo que pasa es que mi papá se la llevó. Mi papá nos dijo que iba a regresar el lunes, pero no era cierto, ella ya nunca volvió. –¿Cómo te sientes al pensar que ya no tienes a tu hermana? –No sé, a veces la extraño mucho –dice para cerrar la conversación. Los ojos de la niña evaden la mirada del reportero. No es para menos, si se considera que ella misma vive el mismo riesgo que Adriana, como observa una mujer adulta que conoce del caso. Por ese rumbo predominan las casuchas improvisadas. Generalmente el baño consiste en una letrina donde a duras penas cabe una persona y su entrada es cubierta por una cortina o una bolsa negra de plástico. No existen las divisiones: la recámara es parte de la cocina y del comedor; los alimentos se sirven sobre una destartalada mesa, aunque en casi en todas las viviendas hay refrigerador, estufa y televisión, que les regaló el DIF Jalisco. En una de las viviendas llama la atención una bolsa de plástico transparente que pende de un hilo clavado al techo. Es el lugar más seguro posible para guardar los dulces y los chicles que los niños venden en los cruceros durante el día. “Hay veces que las ratas se tragan lo chicles y por eso los ponen ahí”, dice uno de los pequeños comerciantes. Suele verse también en muchas casas montones de ropa en desorden, como si quienes la usan acabaran de desempacarla o ya se alistaran para meterla en una bolsa para irse en unas horas. En la calle corretean gallinas enanas y perros callejeros. Aquí hacen su vida como pueden cientos de mixtecos, otomíes e integrantes de otras etnias. Esta es la colonia donde se tramó el destino de Adriana La vida en el gueto La psicóloga Belinda Aceves explica que la pequeña Adriana se “esfumó” igual que muchas otras adolescentes, que son vendidas por sus propios familiares: “No quiero creer que esto que le pasó a la niña pueda ser en realidad un acto inhumano de compraventa. Entiendo que el asunto es muy delicado y que ninguna autoridad educativa o Ministerio Público quiere entrarle, porque está la familia de por medio. El fenómeno habla de un movimiento de niñas que se intercambian como si fueran cosas o animales. Por desgracia todo eso se arrastra desde sus comunidades, en una acción tutelada o impulsada desde el interior del seno familiar, en el llamado apartado de usos y costumbres”. No es el primer caso, asegura: “Sabemos, porque así nos lo han comentado, y por boca de los propios parientes, que en ocasiones las jovencitas son ofrecidas en cifras que pueden ir de 8 mil hasta 100 mil pesos, y que es una suma que se paga por la dote. Esta situación permite entrever un submundo que saca a flote la violación a los derechos de los niños y las niñas, en medio de un problema que contraviene todos los tratados internacionales firmados por México en pro de la infancia”. Para muchos migrantes, dice la entrevistada, la capital jalisciense es “el pequeño norte”, ya que decenas de familias huyen de la miseria en sus comunidades de origen en estados como Oaxaca, Michoacán, guerrero o el Sureste del país. Así llegan a distintos lugares de la zona metropolitana de Guadalajara: “Ahí encuentras a quienes dejan sus pueblos y pretenden llegar a Estados Unidos, pero que se atoran y se quedan aquí. Luego descubres que sus casas son a final de cuentas el mejor retrato de sus vidas, siempre improvisadas y hundidas en la más grande de las miserias. “Llegas a esa viviendas y en efecto hay un refrigerador que les donó el DIF, pero el aparato es un adorno porque en su interior sólo encuentras una Coca-Cola, unos cuantos jitomate y dos o tres huevos. No tienen más comida, esas familias llevan la vida al día y los alimentos se consiguen a partir del trabajo callejero que hacen los adultos y los niños. Esto explica por qué la colonia Ferrocarril es un gueto. Los policías no entran aquí porque tienen miedo, y algunos maestros de primaria truenan porque sus alumnos huelen mal, asisten de manera irregular a las clases, los grupos tienen alta deserción, los niños no aprenden y están llenos de piojos. “Adriana es un caso representativo de lo que se vive en la zona. A partir de la información que tenemos en la AJDH, le digo que hay cuando menos otras 15 niñitas que estarían en riesgo de enfrentar la misma suerte. Además detectamos que en la zona metropolitana de Guadalajara hay cuando menos 2 mil infantes, entre niños y niñas indígenas, que viven en las colonias Ferrocarril, en San Juan de Ocotán (Zapopan), en San Martin de las Flores (Tlaquepaque), en Tonalá y en el Retiro (Guadalajara)”. La mayoría de los indígenas son excluidos del desarrollo de la gran metrópoli y tienen problemas para insertarse en la educación formal, en medio de la discriminación sutil o brutal, sostiene la psicóloga. El primer punto de contacto de los indígenas con ese entorno hostil es la escuela pública: “Ahí ellos descubren que no son bienvenidos y que, si acaso encuentran espacios disponibles, tienen el problema de la falta de intérpretes, porque sólo hablan su dialecto o idioma original, o que no hay traductores. A los maestros les molesta que vayan sucios, que no lleven el uniforme. “Como psicóloga, para mí lo importante es presentar un caso como el de Adriana para denunciar todo el fenómeno. Lo grave, lo denigrante para nosotros como sociedad es que esto, que le pasa a la niña, ocurre en una franja de ciudad donde los derechos de los infantes son letra muerta, los menores de piel oscura viven procesos de exclusión y la problemática que se detecta en lo social y en lo educativo ocurre en la segunda ciudad más importante de México, a menos de cuatro kilómetros de distancia del centro, a 15 minutos del lugar en donde se ubica la presidencia municipal de Guadalajara o el Palacio de Gobierno ”. Relata que hace menos de cinco años la zona fue visitada por Emilio González Márquez “cuando él era candidato del PAN al gobierno de Jalisco. Entonces tuvo la ocurrencia de tocar a la puerta de la casa de una familia indígena para estar bajo el techo de un hogar pobre, quiso sentir qué significaba habitar en la colonia Ferrocarril. Pero al paso del tiempo se olvidó de todo. Hoy ya no recuerda el día que intentó dormir y desayunar como pobre”. Justamente es este olvido el que combate la entrevistada: “El tema es una historia que nos debería quemar la cara de vergüenza, porque ocurre a un lado de la zona industrial, muy cerca de donde se concentran varios de los más grandes medios de comunicación y de donde se ubica el principal mercado de abastos del centro-occidente del país, la central que surte de productos agrícolas a varios estados del norte. Esto duele en el alma y por ello me atrevo a denunciar la situación que ocurre contra los indígenas, en especial porque este problema golpea a las mujeres, concretamente a jovencitas como Adriana”. Discriminación profunda Asegura que la sociedad mexicana todavía es renuente a visualizar lo que significa ser menor de edad y ser indígena: “Seguramente el hombre que se quedó con Adriana ya descubrió que es una niña, que sabe poco del mundo de los adultos, que no se le da la lectoescritura, que no conoce las sumas de dos cifras y no sabe dividir o multiplicar”. Por desgracia, señala, algunos tecnócratas piensan que su falta de destreza es discapacidad intelectual “o que los conocimientos de los niños indígenas sólo pueden ser medidos por una prueba psicológica llamada Wisc-RM Weschler, sin tomar en cuenta el grave factor de discriminación y exclusión contra ellos”. Por eso Aceves cuestiona: ¿en qué indicador dentro de los tabuladores establecidos por la Secretaría de Educación sale retratada la escuela de Adriana? ¿Dónde se describen las condiciones en que ella asistía a clases? “Que me digan cómo les explico a mis compañeros del sistema educativo que nuestros planteles son grises y sombríos, que no hay material y que hasta hace poco faltaban sillas para sentar a los niños”. Por desgracia, dice, la discriminación “corre por la estructura mental de muchos de los que somos maestros. ¿Cuántos no hablamos ni diez palabras de mixteco o de cualquier otra lengua?, ¿cuántos no entendemos que los niños indígenas que llegan a nuestras escuelas se ven obligados a soportar a un profesor que se la pasa cinco horas hablando en español?” Cita el caso de una niña de primer grado cuyos familiares la llevaban a clases con la ropa mojada con tal de cumplir con el requisito del uniforme: “Nunca olvidaré en mi vida la carita de la niña que descubrí llegando a clases antes de las ocho de la mañana, en pleno temporal de fríos, con todo el uniforme empapado, porque la familia entendía que de esa manera la niña era igual a sus compañeritas. Desde entonces me quedó claro que un uniforme seco o mojado no garantiza el hecho de que el maestro logre entender las necesidades afectivas de una niña mixteca y también me queda claro que la ausencia de Adriana es un asunto que hay que denunciar para obligarnos a poner los pies sobre la tierra”. Afirma que a ella la problemática de la comunidad indígena le sirvió para entrar en contacto con Adriana. “Ella duró cuatro años en la escuela; aquí la conocí y aprendí a quererla. Desayunábamos juntas, el menú eran frijoles aguados o tacos de soya, con la tortilla del número tres. Después descubrí que la tortilla tiene niveles y calibres, y que la número diez es la que usan los birrieros” (las más gordas). “Adriana me buscaba durante el recreo para que le prestara los juegos que yo uso en las dinámicas escolares; ella siempre me pareció una niña muy tierna que me decía: ‘Maestra, hace unas semanas me di cuenta que a la chiquita se la llevaron engañada a su pueblo de origen y que la casaron con un hombre mayor, creo que de 65 años, y le dijeron que iba a ir a cuidar a su abuelita a Estados Unidos y que ganaría mucho dinero, pero que no era cierto’”. La Secretaría de Educación Jalisco tiene definido un perfil para atender a niñas o niños con Necesidades Educativas Especiales (NEE), pero todo ese esquema es sólo un discurso ante la realidad que enfrentamos; no se atiende qué pasa con las niñas a las que su propia familia vende. Este problema se escapa de las manos de las autoridades, porque cuando saben que por cualquier razón el niño o la niña ya no va a clases sólo, se le llama a su casa cuatro o cinco veces. Ahí queda todo”. Belinda Aceves aclara que hay menores indígenas a quienes sí les va bien en los planteles públicos, así como maestros que han tenido la sensibilidad necesaria para entender el problema. “La crítica que ofrezco es con el ánimo de defender y fortalecer el trabajo que se hace desde la escuela pública, misma que carece de material y de recursos adecuados. Entiendo que esta es la opción para atender a los niños que ahora salen del estado que vio nacer al expresidente Benito Juárez, un indio mixteco, igual que Adrianita. “Me llena de orgullo tener el contacto con esta comunidad y me siento convencida de que la escuela pública fortalece la democracia, los derechos y la justicia a pesar de sus fallas o de las terribles cosas que conocemos a través de ella”, concluye la psicóloga.

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