Buscando a Óscar... y a la justicia

martes, 5 de junio de 2012 · 19:52
Óscar Ramírez Castañeda vivía en Estados Unidos con su esposa e hijos cuando recibió la noticia: era un sobreviviente de la matanza en Dos Erres, poblado que el ejército guatemalteco arrasó en diciembre de 1982; un teniente de los kaibiles –a quien consideraba su padre– lo había secuestrado después de que éste y sus compañeros asesinaron a su madre, a sus ocho hermanos y a cerca de 250 habitantes de ese poblado. Ana Arana, directora de la Fundación MEPI, y Sebastian Rotella, reportero de ProPublica –organizaciones dedicadas al periodismo de investigación– reconstruyen la historia de Óscar y de esa masacre en un extenso reportaje, del cual Proceso reproduce extractos. MÉXICO, D.F. (Proceso).- La llamada de Guatemala puso a Óscar en guardia. “Unos fiscales vinieron a buscarte”, le dijeron familiares de su pueblo. “Son gente influyente de Ciudad de Guatemala. Quieren hablar contigo”. Óscar Alfredo Ramírez Castañeda tenía mucho que perder. A pesar de que vivía sin documentos en Estados Unidos, a sus 31 años había logrado crear una vida estable. Tenía dos empleos de tiempo completo para mantener a sus tres hijos y a su mujer, Nidia. Se habían establecido en una casa pequeña pero alegre en Framingham, un barrio obrero de Boston. Óscar generalmente se esforzaba por mantenerse lejos de las autoridades. Sin embargo, llamó a la fiscal de Ciudad de Guatemala. Ella le dijo que quería hablar de un tema delicado sobre su niñez y de una masacre ocurrida durante la guerra civil de Guatemala. Prometió explicarlo todo en un correo electrónico. Días después, Óscar se sentó frente a su computadora en su sala repleta de juguetes, trofeos de escuela, fotos de familia, un crucifijo y recuerdos de su país. Había llegado a casa tarde, después del trabajo, como siempre. Nidia, con siete meses de embarazo, descansaba en un sillón cercano. Los niños dormían arriba. Los ojos verdes de Óscar miraron la pantalla. El correo había llegado. Respiró profundo y dio clic. “Usted no me conoce”, empezaba. La fiscal decía que estaba investigando un episodio violento de la guerra, un caso que la había afectado profundamente. En 1982, una patrulla de comandos especiales había asaltado el pueblo de Dos Erres y había masacrado a más de 250 hombres, mujeres y niños. Dos niños pequeños que sobrevivieron fueron robados por los comandos. Veintinueve años después, 15 desde que la fiscalía había empezado su búsqueda de los asesinos, la fiscal había llegado a la conclusión de que Óscar era uno de los niños secuestrados. “Yo tengo conocimiento que usted fue muy querido y bien tratado por la familia con quienes se crió”, escribió la fiscal. “Yo espero que todo esto que le estoy contando usted tenga la suficiente madurez para asimilarlo de una manera adecuada, yo lo hago de su conocimiento con base en el derecho a saber la verdad que tienen todas las personas víctimas de violaciones a los derechos humanos. “El punto, Óscar Alfredo, es que usted, aunque no lo sabía, fue una víctima de ese triste hecho que le comento, al igual que ese otro niño que le cuento que encontramos, así como los familiares de las personas que fallecieron en ese lugar”. Para entonces, Nidia leía por encima de su hombro. La fiscal dijo que podía acordar una prueba de ADN para confirmar su teoría. Le ofreció un incentivo: ayudar a Óscar con su proceso migratorio en Estados Unidos. “Esta es una decisión que usted debe tomar”, escribió. Óscar repasó imágenes de su niñez rápidamente en su cabeza. Se esforzó por relacionar las palabras de la fiscal con sus propios recuerdos. No conoció a su madre, tampoco su padre, quien nunca se casó. El teniente Óscar Ovidio Ramírez Ramos había muerto en un accidente cuando él apenas tenía cuatro años. La abuela de Óscar y sus tías lo habían criado inculcándole un profundo respeto hacia su progenitor. Según la familia, el teniente había sido un héroe. Se graduó como el primero en su clase, se convirtió en un soldado de élite y había ganado medallas en combate. Óscar atesoraba la boina militar roja y su añejo álbum de fotos. Le gustaba hojear las imágenes que mostraban a un oficial fornido de sonrisa joven, en un tanque, cargando la bandera. El sobrenombre del teniente era un diminutivo de Óscar: Cocorico. Y Óscar se llamaba a sí mismo Cocorico Dos. Si las sospechas de la fiscal eran correctas, Óscar no sabía quién era. No era el hijo de un honorable soldado. Era la víctima de un secuestro, un trofeo de batalla, la prueba viviente de una masacre (…) La matanza El otoño de 1982 fue tenso en Petén, una región al norte de Guatemala, cerca de México. Las tropas militares en la zona combatían al grupo guerrillero conocido como las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR). La campaña de contrainsurgencia alrededor de la nación era metódica y brutal. El dictador Efraín Ríos Montt, un general que había tomado el poder después de un golpe de Estado en marzo de ese año, arrasaba con poblados rurales sospechosos de alojar y proteger a los rebeldes. Aunque habían ocurrido enfrentamientos cerca de Dos Erres, la aldea estaba escondida en un área remota y selvática y era relativamente tranquila. Había sido fundada apenas cuatro años antes, mediante un programa de reparto agrario del gobierno. A diferencia de las áreas donde los rebeldes reclutaban agresivamente entre los indígenas del país, los habitantes de Dos Erres eran principalmente ladinos (guatemaltecos de ascendencia blanca e indígena). Las 60 familias que vivían en este terreno muy fértil cultivaban frijol, maíz y piñas. Los caminos no estaban pavimentados, pero había una escuela y dos iglesias, una católica y otra evangélica. El nombre del pueblo, Dos Erres, homenajeaba a sus fundadores: Federico Aquino Ruano y Marcos Reyes. El encargado militar de la región, el teniente Carlos Antonio Carías, pidió que los hombres de Dos Erres participaran en una patrulla de autodefensa civil armada de la base militar ubicada en el pueblo de Las Cruces, localizado a unos 11 kilómetros de distancia. Los hombres de Dos Erres se resistían a hacerlo. Preferían ser parte de una patrulla que protegiera a su comunidad. El teniente Carías tomó a mal esta posición de los residentes. Se tornó agresivo y acusó a la gente de Dos Erres de refugiar a guerrilleros. Prohibió a los habitantes que participaran en las ceremonias de juramento a la bandera, y, como evidencia de su supuesta traición, mostró a sus superiores un costal de cosecha inscrito con las iniciales FAR, alegando que se trataba de la insignia guerrillera. En realidad, el costal pertenecía al cofundador de la aldea, Federico Aquino Ruano, y eran sus iniciales. En octubre, el ejército sufrió una humillante derrota en la cual guerrilleros mataron a un grupo de soldados y robaron alrededor de 20 rifles. A principios de diciembre, inteligencia militar indicó que las armas robadas estaban en el área de Dos Erres. El ejército envió a sus comandos especiales, los kaibiles, a recuperar las armas y a darles a los habitantes un castigo (…) El plan era encubrir la identidad de los invasores. El 6 de diciembre de 1982, en una base en Petén, se formó un escuadrón de 20 kaibiles disfrazados como guerrilleros, con camisetas verdes, pantalones de civil y brazaletes rojos. Cuarenta efectivos uniformados que los acompañarían tenían órdenes de apoyarlos con un cerco de seguridad y evitar que alguien entrara o saliera. Todo lo que sucediese en Dos Erres se responsabilizaría a la izquierda. Las tropas salieron a las 10 PM en dos camiones civiles. Condujeron hasta la medianoche. Después incursionaron durante dos horas por la densa y húmeda selva. Eran guiados por un guerrillero cautivo obligado a participar en la misión. A las afueras de la aldea, el escuadrón de ataque se desplegó como siempre: por grupos de asalto, municiones, apoyo de combate, perímetro, y mandos. El grupo de mando tenía un operador de radio que se comunicaría durante la operación con mandos superiores situados en otros lugares. El grupo de asalto consistía en expertos en interrogación, lucha y asesinato. Incluso sus mismos compañeros en el escuadrón mantenían su distancia con los miembros de este grupo por considerarlos psicópatas (…) El escuadrón invadió Dos Erres a las dos AM. Los comandos derribaron puertas y sacaron a las familias de sus casas. Aunque los soldados estaban preparados para un enfrentamiento, no hubo resistencia. No encontraron ninguno de los rifles robados. Llevaron a los hombres a la escuela y a las mujeres y a los niños a una iglesia. La violencia comenzó antes del amanecer. César Ibáñez, uno de los soldados, escuchó los gritos de las niñas pidiendo ayuda. Varios soldados vieron al teniente César Adán Rosales Batres violar a una niña de 10 años frente a su familia. Imitando a su superior, otros militares empezaron a violar a mujeres y niñas. Al mediodía, los kaibiles ordenaron a las mujeres, a quienes habían abusado, que prepararan comida en una pequeña casa de rancho. Los soldados comieron en turnos de cinco. Las jóvenes lloraban mientras servían comida a Ibáñez y a los demás. De regreso a su puesto, Ibáñez vio cómo un sargento llevaba a una niña por un callejón. El sargento le dijo que habían empezado “a vacunar”. Los militares llevaron a las personas una por una al centro de la aldea, cerca de un pozo sin agua de 12 metros de profundidad. Favio Pinzón Jerez, el cocinero del escuadrón, y otros soldados les aseguraron que todo estaría bien. Serían vacunados. Se trataba de una medida de salud preventiva. No era nada para preocuparse. Gilberto Jordán fue el primero en derramar sangre. Cargó a un bebé, lo llevó hasta el pozo y lo arrojó hacia su muerte. Jordán lloró cuando mató al niño. Sin embargo, con la ayuda de Manuel Pop Sun, otro soldado, siguió arrojando niños al pozo. A los adultos les vendaron los ojos y los hicieron arrodillarse, uno a uno. Los interrogaban acerca de los rifles y los nombres de los líderes guerrilleros. Cuando los habitantes protestaban que no sabían nada, los soldados les golpeaban en la cabeza con un mazo. Luego, los arrojaban al pozo. “¡Malditos!”, las víctimas gritaban a sus ejecutores. “¡Hijos de la gran puta, van a morir!”, respondían los soldados. Ibáñez tiró a una mujer al pozo. Pinzón, el cocinero, llevó allí a las víctimas, junto al subteniente Jorge Vinicio Sosa Orantes. Cuando el pozo estaba medio lleno, un hombre que cayó encima de la pila de cadáveres pero que seguía vivo logró quitarse la venda de los ojos. Gritaba insultos a los militares. “¡Mátenme!”, dijo. “¡Tu madre!”, contestó Sosa. “¡La tuya, hijo de la gran puta!”, gritó el hombre en respuesta. Pinzón miró mientras Sosa se enfureció, le disparó al hombre y para asegurarse lanzó una granada al interior del pozo. Unas horas más tarde los cuerpos se desbordaban. “Operación Chapeadora” La masacre continuó en otras partes del pueblo. Salomé Armando Hernández, de 11 años, vivía en otra aldea cerca de Dos Erres. Esa mañana temprano había viajado en caballo con su hermano de 22 años para comprar medicina en Las Cruces. Cuando llegaron a Dos Erres alrededor de las 10 AM para visitar a un tío, los militares metieron a Hernández a la iglesia junto a las mujeres y los niños. A través de los tablones, vio cómo los soldados golpeaban y disparaban a la gente. Su hermano y su tío fueron asesinados. Por la tarde, los asaltantes juntaron alrededor de 50 mujeres y niños y los llevaron caminando hacia las montañas. Hernández se puso al frente de la fila, sabiendo que se dirigían a su muerte. Los demás también lo sabían. “No somos perros para que nos maten en el monte”, dijo una mujer. “Sabemos que nos van a matar ¿por qué no lo hacen aquí mismo?” Un soldado se abrió paso violentamente entre los prisioneros hasta llegar a la mujer y jalarla del cabello. Hernández vio la oportunidad de escapar y huyó. El eco de los disparos sonaba tras él. Se escondió entre la maleza. Uno a uno, los soldados mataron a los prisioneros. Hernández escuchó los gemidos de la gente agonizando. Un niño llamaba a su mamá. Los militares ejecutaron a los pequeños con los rifles. A cada uno, un tiro. Fueron 40 o 50 disparos en total. Al caer la noche, en el pueblo sólo quedaban cadáveres, animales y soldados (…) Cinco prisioneros más sobrevivieron a la matanza de los kaibiles. Fue un golpe de suerte: tres mujeres adolescentes y dos niños pequeños aparentemente habían logrado esconderse en algún lugar. Al ponerse el sol fueron hacia el centro de la aldea, ya que la mayoría de los habitantes habían muerto. Los soldados los llevaron a una casa que habían convertido en el puesto de mando. Los tenientes decidieron no matar inmediatamente a los recién llegados. En la mañana del 8 de diciembre el escuadrón se dirigió con los nuevos prisioneros hacia las montañas selváticas. Vistieron con uniformes militares a las adolescentes. El teniente Ramírez se hizo cargo del pequeño de tres años. El panadero del escuadrón, Santos López Alonzo, se llevó al niño de cinco años. Esa noche, tres oficiales arrastraron a las jóvenes entre la maleza y las violaron. A la mañana siguiente las estrangularon y las fusilaron. Perdonaron las vidas de ambos niños porque tenían piel blanca y ojos verdes, atributos bien valorados en una sociedad estratificada por divisiones raciales. El teniente Ramírez le dijo a Pinzón y al resto que llevaría al niño más pequeño a Zacapa, su pueblo situado al este del país. Lo vestiría al estilo de la región. “Como un vaquero”, dijo Ramírez. “Botas vaqueras, pantalones y una camisa” (…) Cuando el escuadrón regresó a la base, más de 250 personas habían muerto. Los kaibiles llamaron a la misión “Operación Chapeadora”. Habían “podado” a todo aquél que se había puesto en su camino. Derecho a la verdad Tras unas pocas semanas, la embajada estadunidense en Guatemala se había enterado de lo sucedido en Dos Erres. Una “fuente confiable” les había dicho a los oficiales de la embajada que soldados disfrazados de rebeldes habían asesinado a más de 200 personas. Era el último de una serie de reportes recibidos en los que se culpaba a los militares por las masacres alrededor del país. El 30 de diciembre tres oficiales estadunidenses fueron a Las Cruces. Sus entrevistas realizadas a los locales levantaron más sospechas. El equipo sobrevoló Dos Erres en helicóptero. El piloto de la Fuerza Aérea de Guatemala se negó a aterrizar, pero las casas quemadas y los campos abandonados eran una evidencia suficientemente clara de que se habían cometido atrocidades. En un cable diplomático excepcionalmente sincero enviado a Washington, los diplomáticos aseguraron que “lo más probable es que la entidad responsable de este incidente fuese el Ejército de Guatemala”. El gobierno estadunidense mantuvo el secreto hasta 1998. No se tomó ninguna medida contra el ejército ni contra el escuadrón kaibil. Estados Unidos continuó apoyando a los gobiernos represores anticomunistas de Centroamérica. Tendrían que pasar 14 años hasta que alguien intentara hacer justicia para Dos Erres. En 1996, después de más de tres décadas de guerra civil, las hostilidades cesaron con un tratado de paz entre los rebeldes y militares de Guatemala. Ambos bandos acordaron una amnistía que exculpaba a los combatientes, pero permitía juzgar las atrocidades. Existía, sin embargo, una duda considerable sobre si el nuevo gobierno sería capaz de llevar a juicio esos casos. Los perpetradores de algunos de los peores crímenes de guerra mantenían su poder en las Fuerzas Armadas o en mafias del crimen organizado que crecieron rápidamente. Los cárteles de la droga reclutaron exkaibiles como sicarios e instructores. La investigadora que se enfrentó a este peligroso encargo fue Sara Romero (…) Se le asignó el caso de Dos Erres. Hubo cientos de masacres durante el conflicto y Naciones Unidas concluyó que el ejército fue responsable de al menos 93% de las muertes (…) Romero tenía poca información. Los militares insistían que el caso de Dos Erres había sido obra de la guerrilla. Gracias a la declaración de Hernández, el sobreviviente que tenía 11 años durante la masacre, la fiscal supo que el ejército había tenido algo que ver. Aún necesitaba más pruebas. Después de un trayecto de ocho horas en autobús a la región en el norte del país, llegó a la escena del crimen. Un manto de silencio cubría las ruinas. Entrevistó a sobrevivientes que estuvieron fuera de la aldea el día de la masacre. La mayoría tenía miedo de hablar. Susurraban que temían la ira del teniente Carías, quien todavía seguía como comandante en Las Cruces (…) Sin víctimas confirmadas ni testigos sólidos, Romero nunca podría resolver el caso. Pero encontró a una aliada: Aura Elena Farfán. De aspecto digno, Farfán tenía el pelo gris y un carácter tan dulce como inflexible. Lideraba una asociación de derechos humanos en Ciudad de Guatemala para víctimas del conflicto. A pesar de amenazas, había interpuesto una demanda criminal responsabilizando al ejército de la masacre en Dos Erres. En 1994, había llevado con ella a un equipo voluntario de antropólogos forenses argentinos para exhumar los restos (…) La exhumación extrajo e identificó los restos de cerca de162 personas, muchos de ellos bebés y niños. Farfán pudo conseguir un gran logro para la fiscalía (…). Representantes de Naciones Unidas le avisaron que un exsoldado quería hablar sobre Dos Erres. Viajó a la casa del hombre, donde se presentó disfrazado con lentes oscuros, un sombrero rojo y un chal. Una representante española de la ONU seguía sus pasos para protegerlo. La puerta se abrió. Era Pinzón, el excocinero robusto y con bigote del escuadrón kaibil. Estaba desayunando con sus hijos y después de una sorpresa inicial recibió a Farfán. Pinzón le contó que había dejado el ejército y ahora trabajaba como chofer en un hospital. Nunca logró ser kaibil de verdad. No aguantó el duro proceso de entrenamiento. Por ser un humilde cocinero fue maltratado por el resto de soldados de la patrulla kaibil. Era el eslabón débil en el código de silencio de los guerreros. Dos Erres era un fantasma que lo perseguía. “Quería hablar con usted por esto que tengo aquí en el corazón. Ya no aguanto más”, le dijo Pinzón a Farfán. Le contó la historia de la masacre y le dio los nombres de cada miembro del escuadrón. La conversación duró horas (…) Poco después, Pinzón le presentó a Farfán otro veterano, a Ibáñez. La activista convenció a los dos hombres que testificaran para Romero. Contaron sus historias fríamente, sin asomo de emoción (…) Los investigadores habían encontrado obstáculos y amenazas por parte del ejército desde un principio. Ahora contaban con testimonios de primera mano que implicaban a la patrulla kaibil en el crimen. Había una nueva línea de investigación: el robo de los dos niños por el teniente Ramírez y Alonzo, el expanadero de la unidad. Romero pensó que era un milagro. Encontrar a los dos muchachos era un punto crítico. Debían conocer la verdad: vivían con las personas que habían asesinado a sus padres. Ninguna otra atrocidad de derechos humanos registrada contaba con este tipo de evidencia. En mayo del 2011, Romero regresó a Zacapa, donde Óscar creció. Otra vez visitó a su tío, el reconocido doctor en esa región. En la primera visita hacía unos años, el doctor la había acusado de difamar el nombre del teniente Ramírez con sus preguntas sobre el origen de Óscar. Esta vez, el médico parecía algo más cooperativo. Le dijo que Óscar vivía en los Estados Unidos con su esposa e hijos, pero que no tenía su número telefónico. Sin embargo, le dio una pista. “El apodo de su mujer es La Flaca”. Con ese detalle, Romero y sus investigadores preguntaron al dueño de una pequeña tienda, quien les ayudó a encontrar a los familiares de la esposa de Óscar en un caserío cercano. La fiscal entrevistó a la familia de la esposa y ellos le dieron el correo electrónico de Óscar. La dirección tenía la palabra ‘Cocorico2’. Romero entendió que Óscar utilizaba el mismo apodo que el teniente Ramírez. Unos días después, el mismo Óscar llamó a Romero al escuchar de su visita a sus suegros. Ella no quiso hablarle mucho. No quería tirarle una bomba así por teléfono. Romero se sentó frente a su computadora a escribirle un correo electrónico (…) Comenzó así: “Usted no me conoce” (…) Óscar volvió a llamar a Romero y aceptó hacerse una prueba de ADN. El 20 de junio del 2011, Fredy Peccerelli, un investigador de derechos humanos guatemalteco, lo visitó en Framingham. Estaba allí para recoger la evidencia que determinaría la identidad verdadera de Óscar para siempre. “Las penas nadan” Óscar esperó alrededor de seis semanas los resultados de la prueba de ADN. El 7 de agosto, Peccerelli le llamó desde Ciudad de Guatemala. Le explicó que las pruebas habían descartado una de las teorías de la fiscalía: que Óscar y Ramiro (Alonzo, el otro niño secuestrado) podían ser hermanos. “Gracias”, dijo Óscar. “No me sorprende”. Peccerelli hizo una pausa. Había más. “Encontramos a tu padre biológico”, le dijo a Óscar. “Es un señor llamado Tranquilino”. Óscar volteó a ver a Nidia. Le dijo las palabras que aún le costaba creer: “Encontraron a mi padre”. Tranquilino Castañeda había sido un campesino de Dos Erres. Había escapado de la masacre porque se encontraba trabajando la tierra en otro pueblo. Por casi 30 años pensó que los militares habían asesinado a su esposa y a sus nueve hijos. Óscar era el más joven de ellos. Su nombre real era Alfredo Castañeda. Peccerelli, Aura Elena Farfán y otros investigadores armaron una conversación en video entre los dos sobrevivientes. Óscar pudo ver a su padre a través de la pantalla de la computadora. Castañeda era un hombre larguirucho, de 70 años, con un sombrero vaquero. Su rostro evidenciaba décadas de trabajo, soledad y tristeza. (…) Una de las investigadoras de derechos humanos acercó la silla del hombre a la suya y se inclinó. “Le voy a contar algo”, le dijo. “¿Conoce a esa persona? Al tipo que aparece en la pantalla”. “No, no tengo idea de quién es”, contestó Castañeda. “Es su hijo”. Castañeda se quedó pasmado. Su reacción fue más bien triste y de desconcierto que de alegría. El grupo se juntó alrededor de él, mientras el viejo se tomaba un trago de licor. El padre miraba la pantalla sin dar crédito. Intentó comparar el rostro del hombre a cuatro mil kilómetros de distancia con el del niño regordete y pequeño que recordaba. Mientras los demás miraron con lágrimas en los ojos, Castañeda llamó a su hijo por su verdadero nombre. “Alfredito”, le dijo. “¿Cómo estás?” La conversación era emotiva e incómoda. Óscar no sabía qué decir. Castañeda le preguntó si recordaba que le faltaban sus dientes delanteros cuando era pequeño. El joven le dijo que lo recordaba. Pasaron tiempo sólo mirándose uno al otro. Padre e hijo hablaron de nuevo por teléfono y por Skype. Pronto se encontraron hablando cada día, conociéndose más, llenando las tres décadas que pasaron separados. Castañeda quedó destrozado por la pérdida de su familia. Tras la masacre se refugió en una choza en la selva. Nunca se volvió a casar y bebió tanto como una persona puede llegar a beber. “Pensé que podría ahogar mis penas, pero no se puede”, dijo Castañeda. “Las penas nadan”. En los siguientes links, usted puede acceder a la versión íntegra del reportaje: Español: http://fundacionmepi.org/index.php?option=com_content&view=article&id=451:buscando-a-oscar-masacre-memoria-y-justicia&catid=50:investigaciones&Itemid=68 Inglés: http://www.propublica.org/series/finding-oscar

Comentarios