El comandante yanqui

viernes, 3 de agosto de 2012 · 13:05
Nació en un pequeño pueblo de Ohio, engrosó las filas del ejército de Estados Unidos y de la mafia, se unió en Cuba a la guerrilla que combatía a Fulgencio Batista y acabó dando su vida por la revolución de este país, en cuyos ideales creyó. Su nombre: William Morgan. Fue el único estadunidense que combatió en el ejército rebelde y, además del Che Guevara, el extranjero que alcanzó en sus filas el rango más alto: el de comandante. Su historia –poco conocida hasta ahora– fue publicada por el periodista David Grann en la revista The New Yorker y el director y actor George Clooney planea llevarla a la pantalla. MÉXICO, D.F. (Proceso).- “Por unos instantes la oscuridad de la noche habanera lo envolvió. Era como si fuese invisible, como lo había sido antes de llegar a Cuba en medio de la revolución. Luego, un chorro de luz lo iluminó: era William Alexander Morgan, el gran comandante yanqui. Estaba de pie, dando la espalda a una pared cacariza de balas, dentro de un foso vacío que rodeaba a La Cabaña, una fortaleza de piedra construida en el siglo XVIII sobre un acantilado que mira al puerto de La Habana, convertida en prisión. Manchas de sangre se secaban en el suelo donde momentos antes su amigo había sido ejecutado. Morgan, de 32 años, parpadeó frente a las luces. Ante él había un pelotón de fusilamiento.” Así empieza el reportaje de casi 100 hojas de David Grann, publicado el 28 de mayo en la revista The New Yorker, que recupera la historia poco conocida –y en buena parte ocultada tanto por los servicios de inteligencia cubanos como estadunidenses– de este aventurero nacido en Ohio que engrosó las filas del ejército de Estados Unidos y de la mafia, se unió en Cuba a la guerrilla que combatía a Fulgencio Batista y acabó dando su vida por una revolución en cuyos ideales creyó en un principio, pero que luego sintió traicionados por el giro comunista de Fidel Castro. El texto semeja una novela corta, no sólo por su longitud, sino porque mantiene una tensión narrativa que atrapa al lector hasta llegar al final, es decir al principio: al fusilamiento de Morgan. La historia es tan atractiva que en Estados Unidos la empresa fílmica Focus Features ya adquirió los derechos para llevarla a la pantalla a través de la productora Smokehouse de George Clooney y su socio Grant Heslov. No se sabe todavía si Clooney participará directamente como actor o director –o ambos– por compromisos de trabajo, pero el proyecto ya está en marcha. En 2007 se publicó un libro sobre el personaje, titulado The Americano, escrito por Aran Shetterly, a quien se considera como el biógrafo oficial de Morgan. Grann lo menciona y le da crédito en su reportaje, sin embargo enriqueció su investigación con documentos desclasificados y, sobre todo, con entrevistas a su viuda, Olga Rodríguez, a sus hijos (tuvo cinco con tres mujeres) y a algunos sobrevivientes de la época. Pero la historia del “comandante yanqui” también cobró actualidad porque desde que Rodríguez logró huir de Cuba, a principios de los ochenta, no cejó en dos objetivos: recuperar la ciudadanía estadunidense de Morgan, que le fue retirada por Washington al enrolarse en un ejército extranjero y hacerse ciudadano cubano; y recobrar sus restos que supuestamente yacen en el cementrio Colón, en La Habana. El primero ya lo logró en 2007, bajo la administración de George W. Bush; el segundo está pendiente bajo promesa tanto de Fidel Castro como de su hermano Raúl, pero todavía no ha sido cumplido. Visto con desconfianza e inclusive como traidor por ambos países, muchos académicos y sobrevivientes que conocieron a Morgan se preguntan hasta la fecha qué fue a hacer a Cuba, y si era un doble o hasta triple agente. Sin embargo, documentos desclasificados –dice Grann– “revelan que el entonces director de la CIA, J. Edgar Hoover, sus agentes descubrieron algo mucho más inquietante: Morgan no trabajaba para ellos o para el FBI, tampoco para algún otro servicio de inteligencia extranjero o para la mafia; estaba ahí por su propia voluntad”. Incursión Cuando Morgan llegó a La Habana, en diciembre de 1957, lo hizo rodeado de un halo de misterio. Mientras se movía subrepticiamente a través de las luces de neón de la capital cubana, se aseguró de que nadie lo siguiera. Entonces de 29 años y regordete, trató de parecer como cualquier otro turista en busca de diversión. Vestía un traje blanco de 250 dólares y zapatos nuevos. Pero según miembros de su círculo más íntimo, Morgan dejó atrás el resplandor de la vida nocturna para adentrarse por una calle de la Habana Vieja, cercana a un muelle que miraba hacia La Cabaña. Ahí se detuvo junto a una cabina telefónica para encontrarse con un contacto cubano de nombre Roger Rodríguez, miembro de una célula revolucionaria. Ambos siguieron caminando e iniciaron una conversación furtiva. Morgan, siempre con un cigarrillo en la boca, se expresaba a través de una nube de humo. Él no sabía español, pero Rodríguez hablaba un poco de inglés. Ambos se habían conocido previamente en Miami y Morgan creía que podía confiar en él. Le dijo que planeaba internarse en la Sierra Maestra, donde los revolucionarios se habían levantado contra el régimen liderados por Fidel Castro. Cuando Rodríguez le preguntó el motivo, contó que un amigo suyo había sido atrapado contrabandeando armas para los rebeldes, y que los esbirros de Batista lo habían “torturado y arrojado a los tiburones”. Quería ponerse del lado de “los buenos” y cobrar venganza. Pero Morgan ya había cometido un error. Había establecido contacto con otro supuesto revolucionario que ofreció llevarlo a la Sierra Maestra, pero que resultó ser un agente de la policía secreta del régimen de Batista. Rodríguez le advirtió que ya no podría ir allá y que su vida corría peligro. Pero ofreció conducirlo hasta las montañas de Escambray, donde la guerrilla había abierto un nuevo frente. En el camino, muy pronto se toparon con un retén militar. Según cuenta Shetterly en The Americano, Morgan, que seguía vistiendo su traje blanco, ya había inventado una coartada: era un empresario estadunidense que iba hacia las plantaciones de café. Los dejaron pasar. Después de un breve descanso en una casa de seguridad, se internaron en las laderas de la zona de Banao, donde un campesino los guió hasta un claro. Ahí emitió el sonido de un pájaro, que fue respondido por otro. Luego emergió un centinela que los llevó hasta un campamento. Ahí Morgan vio esparcidos unos cuantos rifles viejos, hamacas y cuencos de agua. Contó una treintena de hombres, muchos todavía adolescentes, flacos y andrajosos, que lo miraban con desconfianza. Max Lesnik, un periodista cubano encargado entonces de la propaganda de la organización, recuerda haberse preguntado si Morgan no era “algún tipo de agente de la CIA”. Los rebeldes también debían asegurarse de que no fuera de la KGB soviética o un mercenario al servicio de Batista. Luego, Morgan fue llevado ante el comandante del grupo, Eloy Gutiérrez Menoyo. A través de un traductor, volvió a contar la historia de que quería vengar la muerte de su amigo. Dijo que había servido en el ejército de Estados Unidos y que tenía experiencia en artes marciales y en el combate cara a cara. “Combatir es algo más que disparar un rifle”, sostuvo. Para demostrar sus habilidades, pidió prestado un cuchillo y lo arrojó contra un árbol que estaba a casi 20 metros de distancia. Dio con tanta precisión en el blanco, que algunos rebeldes dejaron escapar un grito ahogado. Esa noche discutieron si Morgan se podía quedar. Parecía “simpático”, recuerda Lesnik. Pero muchos temían que fuera un infiltrado y querían que regresara a La Habana. Roger Redondo, jefe de inteligencia del grupo, cuenta que “hicimos todo lo posible para que se fuera”; es decir, lo hicieron caminar durante jornadas extenuantes, en medio del calor, el lodo y animales y plantas ponzoñosos. Hambreado y fatigado, Morgan no pocas veces protestaba en su incipiente español: “¡no soy un mulo!”. En el camino bajó más de 15 kilos. Pero su cuerpo también mostraba claves de un pasado violento. Tenía marcas de quemadura en el brazo derecho y una cicatriz de casi 30 centímetros en el pecho, que sugería una puñalada. También tenía otras más pequeñas en la barbilla y el ojo y el pie izquierdos. Parecía como si ya hubiera pasado años en la selva. “El hombre era recio y los combatientes de Escambray llegaron a admirar su persistencia”, rememora Redondo. Unas semanas después de que se incorporó Morgan, un vigía observó que a la distancia algo se movía entre cedros y plantas tropicales. Al usar sus binoculares, vio a seis hombres con uniformes caqui y sombreros de ala ancha que portaban rifles Springfield. Era una patrulla militar de Batista. La mayoría de los rebeldes nunca había enfrentado un combate. Menoyo ordenó a todos tomar posiciones alrededor del campo y no disparar a menos que así lo indicara. Morgan se acuclilló junto a él con uno de los pocos rifles semiautomáticos que había. Al acercarse los soldados, resonó un tiro. Era Morgan. Menoyo maldijo entre dientes cuando ambas partes empezaron a disparar. Uno de los soldados de Batista fue herido en el hombro y rodó montaña abajo. El comandante de la patrulla acudió a rescatarlo y luego se replegó con sus hombres entre la maleza. En el repentino silencio Menoyo se volteó hacia Morgan y le espetó: “¿Por qué diablos disparaste?”. Cuando le tradujeron al inglés lo que había dicho, Morgan pareció desconcertado. “Pensé que habías dicho que disparáramos cuando los tuviéramos a la vista”, explicó. No quedaba más opción que evacuar. En poco tiempo cientos de soldados de Batista estarían encima de ellos. Los hombres metieron sus escasas pertenencias en sacos de azúcar y emprendieron la marcha. Avanzaban de noche y al amanecer buscaban un refugio para comer y descansar, mientras montaban guardia por turnos. Morgan, quien llamaba a su rifle “mi niño”, siempre lo tenía a la mano. Exhaustos, recorrieron así más de 160 kilómetros a través de las montañas. Una mañana, mientras buscaba comida, uno de los rebeldes divisó a unos 200 soldados de Batista en un valle cercano. El pánico se apoderó del grupo, pero Morgan ayudó a Menoyo a desarrollar un plan. Prepararían una emboscada, escondiéndose detrás de grandes rocas en formación de U. Era vital, dijo Morgan, dejar una ruta de escape. Los rebeldes se acuclillaron en posición de tiro, mientras los soldados ascendían por la ladera. Menoyo les ordenó a sus hombres no abrir fuego, asegurándose esta vez de que Morgan hubiera entendido. Cuando los rifles de los militares estuvieron a la vista, dio finalmente la orden de disparar. Entre los gritos, la sangre y el caos algunos rebeldes se replegaron, pero, como escribió Shetterly, “observaron que Morgan estaba al frente de todos, avanzando y totalmente concentrado en el combate”. Los soldados de Batista empezaron a huir. “Fue una victoria total”, recuerda Armando Fleites, un médico que acompañaba al grupo. Más de una docena de soldados fueron heridos o muertos, mientras que los revolucionarios no perdieron un solo hombre. Ante el éxito, sus compañeros le pidieron a Morgan enseñarles mejores métodos de combate. Uno de ellos recuerda que “nos entrenó en la guerra de guerrillas… cómo manejar diferentes armas, cómo poner bombas”. También les dio clases de judo y les enseñó cómo respirar bajo el agua utilizando un carrizo hueco. Morgan, por su parte, aprendió español, convirtiéndose en miembro pleno del Segundo Frente Nacional de Escambray. Dentro de él ascendió rápidamente: primero a la cabeza de media docena de hombres, luego al mando de una columna más grande y, finalmente, como responsable de varios kilómetros cuadrados de territorio ocupado. Conforme Morgan ganaba más batallas, las noticias de su curiosa presencia se empezaron a filtrar a la prensa. También los servicios de inteligencia de Estados Unidos y Cuba empezaron a reunir información sobre él. En el verano de 1958, la CIA envió un informe sobre un rebelde “identificado sólo como El Americano, que jugaba un papel clave en la actividad guerrillera y que prácticamente había barrido con una unidad de Batista en una emboscada. Un informante de un grupo revolucionario cubano le dijo al FBI que El Americano era Morgan. Los informes desataron una rebatiña entre las agencias gubernamentales estadunidenses –incluyendo a la CIA, el Servicio Secreto, el Departamento de Estado, la Inteligencia Militar y el FBI– para descubrir quién era y para quién trabajaba William Alexander Morgan. Expediente secreto Al director de la CIA, Edgar Hoover, lo inquietaba particularmente esa “pequeña e infernal República de Cuba”, como la había descrito Theodore Roosevelt. Advirtió a sus agentes que el creciente número de seguidores de Castro en Estados Unidos “puede significar una amenaza para la seguridad interna” y les ordenó infiltrarlos. Pero ahora estaba además recibiendo informes de un “gringo loco” metido en las montañas cubanas. ¿Era Morgan un agente soviético encubierto? ¿Trabajaba para alguna agencia estadunidense? ¿O era simplemente un bribón? Para descubrirlo, se empezó por investigar su entorno familiar. En esta parte del texto, David Grann hace un largo recuento de sus años de infancia y adolescencia, del que se desprende que Morgan era un niño con gran imaginación y una inteligencia superior al promedio, al que le quedaba chico Toledo, su pueblo natal en Ohio. Sus aventuras comenzaron pronto. A los 15 años se escapó en el coche de su padre y fue detenido por pasarse un alto. Luego recorrió el país a bordo de autobuses y cargueros. Trabajó en un circo cuidando elefantes, como acomodador en un teatro, ayudante en una tienda, peón en una granja, cargador en una mina de carbón y se enroló hasta en la Marina Mercante. Sin embargo, Morgan se involucró cada vez más con “las personas y los grupos equivocados”. Todavía siendo un menor, él y otros muchachos robaron un auto y ataron al conductor; y también fue investigado por llevar oculta un arma. Su personalidad fue definida por los agentes de Hoover como “nomádica, egocéntrica, impulsiva y totalmente irresponsable”. En agosto de 1946 se enroló en el ejército y fue destinado a Japón. En el viaje en tren hacia California, donde tenía que hacer escala, conoció a una chica, Darlene Edgerton, y después de 24 horas se casó con ella. Luego siguió su camino y el matrimonio se disolvió. En Kioto se relacionó con Setsuko Takeda, una germano-japonesa que trabajaba en un club nocturno y que quedó embarazada. Cuando en 1947 Takeda estaba a punto de dar a luz, Morgan no pudo obtener una licencia, por lo que hizo lo que siempre hacía: escapar. Fue arrestado, pero se las arregló para volver a salir. Junto con su compañero de celda chino sometió a un guardia, se puso su informe, tomó su arma y se fue. Delatado por Takeda después de una pesquisa militar, fue sentenciado a cinco años de cárcel por una corte marcial. A ella y a su hijo nunca los volvió a ver. Transferido a una prisión federal de Michigan, Morgan fue liberado en 1950, a la mitad de su sentencia. Se mudó a Florida, donde trabajó como tragafuegos y aprendió el manejo de cuchillos. También ahí inició un romance con la encantadora de serpientes Ellen May Bethel, con quien se casó y tuvo dos hijos: Anne y Bill. Ex convicto y despedido del ejército con deshonor, Morgan no lograba sin embargo superar sus ocupaciones marginales. Según el FBI, empezó entonces a trabajar con la mafia. Fungió como mandadero de Meyer Lansky, conocido también como Little Man, quien además de encabezar el crimen organizado en Estados Unidos se había convertido en el rey de la vida nocturna de La Habana, donde controlaba los casinos y cabaretes más importantes. Morgan volvió luego a las calles de Ohio, donde se asoció con un gangster local de nombre Dominick Bartone. Él y algunos de sus socios habían sellado alianzas en Cuba para transferir armas a los rebeldes. Aparentemente en esa época Morgan conoció a Fidel Castro, quien viajó a Florida para conseguir apoyos a su causa entre la comunidad cubana en el exilio. Dos años después, Morgan dejó en Toledo a su mujer y a sus hijos, para dedicarse a reunir armas en Estados Unidos y contrabandearlas a los rebeldes en la Sierra Maestra. “¿Por qué estoy aquí?” Hacia el verano de 1958 Morgan ya había librado numerosas batallas en el frente de Escambray y su relación con Menoyo, a quien llamaba “mi jefe y mi hermano”, se había vuelto estrecha. En julio, cuando fue ascendido a comandante, escribió un testimonio titulado “¿Por qué estoy aquí?”, en el que explicaba sus motivos: “¿Por qué estoy combatiendo en este país tan ajeno al mío? ¿Por qué vine dejando atrás mi hogar y mi familia? ¿Por qué me preocupan estos hombres que están aquí en la montaña conmigo? ¿Será porque todos son mis grandes amigos? ¡No! C Cuando llegué aquí eran extraños para mí y no podía entender su lengua ni comprender sus problemas. ¿Será porque busco aventuras? No, porque aquí no hay, sólo están los persistentes problemas de la sobrevivencia. Entonces, ¿por qué estoy aquí? Porque creo que lo más importante para un hombre libre es proteger la libertad de otros. Así, cuando mi hijo crezca, no tendrá que pelear y morir en un país que no es el suyo, porque un hombre o un grupo de hombres tratan de arrebatarle la libertad. Porque creo que los hombres libres deben tomar las armas y juntos combatir y destruir a los grupos y fuerzas que quieren privar a la gente de sus derechos.” Grann reseña que su estancia ahí también le permitió a Morgan contrastar las formas de vida entre Cuba y Estados Unidos, y a la luz de que Washington apoyaba a Batista preguntarse: “¿Por qué apoyamos a aquéllos que en otros países destruyen los ideales que en el nuestro nos son tan caros?”. Un día de la primavera de 1958, Morgan acudió a un campamento guerrillero donde se reuniría el estado mayor del Segundo Frente. Ahí vio a un rebelde desconocido, pequeño y delgado, que cubría su rostro con una cachucha. Al acercarse se percató de que era una mujer: Olga Rodríguez. De veintitantos años, ojos oscuros y piel clara, había cortado y teñido de negro su cabello castaño claro para ocultar su identidad. Morgan, quien había llegado al campamento montado en un caballo blanco, le dijo “hey, muchacho” y le arrancó la gorra. El corazón de ella empezó a latir con fuerza. Aunque ambos reconocían el riesgo de dejar aflorar sus sentimientos en medio de la guerra, empezaron a frecuentarse. Ella le preparaba “moros con cristianos” y él le mandaba flores. También enfrentaron combates y bombardeos juntos. “Nuestros destinos están entrelazados”, admitieron. En noviembre de ese mismo año, poco antes de una batalla decisiva contra el gobierno de Batista, Morgan y Rodríguez se escabulleron a una granja para casarse. Ambos vestían sus uniformes que habían lavado antes en el río y, a falta de anillos, improvisaron unos con hojas de árbol enrolladas. Inmediatamente después de la ceremonia Morgan tomó su fusil y retornó a la batalla. En la madrugada de Año Nuevo (1959), cuando se preparaban para un enfrentamiento en la ciudad de Cienfuegos, Morgan y Rodríguez escucharon los gritos “¡se fue!, ¡se fue!”, refiriéndose a la huida de Batista. Juntos entraron triunfantes a la ciudad, donde la población los recibió con vítores y gritos de “¡Americano!”, en reconocimiento al papel que jugó en la liberación. Emocionado hasta las lágrimas, Morgan quedó a cargo de la ciudad de Cienfuegos, por donde el 6 de enero, a la una de la mañana, pasó Fidel Castro en su marcha triunfal hacia La Habana. Fue la primera vez que los dos hombres se encontraron en Cuba y se estrecharon las manos. Rodríguez había quedado embarazada y Morgan pensó que por fin podría llevar una vida familiar tranquila. Pero conforme la Revolución Cubana se radicalizaba y se dividía, los fantasmas de su pasado empezaron a emerger. Gutiérrez Menoyo y él habían quedado marginados del nuevo gobierno de La Habana, y los servicios secretos de Estados Unidos, la mafia y la cúpula de Batista, que se había refugiado en la vecina República Dominicana al mando de Leónidas Trujillo, pensaron que tal vez podrían servirse de ellos. Todos realizaron investigaciones más exhaustivas sobre El Americano y de una u otra forma buscaron acercarse a él. Pero el episodio más importante de esa etapa es la conspiración montada en República Dominicana para asesinar a Fidel Castro y “devolver” Cuba a Batista. La conspiración En marzo de 1959, cuenta Shetterly, un curioso huésped se alojó en el Hotel Capri de La Habana. Era un reconocido enlace de la mafia llamado Frank Nelson. Buscó a Morgan y le dijo que un “amigo” suyo en Miami estaba interesado en sus servicios. Ofrecía un pago de 1 millón de dólares. La conversación continuó en Miami, donde Morgan se encontró en un hotel con el “amigo” de Nelson: era el cónsul dominicano en Estados Unidos. También estaban presentes el exjefe de la policía de Batista y un hombre que Morgan reconoció de inmediato: el mafioso Dominick Bartone. Ahora quería venderles aviones a los que conspiraban para derrocar a Castro. “Te daremos todo lo que pidas”, le dijeron a Morgan. Éste consultó primero con Menoyo y volvió para decir que el Segundo Frente estaba dispuesto a sumarse al plan. A finales de julio Morgan volvió a Miami, pero esta vez con Olga, quien tenía ocho meses de embarazo. En el aeropuerto los agentes de Hoover, que habían estado siguiendo sus pasos, lo detuvieron e interrogaron sobre sus contactos, que no reveló. Al final lo dejaron ir, pero lo siguieron monitoreando y descubrieron que uno de ellos era Bartone. Colocado en una situación delicada, Morgan llamó al FBI para avisar que su mujer había vuelto a Cuba y que él lo haría dos días después en un vuelo de Panam. Luego, dejando todas sus cosas en el hotel, escapó. Abordó en forma clandestina un pequeño barco pesquero, que lo llevó fuera de las costas de Miami hasta un yate de 16 metros de eslora cargado de todo tipo de armamento y manejado por dos mercenarios. Después de eludir a la Guardia Costera, éste enfiló hacia La Habana. En Cuba todo estaba dispuesto para la conspiración. Morgan, que había recibido un radio de onda corta de los agentes de Trujillo, avisó una noche de agosto que la operación estaba en marcha. Él, Gutiérrez Menoyo y José Carreras habían habilitado en la localidad de Trinidad una pista de aterrizaje para que pudieran llegar los suministros y bajar los efectivos. Trujillo envió primero aviones de carga y luego desplazó a Cuba a sus fuerzas de ataque. Cuando los soldados descendieron, escucharon a los hombres de Morgan lanzar consignas contra Castro. Luego, una figura alta y barbada emergió detrás de un árbol de mango: era Fidel. Morgan no era un contrarrevolucionario, era un agente doble y había ayudado a deshacer la primera gran conspiración contra el régimen castrista. Pero ni esta prueba de lealtad evitó a la larga que Morgan y Castro, a quien llamaba su “fiel amigo”, se distanciaran. El Americano había confiado en que la influencia de radicales como Ernesto El Ché Guevara y Raúl Castro sobre Fidel disminuiría, pero éste nombró al primero como jefe de las Fuerzas Armadas y al segundo como presidente del Banco Nacional. Morgan, quien no ocupó un lugar en el nuevo gobierno, se replegó a Escambray, donde con la ayuda del Instituto de la Reforma Agraria (IRA) puso un criadero de ranas para ayudar a la población. Ahí nacieron sus dos hijas, Loretta y Olguita. Entre golpes y contragolpes las tensiones crecieron, y Morgan y su mujer se dieron cuenta de que eran vigilados por el G-2, el servicio de inteligencia militar de Castro. Un día Morgan fue convocado a una reunión en el IRA y ya no regresó. Al ir a buscarlo, Rodríguez se enteró de que él y Carreras habían sido detenidos y llevados a La Cabaña. Esa noche Olga evadió el cerco de seguridad que la rodeaba y se refugió con sus dos hijas en la embajada de Brasil. Los tres fueron juzgados ante un tribunal militar por conspiración y traición. El juicio duró un día. Morgan y Carreras fueron sentenciados a la pena de muerte; Olga, en ausencia, a 30 años de cárcel. “Los fusileros miraron al hombre que les habían ordenado ejecutar. Morgan medía más de 1.80 metros, tenía los brazos y piernas poderosos de alguien que había sobrevivido en la selva, una quijada fuerte, una nariz prominente y el pelo rubio revuelto, lo que le daba la apariencia galante de un aventurero de película. Aunque ahora estaba rasurado y vestía un uniforme de prisión, sus ejecutores reconocieron en él al misterioso Americano que había sido vitoreado como un héroe de la Revolución”, cuenta Grann. Era el 11 de marzo de 1961 en la noche. Una voz a la distancia gritó: “Arrodíllate y ruega por tu vida”. Era más de lo que Morgan podía tolerar. “Yo no me arrodillo ante nadie”, reviró. Entonces uno de los soldados le disparó a la rodilla derecha. El comandante yanqui trató de mantenerse en pie, pero otro tiro en la rodilla izquierda lo derrumbó. Ya en el suelo lo remataron, disparándole a la cabeza. Para muchos, ver a Morgan frente a un pelotón de fusilamiento fue una conmoción. Los hombres que estaban en el patio lloraban y el descontento de los otros presos casi se convirtió en motín. Fue una especie de tributo póstumo al único estadunidense que había combatido con el ejército rebelde, y al único extranjero que, además del argentino Guevara, había alcanzado en sus filas el rango más alto: el de comandante.

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