Esta última entrega del Reporte Especial sobre abusos cometidos por militares narra la historia de “Los 21 de Tecate”, un grupo de bajacalifornianos a los que un convoy de la Policía Federal fue sacando de sus casas el 7 de abril de 2009 con violencia metódica, y luego los trasladó al cuartel del 28 Batallón de Infantería, donde fueron sometidos a torturas extremas. Ellos aún enfrentan cargos que, sostienen, la PGR les inventó para presentarlos como narcos. Sin embargo, sus familiares se organizaron para unificar su defensa y denunciar por enésima vez la forma inhumana en que las instituciones federales siguen fabricando culpables.
TECATE, B.C. (Proceso).- Paralizado, incapaz de hablar, Samuel recuperó la conciencia de que estaba vivo al escuchar las voces de cuatro militares que se reclamaban entre ellos: “¡Te pasaste! Ahora hay que deshacerse de él”.
Sintió cómo lo bajaban del vehículo militar Hummer y lo dejaban en la arena del desierto. Sentía frío y a lo lejos escuchaba trinos de pájaros madrugadores.
Respiró hondo. Sus pulmones reaccionaron; su corazón, su mente… Aunque no podía gritar porque tenía la boca cubierta con vendas, ni parpadear, ya que sus ojos estaban clausurados con cinta adhesiva, ni mover sus extremidades atadas, sus intentos de moverse alertaron a los militares que pretendían abandonarlo. “¡Está vivo!”, gritó uno de ellos.
Lo subieron nuevamente al Hummer y lo regresaron al cuartel del 28 Batallón de Infantería, con base en la localidad de Aguaje de la Tuna, en Tijuana.
Samuel Parra Quiroa, de 39 años, es el mayor de cuatro hermanos detenidos el 7 de abril de 2009, en un aparatoso operativo de la Policía Federal (PF) en Tecate. Los otros tres son César, de 31 años, y Abraan y Adán, ambos de 24. A ellos se los llevaron con un grupo de 17 personas a un hotel de Tecate habilitado como cuartel, donde los presentaron como responsables de un atentado contra dos policías federales. La madrugada del miércoles 8 los trasladaron a Aguaje de la Tuna.
Ruth, hermana de los Parra Quiroa, relata la aparente resurrección de Samuel, quien permanece recluido con sus familiares en el penal de El Hongo, Baja California.
“A mi hermano le hubiera gustado contarle personalmente (a Proceso) su experiencia, pero cuando solicitamos al director de la cárcel (Andrés Chávez Martínez) que autorizara el ingreso de usted para hablar con los detenidos, respondió que está prohibido leer esa revista en la cárcel, y más aún el ingreso de sus reporteros”, aclara.
“Los 21 de Tecate”, como se conoció el caso, fueron vejados por agentes federales al detenerlos en el hotel Rosita; durante seis días los torturaron los soldados en su cuartel; cumplieron un arraigo de 80 días en el hotel Tijuana Inn y finalmente los encarcelaron en El Hongo, todo esto en Baja California, pero su expediente fue consignado a un juzgado de distrito en Tepic, Nayarit.
Se les juzga por homicidio calificado en grado de tentativa, delincuencia organizada, posesión de droga con fines de comercialización, portación de armas de fuego y posesión de cartuchos.
Cuando los militares iban a dejar el supuesto cadáver de Samuel en el desierto, apenas habían pasado dos días de torturas. “Antes de que lo dieran por muerto, me cuenta mi hermano, sufrió una sesión muy dura: lo tenían en el piso y desde una altura de unos dos metros se lanzaban los soldados sobre él. Caían sus botas en su cara, su nariz, su cuerpo. Ya le habían dado toques eléctricos, le habían puesto una bolsa en la cara y golpeado a la vez en el estómago y sus partes nobles; le jalaban las orejas con una especie de alezna de zapatero. Lo peor para él era escuchar a sus hermanos quejarse, ya no tenía ganas de vivir”.
El 11 de abril, después de recorrer instalaciones militares y de la PGR en busca de los suyos y con amparos en la mano, Ruth fue la única familiar de “los 21” que vio a los detenidos en Aguaje de la Tuna:
“Entré escoltada por cinco militares. Conmigo iban mi abogado, el actuario y el defensor de uno de los detenidos. Nos llevaron a un subterráneo de techos muy altos, de unos ocho metros, sin ventanas, y en el fondo había una puerta cerrada. Junto a ella, una mesita y un militar.
“Me prohibieron hablar o tocar a mis hermanos. Fueron sacando uno a uno de los detenidos hasta que pude ver a los míos. Fue la peor impresión de mi vida –dice Ruth, conteniendo el llanto–: todos estaban golpeados, más que cuando salieron en la televisión. Abraan no podía abrir los ojos, y el más chiquito, Adán, tenía la cara deforme”.
Aunque de inmediato Ruth y su abogado notificaron de las detenciones arbitrarias de la PF a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), ésta se limitó en un principio a orientarlos para que siguieran el curso de los amparos interpuestos. Si contaban “con los elementos para acreditar su dicho”, les dijeron, debían acudir al Órgano Interno de Control de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) federal.
Un año después, ante la insistencia de familiares de víctimas y del director de la Comisión Ciudadana de Derechos Humanos del Noroeste, Raúl Ramírez Baena, se reabrió la investigación con el número de queja 2010/6294Q y no se ha concluido.
La CNDH había dado por buena la versión de la PF y de la Procuraduría General de la República (PGR): que las detenciones permitieron desintegrar una célula encabezada por el aún prófugo Francisco Javier Copetillo Angulo, El Pancho, uno de los operadores del narcotraficante Teodoro García Simental.
La noche del 7 de abril, la PGR exhibió en los medios a los 21 detenidos. Mostró asimismo diversas armas, cartuchos, chalecos antibalas y vehículos. Se les acusaba de haber participado en el ataque a los policías federales César Becerra Mondragón y Ulises Hernández, adscritos a la Sección Caminos, quienes resultaron heridos pero sobrevivieron.
Cargos inventados
Desde su declaración ministerial, que rindieron la madrugada del 8 de abril en Aguaje de la Tuna, 18 detenidos sostuvieron que la PF los sacó de sus domicilios y que, excepto aquellos que estaban juntos en el momento, no se conocían entre sí. No obstante, los policías hicieron prevalecer incriminaciones que les extrajeron con torturas a los tres primeros arrestados, Benjamín Guzmán Quintanilla, El Benji, Javier Antonio Guerrero Cota, El Moco, y Mario Antonio Hernández Romero, El Chinola.
A esa averiguación previa (AP/PGR/TKT/105/09) se sumó otra contra los policías municipales Fabián Guerra Olivas, Ismael Gómez Sierra y Adrián Cordero Gutiérrez, a quienes los primeros señalaron como sus “protectores”.
Para reforzar el caso les atribuyeron la posesión de 527 paquetes de mariguana, equivalentes a una tonelada 426 mil kilos, supuestamente localizados por militares la noche del 8 de abril en un domicilio, después de que una llamada anónima indicara que ahí se escondían otros responsables del atentado contra los federales.
Constancias de expediente, del que tiene copia este semanario, indican que el 8 de abril a las 5:00 horas el perito forense Carlos Enoch Escobar Ascencio revisó en el cuartel a los 21detenidos y certificó que tenían “lesiones tipo traumáticas recientes al exterior al momento de su examen médico legal”.
Si bien algunos expresaron en su declaración ministerial su interés en interponer una denuncia formal contra sus captores, en el expediente aparecen documentos firmados por ellos en los que renuncian a su derecho de que se les practique el “examen médico psicológico especializado para casos de posible tortura y/o maltrato”, es decir el Protocolo de Estambul. Consultados por Proceso, los familiares sostienen que firmaron bajo amenazas.
Después de que El Benji, El Moco y El Chinola fueran detenidos en una persecución de la policía municipal –cuya actuación no es reconocida en la averiguación–, los siguientes fueron Juan Jesús Aldrete Rosas y Sixto Aldrete Márquez, respectivamente hijo y hermano del exportador de alfarería Juan Aldrete Márquez. Narra el empresario:
“Estaban en el patio trasero de mi casa viendo la movilización policiaca. Mi hermano se retiró cuando vio que se acercaban las patrullas de la PF. Los policías llamaron a mi hijo, él se acercó a la reja, lo jalaron de las greñas y se lo llevaron.
“Por mi hermano fueron después a la casa. Lo sacaron enfrente de mí. Dijeron que a mi hijo y a él sólo los querían para rendir su testimonio. También se llevaron la camioneta de mi hijo, una Ford F-150 negra, de la que nunca volvimos a saber”.
Según el expediente, los Aldrete cayeron en manos de la PF junto con Carlos Javier Ábrego Beltrán, Francisco Javier Copetillo González, Ángel de Jesús Copetillo Angulo, Ricardo Padilla Jiménez, Cristian Adán Hernández Rodríguez y Everardo Gutiérrez Díaz, cuando intentaron escapar y se metieron al departamento A del edificio ubicado en República de Colombia 20, colonia Miguel Alemán, donde los efectivos federales encontraron un arsenal. En un recorrido por la colonia, la reportera comprobó que ese domicilio no existe.
“A mi hijo casi no lo golpearon –agrega Aldrete Márquez–. Cuando le preguntaban, él no contestaba bien porque es estadunidense. A pesar de ello, las autoridades no reportaron su detención de inmediato. Un mes después, personal del consulado de Estados Unidos fue a verlo al arraigo, y tres años después al penal de El Hongo… para llevarle un libro que compara los sistemas de justicia gringo y mexicano”.
Alrededor de las 18:00 horas fueron arrestados los Parra, su primo Jacobo Parra Medina y sus amigos Fidencio Valles Beltrán y Jorge Alán Gaxiola Gutiérrez. Con violencia los sacaron de sus casas. Dice Ruth:
“Eran ocho camionetas con policías cubiertos del rostro. A mis sobrinitos de uno y dos años les apuntaron con los rifles en la cabeza. A mi papá, un viejecito, lo golpeaban. Se robaron ropa, zapatos, dinero, chamarras, alhajas, todo lo que pudieron. A mis hermanos los golpearon con los rifles, a César se lo llevaron desmayado”.
Los federales también “aseguraron” una escuadra 9 milímetros de César Parra y una camioneta Pontiac Aztek roja, en la que, según el parte policiaco, los Parra y sus amigos huían con el arma. Guerrero Cota (El Moco) los había señalado como vendedores de droga después de una golpiza, añade Ruth.
Organización contra el delito
Alrededor de las 20:00 horas un convoy de la PF llegó a la casa de la familia Márquez Ramos. Jorge Luis recuerda: “Me sacaron de la cama y me dijeron que me habían puesto el dedo. De las greñas me arrastraron y me llevaron a una camioneta donde estaba El Chinola todo golpeado; él les dijo ‘éste no es’ y lo empezaron a golpear. A mí me hincaron, me echaron tierra en la boca y me patearon. Mi hermano (Exalin Márquez Ramos), al que estaban golpeando también, gritó que me dejaran, que se lo llevaran a él”.
Posteriormente el convoy se dirigió a la casa de Juan Carlos Santos Cruz. “Él ya estaba descansando cuando llegaron los policías con su escándalo, se asomó y le preguntaron por Jesús Salvador (Soto Gámez), por armas y secuestrados. Él les dijo que no había nada, pero que si querían revisar le enseñaran una orden de cateo. Lo empezaron a golpear, le pusieron una bolsa en la cabeza y con un rifle le quebraron las uñas de los pies”, cuenta Francisca Santos, su hermana.
Pero el reporte policiaco dice que los Márquez Ramos y Santos Cruz estaban en la calle, y, cuando vieron las patrullas, huyeron a un domicilio previamente señalado por Guzmán Quintanilla (El Benji), que supuestamente resultó la casa de Santos Cruz, donde había otro arsenal.
A Juan Carlos se lo llevaron semidesnudo esa noche. Para presentarlo ante los medios “le pusieron una camisa de mujer”, agrega Francisca, quien asegura que los tormentos más graves se los aplicaron en las instalaciones militares: “Pude ver a mi hermano después de los primeros 15 días del arraigo, no me dejaban verlo por lo mal que estaba. Cuando lo vi, todavía le sangraban los ojos, su cara estaba hinchadísima, tenía heridas en brazos y espalda”.
En sus primeras horas de arresto en el hotel Rosita, sigue Francisca, algunos detenidos escucharon que los policías interrogaban a una persona que, en lugar de contestar, se reía. Antes de que los trasladaran al cuartel militar “mi hermano vio a un muchacho desnudo, tendido sobre una mesa, con los brazos caídos y que parecía estar muerto”.
Sobre ese joven, Juan Aldrete comenta: “Se llama Jonhatan Daniel Esparza Frausto. Me enteré porque en una notificación que me envió la CNDH, en la que se limitó a darme una orientación, pusieron su nombre en vez del de mi hijo, junto con el de mi hermano. Después ligamos al muchachito con los carteles que su familia puso en la ciudad, reportándolo como desaparecido o extraviado”.
Francisca buscó a la mamá de Jonhatan Daniel. “Nos enteramos de que tenía 17 años y estaba mal de sus facultades mentales. Se la pasaba en la calle y los vecinos dicen que se lo llevaron policías federales”.
La madre del jovencito no insistió ante la CNDH para que reabriera su queja por la desaparición forzada. Juan Aldrete lo hizo después de que los familiares de 19 de los 21 detenidos decidieron unificar su estrategia de defensa.
“En una primera denuncia ante la PGR (4431/2011), por allanamiento de morada, incomunicación, tortura, detención sin orden judicial y otros, dimos cuenta de la desaparición. Nunca se investigó, pero está en el mismo reporte”, explica Aldrete Márquez.
El 13 julio de este año, los familiares de 19 afectados dieron un paso más. Decidieron conformar la Fundación de Defensa de Derechos Civiles y Garantías Individuales, que coordina Aldrete Márquez. Una de sus primeras acciones fue interponer otra denuncia en la PGR, la 79/2012, en la que se iniste en que se investigue la desaparición forzada del joven Esparza.
La denuncia por abuso de autoridad, declaración falsa rendida ante autoridad judicial, secuestro, daño en propiedad ajena y otros, se dirige contra los agentes de la PF que firman las detenciones: Raúl Jurado Hernández, Ciro Álvarez Alfaro, Óscar Cazarez Alcantar y Félix Hernández Xochititla, así como contra los agentes del ministerio público federal César Manuel Adame Muñoz y Humberto Velázquez Villalvazo. “Esos policías tienen que explicar qué pasó con este muchachito”, exige el empresario.
La denuncia, de la que Proceso tiene copia, contiene un análisis detallado de los abusos en que presuntamente incurrieron los agentes señalados, las inconsistencias en la averiguación previa y el ilegal traslado al 28 Batallón de Infantería cuando en Tijuana hay separos de la PGR. También se refiere a las torturas a las que supuestamente fueron sometidos los tres primeros detenidos, y cómo los sacaron del arraigo en Tijuana para ser trasladados a Tecate, donde, dice, los obligaron a autoinculparse en tres averiguaciones previas del fuero común.
“El reclamo que hacemos es por una cuestión de justicia, de honor y de civismo. ¡Cómo, teniendo una Constitución, hay servidores públicos que la masquen de arriba para abajo!”, dice indignado Juan Aldrete, quien ya consiguió sumar a su causa a más de 200 personas agraviadas directa o indirectamente por las detenciones del 7 de abril.
“Hubo menores de edad, mujeres y ancianos que fueron encañonados; una mujer embarazada, la esposa de Benjamín Guzmán Quintanilla, perdió a su bebé; los domicilios fueron desvalijados; hay familias que perdieron su principal sustento. Nuestros seres queridos, después de tres años, no pueden superar el trauma de haber sido torturados. Hace poco me enteré de la tortura en las orejas… Fueron muchísimas atrocidades que duelen más porque fueron cometidas por autoridades federales”, enfatiza Aldrete.
Esta es la historia que el pasado 11 de agosto le contó el empresario al activista por la paz Javier Sicilia cuando pasó por Tijuana, antes de proponerle la conformación de una red de víctimas de la guerra contra el narcotráfico en Baja California.
“Antes de lo que ocurrió a mi familia, yo no sabía nada de los derechos humanos; me ocupaba de mis negocios y de mi entorno. Pero al darme cuenta de todos los agravios que hubo, me decidí con las demás familias a crear esta organización que lo único que pretende es que nadie más sufra lo que nosotros vivimos”, puntualiza Juan Aldrete.