En Guerrero: muerte, miedo, éxodo, pueblos fantasmas

sábado, 12 de enero de 2013 · 19:17
Tecpan de Galeana, municipio de la Costa Grande de Guerrero, es otra de las regiones del país incendiadas por la violencia del narcotráfico. Sicarios al servicio de los hermanos Beltrán Leyva o de la Familia Michoacana, de Los Caballeros Templarios o del Cártel del Golfo, tienen sometidos y aterrados a los habitantes de varias comunidades y pueblos, muchos de ellos abandonados ya y reducidos a cenizas. Pero el problema se agrava porque, según constató Proceso en un recorrido por la zona, a las agresiones del crimen organizado se suman las del Ejército… TECPAN DE GALEANA, Gro. (Proceso).- La violencia desatada por grupos del crimen organizado que pretenden el control de la Costa Grande y la Tierra Caliente de Guerrero –zonas estratégicas para la producción y trasiego de estupefacientes– cobró al menos 925 vidas en esta entidad durante 2012, según un recuento del diario Reforma. De acuerdo con fuentes policiales, el cártel de los Beltrán Leyva tendría el control de cinco de las siete regiones en que se divide Guerrero por conducto de grupos más pequeños, como el Cártel Independiente de Acapulco, los Rojos y Guerreros Unidos. En la Tierra Caliente y la Costa Grande los Beltrán se aliaron con Los Zetas para disputarse el territorio con La Familia Michoacana, Los Caballeros Templarios y el cártel del Golfo. Sólo en el tramo carretero que va de Coyuca de Benítez a Zihuatanejo, el semanario El Sur, en su edición del pasado 31 de diciembre, contabilizó 56 ejecutados, muchos de ellos con narcomensajes. Sobre esa carretera, según el recuento de El Sur, entre otros hechos violentos en 2012 fueron levantadas seis personas originarias de Zapopan, Jalisco, que aún siguen desaparecidas, así como los alcaldes Rafael Ariza, de Coyuca de Benítez, y Nadín Torralba, de Tecpan de Galeana, de quienes hasta la fecha se desconoce el paradero; además fue bloqueado el tramo carretero Feliciano-Lázaro Cárdenas con cuatro camiones incendiados el 10 de agosto, fecha en la que hubo bloqueos similares en Apatzingán y Nueva Italia, Michoacán. En la región de la sierra, donde muchos crímenes no se reportan, se generalizó el desplazamiento de comunidades amenazadas por grupos de la delincuencia organizada. En Tecpan de Galeana al menos 20 comunidades han sido abandonadas, según informa el activista Leopoldo Soberanis, quien guía a Proceso en un recorrido por seis pueblos abandonados: La Palapa, Huamilito, Cuaulotal, El Banco, Ojo de Agua y La Ciénaga. El camino de terracería por el que se llega a los caseríos abandonados está bordeado de pastizales de más de un metro de altura. “Es la prueba del abandono. Hasta hace dos años por aquí pastaba ganado fino; cada día se recolectaban hasta diez mil litros de leche y a la semana unos 300 becerros de engorda se trasportaban hasta Tecpan para su venta”, recuerda Soberanis. El éxodo estuvo precedido de una docena de asesinatos y éstos a su vez de apariciones esporádicas de cuando menos 60 hombres encapuchados, vestidos con trajes de corte militar o de color negro y provistos de armas de grueso calibre, que se paseaban amenazantes por los pueblos. “Al principio invitaban a la gente a que se fueran con ellos, y cuando vieron que nadie quería, comenzaron a amenazar. Le pedían a la gente que se saliera de los pueblos, y empezaron a matar gente”, narra uno de los guías del recorrido. Soberanis logró reunir los nombres y algunas fotografías de más de cien presuntos gatilleros –datos que pudieron ser consultados por Proceso– que tienen presencia en 20 comunidades de Tecpan y Petatlán y tienen aterrada a la población serrana. Según la información recabada por Soberanis los pistoleros “son gente de Crescenciano Chano Arreola Salto, y son Caballeros Templarios” que operan con Alberto Bravo, El Gavilán, y son financiados “con dinero del narcotráfico, secuestros y extorsiones”. Cuenta el activista que los sicarios suelen llegar de improviso a las comunidades, reúnen a los habitantes y les exigen un pago mensual de 200 pesos por casa y mil por comercio. Les piden además que se unan a su grupo delictivo “o de lo contrario tienen que abandonar sus casas y propiedades, incluyendo ganado; a los pobladores no los dejan sacar nada, ni siquiera sus documentos personales”. Recorrido por la destrucción El recorrido por los pueblos abandonados deprime. Las casas, las tiendas, las escuelas están vacías. Fueron saqueadas y, algunas, quemadas. En La Palapa los primeros en huir fueron los encargados de la caseta telefónica. La gente de Chano Arreola llamaba para amenazar y exigir cuotas. En El Banco, la que fuera casa de Alejandro Acosta llama la atención. En la puerta de entrada una silla de bebé quemada da cuenta de la tragedia. Los herrajes están retorcidos y el techo, en otro tiempo blanco, ennegrecido por el fuego. Una breve inspección deja claro que el incendio se inició en el fondo de la vivienda, lúgubre en su interior, donde el piso de cerámica reventó. En otras habitaciones sólo quedaron los tambores de metal de las camas. En un cuarto yacen desperdigados juguetes de bebé tiznados. En el área de la estancia no hay rastros de muebles y en la cocina sólo quedan algunos utensilios achicharrados. Uno de los guías precisa que Alejandro y su familia huyeron antes del incendio. “Cuando él regresó a recuperar sus cosas y vio su casa quemada se volvió loco. Ahora está en un sanatorio en la Ciudad de México”. En El Huamilito un perro flaco huye despavorido cuando escucha los motores de las camionetas en las que viajan la reportera y el fotógrafo de Proceso. En La Ciénaga, manchones cenicientos y pilares ennegrecidos señalan que ahí antes había casas. En una de ellas, de madera con acceso a una tienda comunitaria, sólo quedaron regados envases de ácido fólico. De otras casas sólo quedó la obra negra, como la de doña Rufina Rangel Orozco. Ella fue de las últimas en abandonar La Ciénaga. Fue el 24 de marzo de 2012. Huyó en una camioneta de pasajeros que llegó por los pocos que quedaban en el pueblo. Pasó una noche con sus hijos en San Luis La Loma y después regresó para rescatar sus pertenencias, pero encontró todo quemado. Entrevistada en San Luis La Loma, doña Rufina cuenta que había decidido permanecer en La Ciénaga porque entre el 15 y el 16 de marzo los sicarios se llevaron al señor Crescencio Hernández y a un joven de nombre Román. “Como yo acompañaba a las familias en los rezos en los que pedíamos a Dios que aparecieran esos señores, no quería dejarlas solas, hasta que un día nos dijeron que ya teníamos que irnos y me quedé solamente con lo que traía puesto”. Los cuerpos de Román y Crescencio aparecieron después en el campo; el del segundo, devorado por los zopilotes, recuerda Luis Rey Pineda. Luis dice que el 23 de marzo él y su familia fueron a una fiesta en San Luis La Loma y al día siguiente les avisaron que mejor no regresaran a La Ciénaga. Su casa también quedó hecha cenizas. Ejecuciones extrajudiciales Algunas viviendas abandonadas también fueron allanadas por soldados, apunta Soberanis, quien ha recibido quejas de pobladores que descubrieron a soldados en la rapiña. “En Huamilito, Francisco García Soberanis fue a la casa abandonada de su hijo, José García Ayvar, asesinado mientras ordeñaba, el 14 de julio de 2011. Cuando llegó vio a soldados que cargaban un camión militar con la estufa, el refrigerador, colchones, ventiladores y demás propiedades de su familia. Don Francisco reclamó y de inmediato bajaron las cosas. Esa es una de las quejas de la gente de la sierra, que no sólo los delincuentes, sino también los soldados, han allanado las casas abandonadas y las han vaciado; es común ver camiones militares cargados de muebles; si acaso los tapan con lonas verdes.” La rapiña es uno de los abusos cometidos por el Ejército en esta región. Detenciones arbitrarias, golpes, allanamientos, cateos ilegales, robos, agresiones físicas, tortura y ejecuciones extrajudiciales son algunas de las quejas integradas en 60 expedientes abiertos contra miembros de las Fuerzas Armadas en la región por la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos del Estado de Guerrero (Contralínea, 14 de octubre de 2012). Entre los casos más graves está la presunta ejecución extrajudicial de seis hombres que fueron sacados de una fiesta familiar en el poblado de El Tule, el 1 de septiembre de 2012. Una de las víctimas, Jorge Granados Ávila, tenía 16 años; tres más –Heber Granados García, Bulmaro Granados Sánchez y José Olea López– tenían 17; José Carlos Atlixco Isidra tenía 23, y Joaquín Granados Vargas 37; este último estaba paralítico. Los seis fueron llevados a un paraje de una ranchería conocida como El Guayabo. Para llegar a ese punto se necesita abrir por lo menos dos portones para ganado, caminar entre la maleza y sortear un riachuelo.­ Los cuerpos de los hombres aparecieron cerca de una ladera. De acuerdo con los primeros peritajes, los seis fueron torturados. Los agresores se ensañaron con el hombre paralítico. Cuatro murieron de disparos en el pecho y dos en la cabeza, hechos a no más de cinco metros de distancia.­ Aun cuando en el comunicado de la Secretaría de la Defensa del pasado 2 de diciembre se argumenta que los seis cayeron en un enfrentamiento con soldados, los enviados de Proceso visitaron el sitio donde se localizaron los cuerpos. El área es tan reducida que hace imposible pensar en un enfrentamiento: Es una pequeña cañada de no más de 12 metros cuadrados limitada por dos laderas que se unen en forma de herradura. Animados por Leopoldo Soberanis, quien reportó los hechos ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y la oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, los familiares de las víctimas denunciaron los homicidios ante la Procuraduría General de Justicia del estado. “Se han hecho algunas diligencias que van corroborando la ejecución extrajudicial; queda pendiente la exhumación de los cuerpos que estaba prevista para el 13 de diciembre, pero en la víspera nos avisaron que no la realizarían porque no había condiciones, pero no nos dieron más explicaciones”, explica Soberanis. En El Tule, Solfina Vargas, madre de Joaquín Granados, dice de él: “Hacía ocho años que estaba en una silla de ruedas por un accidente; no le hacía males a nadie, no podía defenderse ni con un garrote”. Antonia Ayvar Ureña, abuela de Jorge Granados Ávila, quien el 16 de septiembre de 2012 cumpliría 17 años, agrega: “Los guachos (soldados) llegaron y preguntaron los nombres de los que estaban en la casa. Había más hombres pero nomás se llevaron a los seis. Cuando el gobierno (soldados) se llevaba a mi niño yo traté de arrebatárselos pero me empujaron con sus armas”. Llorosas, las dos mujeres cuentan que confiaban en que los seis detenidos por el Ejército fueran llevados al Ministerio Público. Aseguran que en la región son cotidianas las detenciones arbitrarias por parte de las Fuerzas Armadas. Graciela Granados, familiar de las víctimas, cuenta que dos de sus hijos, Azael y Eleazar Fernández Granados, fueron detenidos en diciembre de 2008 y marzo de 2009, respectivamente, acusados de portación de armas. Fueron llevados a las Islas Marías. “Al primero lo agarraron ordeñando y ya salió libre; al segundo lo pescaron camino a San Luis San Pedro. Me dicen los abogados que ya va pa’ fuera porque no le han comprobado nada”. Otro caso reciente es el de Jorge Luis García, a quien se llevaron preso después de pescar camarones. “Los camarones quedaron tirados en el camino, pero los guachos dijeron que traiba armas y explosivos y que manejaba una camioneta. Así hay mucha gente inocente en la cárcel, por eso nunca pensamos que a los muchachos los iban a matar”, dice Solfina. Las mujeres cuentan que desde hace cuatro años la comunidad de El Tule se ha visto particularmente acosada por miembros del 19 Batallón de Infantería. “Llegan a las casas y se roban lo que quieren, hasta los trapeadores”, denuncia doña Graciela. “Esperemos que con este nuevo gobierno (de Enrique Peña Nieto) se corrijan las cosas porque ya nos cansamos. Ahí tengo mi machete y si se vuelven a meter a robar a mi casa por lo menos uno (soldado) me llevo, aunque después me lleven a mí”. Antonia Ayvar dice que el 11 de septiembre se encontró con un par de vehícu­los militares llenos de soldados en el río. “Les grité: ‘¡Asesinos!’ Me contestaron: ‘Señora, cálmese si no quiere que le pase lo mismo’. Pero yo les seguí gritando porque tenía que maltratarlos. Ya no me importa nada si me quitaron lo que yo más quería en la vida, mi criatura. No tengo miedo”. Acusaciones puntuales En la región los señalamientos contra mandos militares por su presunta colusión con los jefes del narcotráfico no son nuevos. En diciembre de 2008 aparecieron narcomantas en Petatlán, La Unión y Acapulco en las que se acusaba al entonces comandante del 19 Batallón de Infantería, Víctor Manuel González Trejo, y a un tal mayor Palma, de proteger a Rogaciano Alba y de proporcionar soldados para “catear casas, desaparecer personas y matar gente”. Otros mensajes acusaban al teniente coronel José Alfaro Zepeda Soto, comandante del grupo de Morteros de Zacatula, de estar vinculado con Los Zetas, en específico con José Antonio Pineda, El Calentano.­ El 10 de septiembre, convocados por Leopoldo Soberanis, los habitantes de San Luis La Loma –uno de los poblados más grandes del municipio de Tecpan, localidad popularmente conocida como “San Luis La Goma” porque es paso obligado de los productores de goma de opio– decidieron bloquear la carretera Acapulco-Zihuatanejo para protestar por los atropellos cometidos por el Ejército. Una de las personas que protestó ese día es Karina Serna Rodríguez, mujer morena, alta y de voz fuerte, originaria de San Luis La Loma y que dice estar dispuesta a lo que sea con tal de saber qué pasó realmente con su esposo, Raúl Magaña Otero. Temprano en la mañana del 22 de enero de 2012, tras escuchar que llamaban a la puerta, Raúl, de oficio mecánico, fue a abrirla: unos 20 soldados del 19 Batallón de Infantería entraron violentamente a su casa, “la revisaron toda, hasta las almohadas, y se robaron lo que pudieron, hasta ropa interior de hombre y de mujer”, asegura Karina. Mientras un grupo de militares saqueaba la casa, otros golpeaban a Raúl delante de Karina y sus tres hijos, de 16, 10 y ocho años. “Toda la gente se dio cuenta porque nosotros gritábamos; lo golpeaban en todo el cuerpo, le pusieron la cabeza entre las ramas de un árbol de naranjo y lo jalaban de los pies, lo golpearon hasta las 10 de la mañana y vomitaba sangre; a la casa llegaron más soldados; en total conté 36”. A las 10 de la mañana los militares se llevaron a Raúl rumbo a Zihuatanejo, pero antes pasaron al 19 Batallón, en Petatlán. El 24 de enero Karina pudo ver a su marido en la subdelegación de la PGR en Zihuatanejo. “Estaba todo golpeado y me dijo que orinaba y defecaba sangre; me regresé a San Luis y en la noche me entero por la televisión que mi marido se había suicidado en el Cereso de Zihuatanejo”. La versión oficial reproducida por medios locales asegura que Magaña fue detenido el 22 de enero por efectivos militares en calles de Tecpan de Galeana con armas de uso exclusivo del Ejército, que ingresó a las 13:00 horas al Centro de Readaptación Social y a las 19:30 lo descubrieron ahorcado “con una cuerda de hamaca” en los baños del penal. Las fotografías publicadas en los medios locales muestran a Raúl con el torso desnudo, una cuerda negra alrededor del cuello y moretones en el tórax y el rostro. Karina dice que muy temprano por la mañana se presentó en el penal, pero ahí le dijeron que fuera a una funeraria de Zihuatanejo donde su esposo ya estaba listo para ser sepultado. “No me dieron acta de defunción ni la necropsia. Me enteré de que esos papeles me los tenían que dar hasta que hablé con la gente de la CNDH; ellos dicen que van a exhumar el cuerpo para ver de qué murió”. Karina cuenta que su exigencia de verdad y justicia le ha acarreado represalias. Su familia es constantemente vigilada, automóviles con personas desconocidas los siguen, reciben llamadas anónimas amenazantes y la peor parte la ha llevado su hijo mayor, de 16 años, también mecánico.­ “Un día llegó a la casa con la camioneta chocada. Una Hummer le pasó por encima; donde lo veían, los guachos lo agarraban y le preguntaban por gente armada. Lo peor ocurrió cuando empezó a recibir llamadas a su celular, le decían que su papá no estaba muerto, que lo estaba esperando en Zihuatanejo, que fuera por él; en varias ocasiones tuve que pedir ayuda para sacar a mi hijo del panteón: Llegaba a la tumba de su papá y rascaba y rascaba con las uñas, decía que estaba vivo”, confía Karina, quien, al hablar de su hijo, por primera vez en la charla toma aire para no llorar. Con ayuda de su familia la mujer mandó a su hijo a Estados Unidos. Tenía que protegerlo. Ella carga aún con las secuelas del abuso: “Mis niños chiquitos lloran cuando ven a los guachos y yo tuve que dejar de manejar. Cuando veía carros con guachos soltaba el volante de miedo; me han tenido que llevar al hospital por la depresión; no me cabe en la cabeza que él se haya suicidado, adoraba a sus hijos. La última vez que lo vi (el 24 de enero de 2012) me dijo que el sábado quería verlos”. Karina, quien era ama de casa y ahora tiene que trabajar para mantener a sus hijos, no oculta su coraje contra el expresidente Felipe Calderón, al que responsabiliza de la muerte de su marido por poner a los militares al frente de la guerra contra el narcotráfico.­ “¿Quién es Felipe Calderón para ordenar a los guachos entrar a mi casa y llevarse a mi marido? Claro, él está ahora muy tranquilo con sus hijos y su mujer cuidados por guaruras que pagamos los mexicanos con nuestros impuestos. Si me lo pusieran enfrente, me daría por bien servida si le planto dos cachetadas.”

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