Una lección de dignidad

miércoles, 23 de octubre de 2013 · 22:03
Figura emblemática, hombre de ley que supo fundir vida e historia y cuyo aire de libertad concitó reconocimientos universales, el sudafricano Nelson Mandela lleva semanas en estado vegetativo a causa de una enfermedad detonada en junio pasado por una infección pulmonar. A sus 95 años, está desconectado del mundo y de su entorno familiar, donde las disputas por su herencia crecen de tono y enturbian su figura que durante décadas se convirtió en leyenda al dar al mundo una lección de dignidad. Su largo camino hacia la libertad –como tituló a su autobiografía publicada recientemente por editorial Aguilar– está a punto de terminar. MÉXICO, D.F. (Proceso).- Durante más de medio siglo, el sudafricano Nelson Mandela supo fundir vida e historia. Pero en el ocaso de su existencia –cumplió 95 años el pasado 18 de julio– esa simbiosis comenzó a resquebrajarse de manera inexorable. Hoy, Sudáfrica vive horas confusas bajo la conducción del presidente Jacob Zuma, mientras la senilidad envuelve a Mandela. Desde hace meses los problemas familiares y la enfermedad lo agobian. A principios de año sólo se enteraba de los sucesos de su país de manera episódica cuando Graça Machel, su esposa desde hace 15 años, le mostraba algún periódico, pero a partir de junio pasado, cuando ingresó al hospital, se cerró incluso esa ventana al mundo. En su larga vida Mandela ha observado todo. Desde su adolescencia, sus ciclos han estado llenos de vicisitudes. A mediados del siglo pasado, cuando empezó a litigar para defender a sus coterráneos del oprobioso sistema de segregación racial, sus días estuvieron cargados de incertidumbre. Eran los tiempos de resistencia, hipotecado el futuro de su país. A partir de los sesenta vinieron las décadas de cautiverio: la isla de Robben, Pollsmoor y la prisión de Victor Verster, con sus eternos días de soledad y reflexión. Y cuando recuperó su libertad a principios de los noventa, tras un prolongado ciclo de negociaciones, su singular figura y su pueblo cobraron dimensiones universales. Nunca se consideró ni santo ni profeta, sino un patriota africano no comunista, como declaró a los periodistas en febrero de 1990, apenas abandonó la cárcel. En 1993 compartió el Premio Nobel de la Paz con Frederik Willem de Klerk, y un año después se convirtió en el primer presidente negro de Sudáfrica. Ahí permaneció hasta junio de 1999. Retirado ya de la política, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) decidió, en noviembre de 2009, instituir el 18 de julio como el Día Internacional de Nelson Mandela en reconocimiento a su contribución a la cultura de la paz y la libertad. A la manera del Günter Grass de Mi siglo, Mandela supo amalgamar su pasanpresenfuturo y vivir siempre hacia adelante, por amor a la vida y a su pueblo; por dignidad. Y así lo consigna en su autobiografía El largo camino hacia la libertad (Aguilar, México, 2013, 688 p.), escrita con el apoyo del editor Richard Stengel, de la revista Time: “La cárcel y las autoridades conspiran para robar la dignidad al hombre. Eso, por sí solo, garantizaba mi supervivencia. Todo hombre o institución que intente arrebatarme mi dignidad sufrirá una derrota, porque no estoy dispuesto a perderla a ningún precio ni bajo ninguna clase de presión. Jamás pensé seriamente en la posibilidad de que una condena de por vida significara en realidad para siempre, y que moriría entre rejas… siempre supe que, algún día, volvería a sentir la hierba bajo mis pies y caminaría bajo el sol como un hombre libre.” En sus reflexiones desde la isla de Robben, en solitario, Mandela entreveía ya un futuro libre. En la década de los ochenta, sus compañeros del Consejo Nacional Africano (CNA) –con Oliver Tambo a la cabeza y desde el exilio– decidieron poner en marcha una campaña internacional para exigir la liberación de Mandela y los demás dirigentes de la organización presos desde la década de los sesenta. Por esas fechas, él era un desconocido en su propio país y en el extranjero. Cuenta Mandela: “En marzo de 1980 apareció en el Johannesburgo Sunday Post una historia que desde luego no pude leer. El encabezamiento era ‘¡Libertad a Mandela!’. En su interior había una petición, que los lectores podían firmar, en la que se solicitaba mi liberación, así como la de mis compañeros encarcelados por motivos políticos. Aunque seguía en vigor para los periódicos la prohibición de publicar mi foto o cualquier cosa que pudiera haber dicho o escrito en mi vida. La campaña del Post actuó como detonante de un debate público sobre nuestra liberación… “No hay duda de que los millones de personas que subsiguientemente respaldaron esta campaña no tenían ni idea de quién era exactamente Nelson Mandela. (Me han contado que cuando pegaron los carteles en Londres con la leyenda ¡Free Mandela!, la mayor parte de los jóvenes pensaron que mi nombre de pila era Free…)” Y puso a bailar al mundo A mediados de los ochenta, el gobierno sudafricano intentó negociar con Mandela su libertad si renunciaba a la violencia. Las capitales europeas comenzaron a identificar al emblemático líder. Los mítines y las movilizaciones eran animados por música combatiente, sobremanera por la pieza “Free Nelson Mandela”, del grupo The Specials. Grabada en 1984, la canción se convirtió en emblema, en himno libertario… y puso a bailar al mundo. Ese mismo año, el obispo Desmond Tutu, recibió el Premio Nobel de la Paz. El primero en obtenerlo fue el presidente del CNA Albert Luthuli, en 1960. En 1993 llegaron, juntos, los del propio Mandela y De Klerk. En el ínterin, en 1991, la escritora Nadine Gordimer ganó el de Literatura; en 2003 tocó el turno a su colega John M. Coetzee. El bloqueo contra el régimen segregacionista encabezado entonces por Pieter W. Botha se cimbraba ya, acuciado por las presiones internacionales. El 31 de enero de 1985 llegó la primera propuesta de diálogo de P. W. Botha. Durante los meses siguientes continuó el intercambio de impresiones entre ambos. Finalmente, Mandela escribió uno de sus singulares discursos y pidió a una de sus hijas que lo leyera en público el 10 de febrero de 1986, de cara a la nación, según consigna en su autobiografía: “Soy miembro del CNA. Siempre he sido miembro del CNA y seguiré siendo miembro hasta el día de mi muerte. Oliver Tambo es para mí más que un hermano. Ha sido mi mejor amigo y camarada durante casi 50 años. Si hay entre vosotros alguien que desee mi libertad, Oliver Tambo la desea aún más y sé que daría su vida por verme libre.” Mandela –“hombre de leyes”, como lo definió años más tarde el filósofo Jacques Derrida– no sólo se negaba a renunciar a la violencia, como pedía su interlocutor, también manifestaba su respeto al célebre presidente del CNA que desde el exilio había dado luz verde para iniciar una campaña mundial contra el apartheid. En lugar de justicia, Mandela apelaba a la legalidad. “Me sorprenden las condiciones que el gobierno desea imponerme. No soy un hombre violento… Sólo cuando no nos quedaron más medios de resistencia tuvimos que recurrir a la lucha armada –escribió Mandela–. Que Botha demuestre que es diferente de Maham Strijdom y Verwoerd. Que renuncie él a la violencia. Que diga públicamente que desmantelará el sistema del apartheid. Que levante la prohibición que pesa sobre la organización del pueblo, el Congreso Nacional Africano. Que libere a todos aquellos que han sido encarcelados, proscritos o exiliados por su oposición al apartheid. Que garantice la libertad política para que el pueblo pueda decidir qué desea que le gobierne”. Y concluyó: “Amo profundamente mi libertad, pero amo más la nuestra. Ha muerto demasiada gente desde que ingresé en prisión. Demasiada gente ha sufrido por su amor a la libertad. Es mi deber para con sus viudas, sus huérfanos y sus padres, que han sufrido y llorado por ellos… “Sólo los hombres libres pueden negociar. Los prisioneros no pueden formalizar contratos… No puedo, ni pienso hacer promesas en un momento en que vosotros, el pueblo, y yo, no somos libres. No se puede separar vuestra libertad de la mía.” Aún no caía el Muro de Berlín cuando el grupo británico UB40 llenó la Plaza Roja de Moscú en octubre de 1986. La multitud comenzó a corear la melodía “We’ll sing our own song” (“Cantaremos nuestra propia canción”), en particular el coro “Amandla Ngawethu” (“Poder al pueblo”) –la misma consigna pronunciada en la década de los sesenta por los seguidores del CNA, cuando Mandela y otros integrantes de la organización enfrentaron el célebre juicio de Rivonia–. El puño derecho en alto y, al lado del escenario, flotando, la bandera de Sudáfrica. Luego vino el megaconcierto del 11 de junio de 1988 en el estadio de Wembley en homenaje a Mandela con motivo de su setenta aniversario. Su promotor fue el showman Tony Hollingsworth, quien reunió a 83 artistas sin saber que el cumpleaños de Mandela era el 18 de julio; eso no le importó. Su propósito era difundir el maratón musical por televisión. La señal se captó en 67 países. ¿Por qué este hombre? En medio de esta parafernalia, la escritora Susan Sontag escribió en agosto de 1986 su artículo “A Nelson Mandela” en el cual se preguntó: ¿Por qué este hombre? ¿Por qué este país?” Y respondió: “Mandela representa no sólo las aspiraciones de la mayor parte de la gente de todo el mundo, sino también a una comunidad muy numerosa de su propio país, que le reconoce como su líder. “(…) Este hombre, en prisión, recibe (o se niega a recibir) a importantes visitantes de su país, como la principal figura política que es. Jefe tácito de un partido político que, aunque no desempeña un papel político formal y tiene su cuartel general en el exilio, ostenta ya un poder importantísimo; de facto, es el jefe de Estado, el presidente de un país democrático que todavía no existe, pero que existirá; es tanto un símbolo –viviendo en lo que (dadas las actuales realidades de su país) es un lugar caracterizadamente simbólico, una prisión– como una fuerza política sumamente real. “(…) Con este hombre es diferente. No buscamos simplemente su libertad; respetamos su decisión de permanecer en prisión. Creemos que los días del gobierno actual están contados. Liberar a este prisionero supone originar la caída del gobierno del más restringido apartheid. No tratamos su libertad fundándonos en la compasión, sino por motivos políticos. Porque su libertad, cuando la tenga, constituirá un paso importante hacia la liberación de la mayoría de sus compatriotas.” Mandela continuaba en la cárcel, aunque desde 1982 él y otros miembros del CNA –Walter Sisulu, Raymond Mhlaba y Andrew Mlangesi– habían sido trasladados a la de Pollsmoor, donde sus condiciones de vida eran menos oprobiosas. De esa época, cuando antepuso los intereses de su pueblo a su propia conciencia de justicia, escribe Mandela en El largo camino hacia la libertad: “Nada tiene principio ni fin; sólo existe la propia mente, que empieza a jugarle a uno malas pasadas. ¿Se trata de un sueño o ha ocurrido algo realmente? Uno empieza a cuestionárselo todo. ¿He tomado la decisión correcta? ¿Sirve de algo mi sacrificio? Cuando uno está a solas, no hay noticia que nos distraiga de esas angustiosas preguntas. “Y sin embargo, el cuerpo humano tiene la enorme capacidad de adaptación a las circunstancias cambiantes. Descubrí que es posible soportar lo indecible si uno mantiene la fortaleza de espíritu, aunque el cuerpo esté siendo puesto a prueba. Las convicciones profundas constituyen el secreto de la supervivencia frente a las privaciones. Incluso con el estómago vacío.” De esa lección de dignidad están impregnadas las páginas de la autobiografía de Mandela. Habla también del jardín cultivado por él durante su cautiverio, una verdadera metáfora de la libertad: “Un jardín era una de las pocas cosas que uno podía controlar estando en la cárcel. Plantar una semilla, verla crecer, cuidar la planta y después recoger sus frutos era una satisfacción sencilla pero profunda. La sensación de ser el custodio de aquella pequeña superficie de tierra tenía un cierto regusto de libertad. “De algún modo. Veía mi huerto como una metáfora de algunos aspectos de mi vida. Un líder también tiene que atender su jardín. También él planta semillas y después observa, cultiva y cosecha los resultados. Al igual que un jardinero, un líder debe aceptar la responsabilidad por lo que cultiva; debe estar pendiente de su tarea, rechazar a los enemigos, preservar lo que pueda ser preservado y prescindir de aquello que no da fruto.” Los encuentros continuaron. En 1986, Mandela se reunió con el Ministro de Justicia Kobie Coetsse, uno de sus principales interlocutores en el gobierno de Botha. La primera reunión formal con Botha se dio en mayo de 1988. El 9 de diciembre de ese año las autoridades deciden cambiar a Mandela a la prisión de Victor Verster. Para marzo de 1989, Mandela envía un documento a Botha en el cual le propone discutir sólo tres de los puntos que planteaba el gobierno: abandono de la violencia, la ruptura con el Partido Comunista de Sudáfrica y la renuncia a un gobierno de mayoría, según expone en su autobiografía. Largos meses sin respuesta. El 10 de octubre De Klerk anuncia la liberación de Sisulu y seis miembros del CNA. En enero de 1990 Botha sufre un ataque de apoplejía, al tiempo que se intensifica el bloqueo de Estados Unidos contra el régimen sudafricano. Botha no puede más y anuncia su renuncia meses después, en agosto. Lo sustituye Frederik de Klerk –“No era un ideólogo, sino un pragmático, un hombre que consideraba que el cambio era necesario e inevitable”, escribe Mandela–. Un futuro incierto Nelson Mandela concluye su autobiografía en 1993, poco después de recibir el Nobel junto con De Klerk y poco antes de asumir la presidencia. En las tres últimas páginas hace una auténtica recapitulación de su longeva existencia. Los últimos 10 años de Mandela, cargados de activismo político, múltiples viajes y discursos; de violencia y enfermedades no están en su autobiografía. Al dejar el poder su estrella se opacó y él optó por atender los problemas familiares. La separación de Winnie, su segunda esposa –la más solidaria y con la que menos convivió debido a su prolongado cautiverio– provocó fisuras en su entorno privado. Y aun cuando él supo remontar ese capítulo –en 1998 se casó con la mozambiqueña Graça Machel, casi al final de su presidencia–, hoy lo agobian los innumerables problemas de sus hijas y nietos, ávidos por quedarse con su herencia. El abogado George Bizos, quien en la década pasada defendió a Winnie de los delitos que se le imputaban, habló en mayo pasado con el periodista John Carlin sobre las vicisitudes del legendario líder cuya vida se apaga. Según él, Mandela provocó esa ruptura desde hace muchos años, cuando optó por anteponer la causa de su pueblo a la de su familia biológica. Lapidaria confesión la de Bizos, quien a sus 84 años acompañó a Mandela en la etapa más azarosa de Sudáfrica. Meses antes, en diciembre de 2012, el propio Carlin escribió sobre “La enfermedad oculta de Mandela”: “En cierto modo es una suerte que, cuando le vi por última vez hace ya más de tres años, Nelson Mandela se enterara de poco de lo que le rodeaba. Se ha salvado de tener que contemplar el espectáculo de la sórdida lucha por el poder entre sus sucesores al frente del CNA y de la corrupción reinante en todos los estamentos de gobierno. Se ha salvado también de ver cómo la gente del presidente Jacob Zuma ha engañado y manipulado la información sobre su salud desde que fue hospitalizado el sábado de la semana pasada. Él lo hubiera hecho de otra manera” (El País, 15 de diciembre de 2012). En junio último vino su ingreso al hospital y la recaída mortal que hoy lo mantiene en estado vegetativo. Y aun cuando Winnie declaró a principios de mes que Mandela reacciona bien, Graça dice que Mandela aún experimenta dolor. Así sus últimos días. Y mientras sus descendientes buscan afanosamente quedarse con su herencia, la historia pierde a uno de sus líderes más singulares. Esa es su historia, esa es su tragedia. En esta época de enhiesta tecnolatría sobresale su emblemática figura, equiparable a la del indignado Stéphane Hessel, quien murió el pasado 13 de febrero a los 95 años, y a la del general vietnamita Vo Nguyen Giap –ese dardo en el corazón de Estados Unidos–, fallecido el pasado 4 de octubre a los 102 años. Puedes leer un adelanto del libro aquí:

El largo camino hacia la libertad, de Mandela by Revista Proceso

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