La Decena Trágica: Reyes y Velarde, testigos silenciosos

martes, 12 de febrero de 2013 · 12:28
Si en Alfonso Reyes se explica que apenas se refiriera a los hechos sangrientos de las jornadas de febrero de 1913 por el dolor que la muerte de su padre le producía, así como las profundas diferencias con su hermano mayor Rodolfo, en el poeta maderista Ramón López Velarde sólo cabe especular. El hecho es que prácticamente en la víspera del alzamiento deja de colaborar en el periódico La Nación de su amigo Eduardo J. Correa. ¿Qué pudo haber sucedido? MÉXICO, D.F. (Proceso).- Ocurrida hace cien años, su reverberación aún está lejos de agotarse. La Decena Trágica es un acontecimiento fascinante sobre el que se ha escrito mucho, y se escribirá mucho más aún.1 Pese a la considerable cantidad de investigaciones y estudios, al elevado número de registros fotográficos de los hechos, a la abundancia de elementos aportados por testigos y actores (artículos periodísticos, memorias, diarios, cartas y otros textos de carácter autobiográfico), que en conjunto permiten saber de manera casi pormenorizada por qué motivos y en qué circunstancias se fraguó el cuartelazo, cuáles fueron sus instigadores, cómo se desarrolló, y quiénes y en qué momento participaron de manera activa en él, se tiene siempre la sensación de que la información disponible todavía no es suficiente, que el rompecabezas, pese a la abundancia de piezas, estará siempre incompleto. Quizás porque, aunque Rodolfo Reyes se afanó por contar su versión de los hechos2 tratando de justificarse, nunca contaremos, para compensarlo, con el testimonio de su hermano Alfonso. Lo mismo hizo otro de los acérrimos opositores de Madero: el diputado Querido Moheno Tabares, abierto instigador, desde la prensa, del levantamiento armado. No tuvo empacho para publicar, en 1939, bajo el sello de Ediciones Botas, Mi actuación política después de la Decena Trágica. En cambio, sólo podemos conjeturar qué habrá pensado acerca de los crueles acontecimientos el maderista Ramón López Velarde, cuyas habituales colaboraciones de corte político en la página editorial del diario La Nación cesaron abruptamente después del 7 de febrero de 1913.   II   El impresionante silencio de Alfonso Reyes con relación a lo ocurrido en aquellos infaustos días obedece, como él mismo lo dice en su Oración del 9 de febrero, a la dificultad de “bajar a la zona más temblorosa de nuestros pudores y respetos”. No es que a Reyes le costara trabajo ver. Tenía bastante claro lo que había sucedido con relación a la sublevación y al papel que el general Bernardo Reyes había tenido en ella. Era el inagotable dolor que la muerte de su padre le producía, y las profundas diferencias con Rodolfo, el hermano mayor, lo que siempre le orilló a callar. Aparte de esa honda y concentrada evocación y apología de su padre, parecería haber evitado en su obra, en su diario y aun en su correspondencia todo signo relativo a esa tragedia, ocurrida “en medio de circunstancias singularmente patéticas y sangrientas, que no sólo interesaban a una familia, sino a todo un pueblo.”3 Sólo en su correspondencia con Martín Luis Guzmán toca el asunto abiertamente, cuando le pide a éste que le ayude a recordar algunos hechos anteriores al estallido de la rebelión. Fuera de eso, de un par de poemas extraordinarios (“9 de febrero de 1913” y “Villa de Unión”) y de menciones en unos cuantos escritos más, Reyes mantuvo una reserva que, incluso como compensación, parece excesiva en comparación con la que a su hermano Rodolfo le faltaba.4   III   En el caso de Ramón López Velarde no queda sino especular acerca de lo que pudo haber sucedido, como lo ha hecho Guillermo Sheridan en la biografía que escribió sobre el poeta.5 Simpatizante de Madero desde la primera hora, como él mismo se declara en el artículo inicial de corte político que publica, titulado simplemente “Madero” (escrito a los 21 años para El Regional, periódico de Guadalajara), López Velarde mantendrá una lealtad invariable hacia el iniciador de la Revolución hasta el fin de sus días, y su maderismo será visible en diversas ocasiones a través de sus artículos. Apenas un año mayor que Reyes, en 1912 López Velarde ejercía el periodismo de una manera más bien esporádica y se ganaba la vida modestamente cuando su amigo Eduardo J. Correa se encargó de la dirección de La Nación, diario fundado en abril de ese año por el Partido Católico Nacional, y lo invitó a colaborar con él. “López Velarde –apunta Sheridan– se convierte en periodista casi de tiempo completo […] como reportero, editorialista y encargado de la sección dedicada a los estados.”6 A partir del 1º de junio de 1912 y hasta finales de ese año publica en las páginas de La Nación casi 150 artículos sobre temas políticos, la mayoría de ellos asuntos de importancia menor, amén de muchos otros, misceláneos, que aparecen sin su firma en diferentes secciones. En 1913, sin embargo, el ritmo de sus colaboraciones mengua, y prácticamente en la víspera del alzamiento contra Madero deja de colaborar en el periódico. ¿Qué pudo haber sucedido? Es desconcertante que López Velarde no haya manifestado su apoyo a Madero y a su gobierno a través de las páginas de La Nación en los primeros días de la Decena, cuando todavía parecía probable que los sublevados cayeran ante las muy superiores fuerzas leales, pero quizá una cierta prudencia política ante la creciente gravedad de los hechos, o diferencias de juicio entre él y Correa, lo llevaron a guardar un silencio que forzosamente habría de mantener una vez que Madero y Pino Suárez fueron asesinados y Huerta se dedicó a matar maderistas –quizá no fue sólo el deseo de ayudar a su familia, como piensa Sheridan, lo que llevó a López Velarde a dejar la Ciudad de México y marchar a San Luis Potosí en aquellos turbulentos días; acaso una amenaza oscureció su ánimo y lo llevó a buscar refugio y un poco de tranquilidad lejos de la capital. Externará su parecer sobre la Decena Trágica sólo hasta diciembre de 1915, en un breve ensayo sobre Antonio Caso publicado en Revista de Revistas: “Por 1913, cuando el insuperable monstruo convertía el país en un charco de lodo y sangre, amasados por las botas alcohólicas del Barrabás, al proyectarse y realizarse, parcialmente, la militarización de las aulas, el licenciado Caso estuvo censurando tal medida.”7 Entre los diversos testimonios de escritores que vivieron los días aciagos de la Decena Trágica, y escribieron al calor de los hechos o a la distancia del recuerdo (José Juan Tablada, Francisco L. Urquizo, Martín Luis Guzmán, Federico Gamboa, José Vasconcelos, por recordar sólo a unos cuantos de los más renombrados), los silencios de Reyes y López Velarde son igualmente significativos y suscitan permanente atención. l ________________________ 1 Acaba de llegar a librerías una antología titulada Febrero de Caín y de metralla. La Decena Trágica, hecha por Antonio Saborit para la editorial Cal y Arena. Es una reunión de textos de muy diversa índole (literarios, periodísticos, documentales, poéticos, epistolares, historiográficos) que, a la manera de un caleidoscopio, se combinan para componer una imagen que puede cambiar dependiendo de la manera en que rote la lectura. 2 Rodolfo Reyes: De mi vida. Memorias políticas, Biblioteca Nueva (t. 1, 1899-1913; t. II, 1913-1914), Madrid, 1929, 242 y 268 p., respectivamente. 3 Oración del 9 de febrero, Ediciones Era, México, 1963, p. 4. 4 Javier Garciadiego ha estudiado con gran detalle las relaciones y diferencias entre ambos en el libro Política y literatura. “Las vidas paralelas” de los jóvenes Rodolfo y Alfonso Reyes, Condumex, México, 1990. Existe, asimismo, un libro muy documentado sobre la relación de Alfonso Reyes con su padre, escrito por Rogelio Arenas Monreal: Alfonso Reyes y los hados de febrero, coeditado en el 2004 por la Universidad Nacional Autónoma de México y la Universidad Autónoma de Baja California. 5 Un corazón adicto: la vida de Ramón López Velarde, Fondo de Cultura Económica, México, 1989, 130 p. 6 Nota al pie correspondiente a la carta número 66 de López Velarde a Correa, fechada el 8 de abril de 1912, p. 162 de Ramón López Velarde, Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos juveniles (1905-1913), edición de Guillermo Sheridan, FCE. 7 “Un filósofo de la comodidad”, pp. 467-470 en Obras, edición de José Luis Martínez, FCE, México, 1971.

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