Tragedia en Pemex: En busca del desaparecido... o del cadáver

domingo, 3 de febrero de 2013 · 22:49
La tragedia de la Torre de Pemex se volvió un martirio para las personas que buscan a sus familiares desaparecidos: Hombres y mujeres que indagan por el paradero de sus padres, hijos o hermanos y a quienes nadie les informa cabalmente nada, peregrinan de hospital en hospital y no tienen ni siquiera la suerte de que los dejen entrar a ver a los heridos graves... o a los muertos. MÉXICO, D.F. (Proceso).- Recargada en un taxi afuera del Hospital de Pemex en el Ajusco, a media noche, la veinteañera Yoselin Lisette Ortiz lloraba de impotencia porque no encontraba a su mamá. La fotografía que le habían enseñado en la sala de urgencias –de una señora con máscara de aire y el cráneo tapado con un gorro, quien fue sacada de entre los escombros del edificio B-2 de Pemex e ingresada como no identificada– no era de su madre. Sus reservas de esperanza escaseaban. Ya había recorrido el camino de todos los familiares de las personas que quedaron atrapadas en la colapsada Torre Pemex, en busca de aquellos que no llegaron a los hospitales, los que no aparecen en las listas de muertos o de heridos, de quienes nadie sabe dar razón y que las cifras oficiales ni siquiera en cálculos mencionan. Eran muchos, por lo visto. Cada tanto sus familiares aparecían con los ojos hinchados, la voz rota, aferrándose a las rejas del hospital preguntando a algún guardia si tendrían adentro algún joven no identificado, si habían visto a la hija que no llega a casa, si no llegarían más ambulancias, si sabe en qué otros lugares podría haber más heridos. Yoselin por su parte, su hermana y su papá por el suyo, habían hecho la misma ruta. Recorrieron los hospitales de Tezozómoc, Azcapotzalco, Picacho, Polanco y el Español, pero en ninguno encontraban a la madre: María Guadalupe Miguel, una secretaria de 50 años, 27 de ellos empleada en Pemex, quien trabajaba en una oficina en el siniestrado piso 2. En la paraestatal se conocieron sus padres. Él era vigilante. Empezaba su turno todos los días a las cuatro de la tarde, a la hora en que María Guadalupe checaba su salida. Este jueves 20 minutos antes de su cruce de todos los días ocurrió la explosión. Esa tarde él a duras penas pudo abrirse paso para llegar a su trabajo. Encontró el edificio chimuelo, sin piel, sin vidrios; el cascarón de metal de pie; los escombros en su panza. En donde antes había piso estaba un hoyo con cascajos a montón. No sólo eran muebles, papeles, vigas, también humanos. Esa tarde el vigilante pudo ver por última vez a su esposa, la secretaria. Fue unos segundos, en un video. “Como ha trabajado muchos años en Pemex, le permitieron ver el video que grabó la cámara. Él vio, entre toda la gente, que mi mamá iba bajando las escaleras. Era la hora de salida y de entrada de los otros, había mucha gente. Ahí trabajan miles, ella estaba a punto de llegar a los torniquetes y de pronto en el video se vio todo gris, como cuando se va la señal de la tele, y no se vuelve a ver nada”, dijo la joven entristeciéndose con su propio relato. Tampoco sabían nada de las seis amigas de las que siempre se acompañaba a la salida del turno para tomar el autobús a casa. Ninguna contestaba el celular. Sus familiares realizaban este mismo enloquecido peregrinaje entre hospitales, que reiniciaban cada vez que escuchaban el rumor de que habían llegado nuevas ambulancias. “Son siete amigas que siempre estaban juntas, salían juntas a comer, a la calle, pero ni ella ni sus amigas contestan aunque los celulares sí suenan, mandan al buzón o sale una grabación de que la red está caída”, dijo la joven debajo de un toldo verde de venta de comida afuera del hospital, donde se resguardaba del frío que se le colaba en el alma. A su alrededor varias personas con la misma angustia observaban las noticias y si acaso tomaban atole porque el estómago, de tan anudado, no les permitía ingerir ni un tamal. Por televisión veían al secretario de Gobernación decir que los muertos no eran 12, ya eran 25 (y al cierre de la edición eran 33, la cifra en aumento). Miraban cómo se rehusaba a especular sobre las causas del accidente. Varios de los televidentes comentaban que era increíble la hipótesis de la explosión de las calderas que arrojó prematuramente un funcionario. “Estuvo raro”, decían incluso a los agentes del Ministerio Público federal designados para interrogar a los heridos. Ante la televisión una mujer vuelta angustia explicaba a alguien por el celular: “Seguimos buscando a Rosi, no la hemos encontrado”. Sentada en un banquito, a otra señora se le escuchó decir: “Estábamos en Azcapotzalco y nos dijeron que sí estaba allá, pero luego salieron con que estaba acá, pero acá nos dicen que no está, no la encontramos”. A unos metros, cruzando la calle, un padre de familia pálido, la voz en nudo, comentaba: “Vi a la que no tienen identificada, pero no es… dicen que ya van a llegar otros, aunque el director dijo que sólo fueron llevados a estos hospitales; son pocos, tenía esperanza de que hubiera otros en el Hospital Militar”. Otros recién llegados se acercaron a preguntar: “Perdone, ¿dónde dan informes?”. Continuaba la procesión de familias en búsqueda, que se prolongaría desde el jueves hasta el fin de semana.   Unos segundos en video   La puerta de entrada del Hospital Picacho-Ajusco era un embudo. Los guardias, fieles a las órdenes recibidas, no permitían el acceso. Lo prohibían a agentes del MP, al enlace del subsecretario Mondragón y Kalb, a los psicólogos que deberían atender a las víctimas. Ni siquiera dejaban entrar a los funcionarios que llevan chícharos de audio detrás de la oreja o a los tres hombres con finos trajes, llegados en lujosas motocicletas manejadas por choferes, quienes mostraban credenciales de la Presidencia de la República, se quejaban por celular por la falta de acceso y porque algunos “buitres” rondaban cerca (en referencia de los reporteros aledaños) y se restregaban contra las rejas, susurraban nerviosos a los cuidadores de la puerta que traían una misión secreta, que requerían hablar con el director del hospital, y terminaban regañando a los de la negativa por su falta de criterio. No hay paso. Esa era la orden. Aunque de pronto se abrieron las puertas para los de Presidencia. La avenida lucía sola. Momentos antes el director del hospital había permitido el ingreso de los familiares de los 11 hospitalizados para proporcionarles informes. Al menos otros seis fueron trasladados a otros lugares. Cada tanto aparecían sombras que desde atrás de la reja preguntaban al vigilante en turno si, entre sus listas de internos, tenían a personas que no estaban en ningún sitio. Preguntaban por los desaparecidos de las listas oficiales que bien se podían llamar Rosi, María Guadalupe o Carlos. Todo se veía más desolado desde las 11 de la noche, cuando se retiraron las camionetas destinadas a la transmisión en vivo, las cámaras de televisión, los reporteros y los fotógrafos; después del anuncio de que el presidente Peña Nieto no vendría a este hospital a visitar a los heridos. Que se presentaría el viernes, se dijo. Algunos reporteros especularon si el mandatario no se atrevió a venir para evitar que en este lugar también le gritaran “asesino”, como ocurrió antes, al salir de la visita a Azcapotzalco. Otros rumoraban la posibilidad de que hubiera recibido una amenaza. Pasada la medianoche, los familiares de las víctimas salieron del hospital. Algunos lucían tranquilos. “Pudimos platicar, está bien, sólo golpeado de una rodilla”, dijo un anciano que se abría paso en una silla de ruedas. Otros no podían ni balbucear palabras, sólo se abrazaban, lloraban juntos. El más completo explicó: “Tuvo un fuerte golpe, se golpeó con una viga, la están drenando. Está grave”. Muchos de ellos eran sobrevivientes de la tragedia. Porque Pemex, para muchos, es una empresa familiar, pues el contrato permite a los empleados recomendar a sus parientes para ocupar las plazas vacantes. Por eso ahí estaba haciendo guardia el padre que tuvo suerte de salir rápido del mismo edificio donde se golpeó el hijo recién internado. Estaban los hombres que sintieron el sacudón, vieron cómo estallaban los vidrios, corrieron hasta la calle y al llegar se dieron cuenta de que en el edificio de enfrente, donde trabajaba la hermana, se originó el estallido. Estaba el padre de familia que no encontraba a su hija, y se sentía culpable porque él le consiguió el trabajo. “Sólo en este hospital nos dejaron pasar. En los otros hospitales no nos saben dar razón, ponen muchos pretextos para ver a los no identificados; dicen que hasta que sean identificados y no quieren mostrar las carpetas con sus fotos porque hay un buen, hay muchos”, lamentó con semblante triste Yoselin Lisette. Estaba a punto de recomenzar su recorrido. Dudaba sobre si iniciar ahora por Azcapotzalco o por la Cruz Roja de Polanco. Hizo varias llamadas por celular. Preguntó en casa si tenían novedades. Luego volvió a llorar. La última, recargada sobre el taxi que la trasladaba. Entonces pidió a su amigo el conductor que regresara a Polanco, pues acababan de decirle que llegarían más ambulancias. Antes de emprender su camino, el joven se acercó a unos agentes del MP que permanecían en la explanada del hospital y les preguntó: “¿Sabe dónde está el Semefo adonde los están llevando? Porque no la encontramos”. El viernes 1 de febrero, 24 horas después de haber estado desaparecida, el nombre de María Guadalupe Miguel apareció en la lista oficial. Entre los muertos. Los muertos de Pemex.

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