Puente Grande: Una visita al Purgatorio

viernes, 5 de abril de 2013 · 19:52
En el Reclusorio Preventivo de Puente Grande, donde permanecen los detenidos en espera de sentencia, existe un módulo especial para aquellos a quienes se considera “en situación de riesgo”. Un rincón de este apartado se destina a los excluidos de la sociedad: homosexuales y transgénero. Esta es una visita a un interno acusado de un robo menor, que trata de hacer llevadera su vida y la de los suyos aun en esas condiciones de hacinamiento y de estigmatización. GUADALAJARA, Jal.- “No te vayas a llevar colores llamativos; ni blanco, ni amarillo, ni naranja, ni verde, ni azul. No te lleves chamarras ni nada que haga bulto. Vístete como si fueras a ir a un funeral, m’hija. ¡Ah!, y recuerda no llevarte brasier con varillas porque ahí te lo quitan y te esculcan toda, si no, no te van a dejar entrar”, dijo la señora Martina de la Cruz a la reportera. Martina de la Cruzse levantó a las tres y media de la mañana como todos los sábados desde hace más de cinco meses. Se bañó, se alistó y preparó la comida para llevarle a su hijo, internado en el Reclusorio Preventivo de Puente Grande Jalisco por el delito de robo. La señora sale de su casa poco antes de las seis de la mañana, toma el primer camión hacia la Central Camionera Nueva y de ahí toma un taxi que la deja a más de dos kilómetros de la entrada del penal. A las ocho de la mañana de aquel sábado 2 de marzo, Martina apareció con un andar pausado, cargando un par de bolsas de malla plástica con el mandado y acompañada de su hija mayor. Vestidas de negro, se forman en la fila de visitantes en las afueras de la prisión, que tiene más de siete mil internos aunque su capacidad es sólo para tres mil. La fila visitantes en el Preventivo es la más larga que la del Centro de Readaptación Social en el área de varones (sentenciados). En el área femenil nadie hace cola. Casi nadie visita a las mujeres que están en prisión, pero la mayoría de quienes visitan a los hombres presos son sus madres, esposas, hermanas, hijas o amigas. Van mujeres de todas las edades, desde niñas hasta ancianas, y los pocos varones que se ven formados son niños de la mano de su mamá. Ese día se integran a la fila algunos homosexuales y transgénero que vienen a visitar a sus parejas o amigos que se encuentran en el área “especial” del preventivo, ubicada en el módulo dos. Ahí permanecen los reos en situación de riesgo. Gustavo viene a visitar a Juan, el hijo de la señora Martina. Es su amigo desde la infancia y salieron juntos del clóset, pero Gustavo se enfocó más en salir de la preparatoria con buen promedio para buscar trabajo, mientras que Juan se atrasaba con las matemáticas y cambiaba las clases por la fiesta. Ahora el primero viene los sábados, no sólo a visitar al amigo, sino también a su vecino de celda, a quien encuentra atractivo. Cerca de las diez de la mañana, un par de celadoras con tono prepotente ordenan a los visitantes que no son familiares directos de los internos que se formen en una fila al lado y entreguen sus identificaciones oficiales. Para ingresar, dicha identificación debe estar marcada con un lápiz rojo con el número de celda y dormitorio del interno, así como el número de pase autorizado. El interno debe confirmar con anticipación el nombre completo de las visitas que recibirá e indicar cuál es su relación familiar; una vez que los datos son verificados por las custodias, éstas devuelven las identificaciones a sus dueños. Cumplido ese trámite, la sumisión es la clave. Cualquier comentario, aclaración o pregunta directa a las custodias amerita sanción: ya sea un regaño, la relegación hasta el fin de la fila o la cancelación de la visita por “respingar a la autoridad”. Esta vez, una señora soporta que las guardias se burlen de su nombre. Una hora más tarde, todo aquel que traiga llaves, anillos, aretes, pulseras, cartera, celulares, chamarras, zapatos de tacón o prendas de más debe rentar un locker, dejar ahí sus pertenencias y volverse a formar. Pero las reglas no se hicieron para los guardias: una muchacha que no estaba formada pero conoce a una custodia, quien la lleva hasta el inicio de la fila y la hace pasar primero. En este segundo filtro muchos visitantes son rechazados por no cumplir las normas de vestimenta y tendrán que intentarlo la siguiente semana. El tercer y último filtro es la revisión física. Aquí separan a mujeres y hombres. Las primeras son llamadas de cuatro en cuatro a un módulo privado donde una custodia interroga: “¿De dónde conoces al interno? ¿Desde hace cuánto lo conoces? ¿Por qué lo visitas? ¿Cuál es el nombre completo del interno? ¿Cuál es su número de celda? ¿Cuánto tiempo lleva detenido? ¿Con quién más fue detenido? ¿Cuál es el delito por el que está preso?” Si se contesta bien, le piden quitarse los zapatos para revisarlos minuciosamente. Después, prosigue el toqueteo físico por adelante y por atrás. Como advirtió la señora Martina, las custodias palpan la parte frontal del brasier en busca de objetos prohibidos. Hasta 2010 en este reclusorio se realizaban revisiones vaginales forzadas; hubo quejas y la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Jalisco (CEDHJ) las prohibió. Ya dentro, los internos reciben a la gente con amabilidad. Sonríen, saludan y se ofrecen a cargar las bolsas con comida y guiar a los visitantes hasta la celda de sus internos a cambio de un par de monedas. La señora Martina conoce el rumbo y guía a la reportera hasta el módulo dos, anexo al preventivo. Aquí están los reos de alta peligrosidad con los exfuncionarios públicos y los homosexuales. En el patio, los internos esperan. La mayoría viste pantalón beige y camiseta blanca. Homosexuales, transgénero y transexuales prefieren prendas blancas y ajustadas. También se forman hasta que identifican a sus familiares o amigos. Como una docena se queda esperando bajo el sol: nadie les avisa que su visita no alcanzó a llegar o no pasaron alguno de los filtros. “Como en Hollywood” Este módulo especial consta de dos edificios, de dos plantas cada uno. En los dormitorios del lado derecho (10, 20, 50 y 60) se encuentran los reos detenidos por homicidio y por secuestro, así como los exfuncionarios. Del lado izquierdo están los dormitorios 30, 40, 70 y 80, destinados a quienes caen por delitos menores, sobre todo robo. La parte alta del lado izquierdo es la zona de los homosexuales. Cerca del mediodía, Juan Torres, Jennifer, reposa en el dormitorio 82 del módulo 2 del Reclusorio Preventivo. Tiene 21 años y, como sus amigos Nicole y La Pachis, con quienes fue detenido el pasado 26 de septiembre, lleva cinco meses en prisión en espera de que el juez Séptimo de lo Penal le fije fianza o le dicte sentencia por robo a un taxista en la colonia Lomas del Paraíso, en Guadalajara. No consiguió los cinco mil pesos que le pedía su abogado para evitar la cárcel y no sabe si saldrá bajo fianza. “¿Qué les parece Hollywood?”, pregunta, y muestra con sus manos extendidas la brevedad de su dormitorio. Unos cinco metros cuadrados, incluidos el baño, la cocina y cuatro camastros de concreto amortiguados por un par de cobijas. Está recién trapeado, huele a cloro. Un par de sábanas hace de cortinas. Aquí duermen siete personas, tres de ellas en el suelo. “Y tenemos suerte –dice Juan–; en el R14 se amontonan hasta 15 en una celda y varios duermen de pie”. Sobre su cama cuelga una bandera gay con un rosario de madera. Pone música electrónica en una pequeña grabadora. Juan es alto y, gracias a sus pupilentes, tiene ojos verdes. Su delgado cuerpo está cambiando, ya que ahora sus pechos son pequeños por la suspensión de las hormonas femeninas que suele administrarse. Mientras habla se acaricia el pelo, corto y negro, adornado con un par de moños rosados. Dice que al entrar en la cárcel le cortaron su cabellera larga. “Me llegaba hasta las pompis”. Con un gesto amable invita a Gustavo, a su madre y a la reportera a sentarse en la cama para empezar a comer. En el penal todos los utensilios de cocina son de plástico y el agua para cocinar se almacena en baldes o garrafones; es un lujo. Como todos los sábados, están invitados La Pachis y El Amarillo. Éste es un heterosexual treintañero que dice sentirse mucho más seguro en el dormitorio de los transgénero. –¿Y tú por qué estás aquí? –es la primera pregunta para El Amarillo. –Por un delito que ni cometí. Me quieren dar 25 años por un muerto que yo ni me eché. –¿No lo mataste? –A ese no –ríe. El Amarillo, Juan y La Pachis se sientan alrededor de una pequeña mesa improvisada “para comer comida real”. Afirman que los alimentos de la cárcel son antihigiénicos, por lo que la ensalada de codito que trajo la señora Martina es un manjar. Por suerte el tóper con la comida y el refresco pasaron todas las inspecciones de las celadoras en el módulo de revisión especial, ya que según ellas hay personas que pasan droga hasta en jugos envasados en tetrapak. Momento privilegiado Al finalizar la comida, Juan cuenta su historia. Él, Nicole, La Pachis y Tiffy tomaron un taxi al salir del bar Caudillos en la madrugada del 26 de septiembre. Ya en la entrada de su colonia, le pidió al chofer que llevara a su último amigo más adelante y que él pagaría el total. Bajó del carro y al cerrar la puerta comenzó la discusión, porque el taxista les exigió pagar en ese momento y de pronto sacó una navaja. Ellos escaparon, pero en medio del alboroto le robaron al conductor 260 pesos, un par de discos, la cáscara de su estéreo y tres cigarros. La policía los detuvo minutos después con ese botín. Inicialmente el taxista, adulto mayor, pidió a los familiares de los detenidos seis mil pesos para no presentar una denuncia, pero –dice la señora De la Cruz– cuando juntaron el dinero se enteraron de que ya estaba interpuesta la denuncia por robo. Por ser un delito menor, cuatro podían salir bajo fianza con cinco mil pesos por cabeza. Nicole debía pagar el doble porque le encontraron el medicamento clonazepam, pero no reunieron la suma y todos fueron detenidos. Como es menor, Tiffy salió al poco tiempo. “La cárcel es para los pobres, chula; el que tiene (dinero) sale pronto. Aquí hay de todo. Al lado está uno que le robó a una viejita menos de 200 pesos y aun no le dictan sentencia, Había otro homosexual que se robó tres anillos de fantasía en el centro y, al ver que tampoco iba a salir, se suicidó. La verdad es que uno se imagina que los taxistas andan cuajados (de billetes) y pues… andan igual de jodidos que uno. Esta crisis nos pega parejo”, dice La Pachis contemplándose las uñas barnizadas de rosa. Al preguntarle sobre la situación legal de Juan, Martina de la Cruz responde que su expediente en el Juzgado Séptimo de lo Penal es el 439/12 y que no conoce a la defensora de oficio de su hijo, pero sabe que se llama Martha López. Sin embargo, la familia coincide en que no desea gastar el día de visita en ese tema; Juan toma del brazo a su madre y a su hermana y pasean en el jardín. Es un momento privilegiado. Después Juan explica que el área común alrededor del patio sólo puede utilizarse en días de visita. Las familias se reúnen para comer bajo el techado del patio, con vista al jardín y a una cancha de basquetbol. Incluso hay un chapoteadero. En ese patio los internos improvisaron puestos para vender sus artesanías, generalmente pulseras de pedrería y rosarios. Juan presume su tarjeta de artesano, que le permite trabajar formalmente en el reclusorio. Atrás del edificio se encuentra el taller de carpintería, donde se ofrecen cajas, baúles, cuadros, esculturas y portarretratos hechos por los internos. Hay un local muy popular, donde se oyen música y risas. En la pared hay un cartel: “Promoción del día: te sacamos del closet gratis. Los trabajos difíciles los hacemos rápido, los milagros nos tardamos un poquito más. Se arreglan ovnis, se hacen trasplantes, liposucciones, se parchan llantas de ferrocarril y se cobran herencias”. Aquí trabaja Martín, de unos 30 años, que lleva preso cuatro por homicidio. A la vuelta, en un estrado, un sacerdote oficia misa ante menos de cinco fieles. Eso sí, misal en mano susurran las palabras del ritual. Mientras tanto, otros reos tienden al sol su ropa lavada y algunos más hacen abdominales y lagartijas sin camiseta. Muchos de los que no recibieron visita se quedaron en la sala comunal, frente al televisor de plasma donde ven una película en televisión abierta. Unos duermen en las sillas de plástico. El horario de visita está por concluir. Empiezan los abrazos, las bendiciones. Juan y su madre miran el reloj. Para no llorar frente a todos, van a la tienda de abarrotes que administran los reos y compran un pan dulce para compartirlo. Un grupo de internos que juegan ajedrez en pares, al notar que no hay bastantes sillas para las visitas de Juan, se levantan y ofrecen las suyas. “No te asombres de su amabilidad, chula. Aquí por más delincuentes que sean tienen que respetar a la visita, ésta es sagrada y lo único que trae un poco vida a este reclusorio. Pero una vez que la visita se va, la vida aquí dentro vuelve a ser tan gris como lo era antes, y entonces empieza otra vez la verdadera lucha”, comenta Juan, mientras come el pan con su mamá. Llega el momento. Todos se callan. Se empieza a prolongar la fila para salir, ya que a las tres de la tarde las visitas deben estar fuera. Juan se levanta, besa a la señora Martina y acompaña al grupo de visitantes hasta la reja de la entrada. Les pide a sus familiares que regresen pronto con comida real para él y sus amigos y que no olviden vender sus pulseras en la colonia. Mientras se acaricia el pelo, dice sonriente a la reportera: “Gracias por la visita, chula. Espero salir de aquí pronto para tener de nuevo mi cabello largo, maquillarme, vestirme como me gusta y verme más bonita.”

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