Las batallas de Churchill

miércoles, 1 de mayo de 2013 · 11:38
A Churchill le tocó la difícil tarea de salvar al Imperio Británico. Hizo lo que pudo. Enfrascado en una guerra contra la Alemania nazi, en la que tenía pocas probabilidades de éxito, el primer ministro debió aliarse con dos potencias de las que recelaba –Estados Unidos (los “malditos yanquis”) y la Unión Soviética (a la que consideraba el verdadero enemigo a vencer)– y que acabaron por hacerlo a un lado. Los detallados pormenores de las batallas diplomáticas que el primer ministro libró para defender a la corona se revelan en The Last Lion. Winston Spencer Churchill. Defender of the Realm 1940-1965 (Little, Brown and Company, 2012), tercer volumen de la biografía iniciada por el fallecido William Manchester y concluida por el periodista Paul Reid. MÉXICO, D.F. (Proceso).- Un día de principios de 1942 Franklin D. Roosevelt se desplazó en su silla de ruedas a través del vestíbulo de la Casa Blanca hacia la habitación de su huésped, Winston Churchill. El presidente estadunidense estaba satisfecho con el borrador de la declaración que emitirían las potencias aliadas –Estados Unidos, Gran Bretaña, Unión Soviética y China– pero no le gustaba la denominación. Tenía una mejor, “naciones unidas”, y quería conocer la opinión del primer ministro británico. Cuando llegó, Churchill se preparaba para tomar un baño y deambulaba desnudo por sus aposentos. Sin reparar en su desnudez, Roosevelt le propuso el cambio de nombre. “Bien”, dijo el primer ministro. Más tarde le comentaría al rey Jorge VI que sin duda era el único primer ministro británico que había recibido desnudo a un jefe de Estado. La desinhibición con que Churchill aparecía desnudo ante terceros se atribuye a su origen aristócrata, conforme al cual nunca realizó sus rutinas íntimas sin la ayuda de un sirviente. También a su etapa de soldado en las guerras de finales del siglo XIX y principios del XX, cuyas trincheras no daban espacio al pudor. Pero en 1942 su desnudez ante Roosevelt fue como una premonición, porque a la postre el presidente estadunidense y su sucesor, Harry S. Truman –junto con el líder soviético Stalin– acabarían por despojar a Churchill de la conducción militar de la guerra, de la construcción política de la paz, de la independencia económica de Gran Bretaña y del poder y la gloria de un imperio al que defendió hasta el fin de sus días. De eso trata The Last Lion.Winston Spencer Churchill. Defender of the Realm 1940-1965, el tercer volumen de la biografía de Churchill iniciado por el escritor e historiador estadunidense William Manchester y terminado por el periodista Paul Reid; un abultado tomo publicado en noviembre de 2012 por el sello editorial Little, Brown and Company. Como ya se expuso en una reseña anterior (Proceso 1828) referente al segundo volumen –Alone 1932-1940 (el primero es Visions of Glory 1874-1932)–, el escritor, que murió en 2004, le pidió a Reid que culminara el tercer libro, correspondiente a la etapa que llevó a la cúspide al estadista británico: la Segunda Guerra Mundial.   Nueva investigación   Dado que Manchester dejó unas cinco mil páginas de investigación entre discursos, bitácoras de guerra, cartas y telegramas enviados y recibidos, registros de contemporáneos, documentos oficiales, recortes de periódicos, fuentes secundarias y entrevistas a familiares, colegas y amigos, y la redacción del texto llevaba unas 200 páginas, muchos pensaron que el tercer libro saldría pronto. Pero la continuación no fue fácil ni expedita. Reid tuvo problemas para descifrar los apuntes de Manchester, compilados en legajos y con anotaciones crípticas que sólo él entendía, lo que lo obligó a verificar datos y fuentes. Muchos de ellos habían sido rebasados por el tiempo, ya que el historiador estadunidense empezó a reunir el material en 1988, cuando se publicó el segundo tomo y, por motivos nunca aclarados, no se sentó a escribir sino hasta un decenio después. Para actualizar la información Reid hizo nuevas entrevistas, buscó textos más recientes y aprovechó la desclasificación de documentos no liberados en vida de Manchester. Pero hizo otra cosa: Extender el libro más allá de 1945 para contar la derrota electoral de Churchill, su periodo como líder de la oposición, su segundo mandato, su obsesión por frenar el avance del comunismo soviético y su lucha por la unidad de Europa, el desarme y la paz. Richard M. Langford, historiador de Churchill, compilador de varias de sus obras y quien participó como lector de pruebas en los dos últimos volúmenes, cuenta que Manchester le comentó personalmente que no pensaba abordar esa etapa porque le parecía “superflua”; una simple coda a la épica churchilliana de la Segunda Guerra Mundial. Las páginas destinadas a esa etapa son sólo unas 120 de las casi mil 200 del libro, pero ofrecen un cierre necesario a la vida de un hombre que si bien ya había pasado sus máximos momentos de gloria, nunca dejó de luchar por lo que creía y que seguía siendo consultado y admirado por quienes comprendieron su papel en la historia. Eso sí, resultó un texto largo, denso y sumamente detallado, como si Reid no hubiera querido dejar fuera nada de la investigación de Manchester ni de la suya propia. La esencia del libro es cómo Churchill se enfrentó a la maquinaria bélica de Hitler y luchó por sumar aliados a su causa, concretamente Estados Unidos y la Unión Soviética, para acabar siendo devorado por ellos. Su “estira y afloja” con Roosevelt aflora desde las primeras páginas, cuando envía un telegrama redactado en forma cordial a esos “malditos yanquis”. Los alemanes avanzaban sobre Francia y París había solicitado a Londres apoyo aéreo para detenerlos. Churchill no quería dejar desprotegida a Inglaterra por lo que pidió ayuda a Washington. La respuesta fue que no. Constreñido por el Acta de Neutralidad de 1939, Roosevelt se negó a prestar destructores a Gran Bretaña y rechazó que el imperio enviara los suyos para recoger 300 aviones que ya había adquirido y que eran transferidos subrepticiamente por la frontera, para que los británicos pudieran recogerlos en un puerto de Canadá. “En dos o tres meses”, dijo. Pero tiempo era lo que no tenían británicos ni franceses. Para impedir su destrucción París fue declarada “ciudad abierta”; lo que no se pudo evitar fue la debacle de Dunquerque, en la que los alemanes se cobraron cientos de miles de vidas y prisioneros de los dos aliados. El presidente estadunidense los alentó a seguir luchando por “los ideales de la democracia” y prometió hacer “todo lo posible para enviarles ayuda”. Cinco meses después Estados Unidos accedió enviar 50 destructores desechados por su Marina. Y con condiciones: La Armada Real se desplazaría a las costas canadienses en caso de inminente peligro o derrota y las bases británicas en Canadá y el Caribe serían concesionadas a Washington. “Quieren la flota y la custodia del Imperio Británico, con excepción de Gran Bretaña”, se encolerizó Churchill. Pero tuvo que ceder. Además de fluir a cuentagotas, los destructores eran tan obsoletos y estaban tan deteriorados que debieron ser rehabilitados en los astilleros británicos y algunos acabaron vendidos como chatarra. También tardaron en llegar los bombarderos, las torpederas, los rifles y las municiones que Londres había comprado. Churchill seguía furioso y tentado a decirle a Roosevelt que “si quieren vernos pelear por sus libertades, tienen que pagar por el espectáculo”. No lo hizo. El Imperio Británico de hecho no tenía armas para pelear y se acercaba a la quiebra. Estados Unidos no quería participar, por motivos políticos y porque no estaba preparado. En 1941 el ejército estadunidense ocupaba el lugar 17 en el mundo, su conscripción era limitada y su producción nacional estaba orientada a los bienes de consumo más que a los militares.   “Lend-lease”   Roosevelt, quien sabía que tarde o temprano tendría que entrar a la guerra, quería ganar tiempo para rearmarse. Entretanto hacía un cálculo político y económico de la ayuda que le daba a Gran Bretaña. En ese marco surgió lend-lease, una iniciativa de préstamo para abastecer de material bélico “a las naciones que sufren una guerra de agresión”. Éstas, dijo Roosevelt, “no necesitan hombres, sino miles de millones de dólares en armamento de defensa”. No porque no pudieran pagar en efectivo las armas que necesitaban en ese momento debían estar obligadas a rendirse, dijo el presidente al Congreso. “Digámosle a estas democracias que nosotros los estadunidenses estamos comprometidos con su defensa de la libertad y que les enviaremos en número creciente barcos, aviones, tanques y rifles”. Churchill respiró aliviado y hasta se le fue el enojo por la propuesta de Roosevelt de que trasladara a Estados Unidos las últimas reservas en oro que le quedaban en Sudáfrica. Eso no lo haría. “No voy dejar en manos de Washington el destino de los pueblos del Imperio Británico y entregar esas reservas con las que podríamos comprar alimentos algunos meses”. Pero lend-lease también era una inversión política. Al final de su discurso Roosevelt enunció las “cuatro libertades” que según él debían regir el mundo: la de expresión, la de credo, la de pobreza y la de miedo. “Libertad”, dijo, “significa la supremacía de los derechos humanos en todas partes. Y nuestro apoyo es para quienes luchan por adquirir o preservar estos derechos”. Según Reid, el presidente había expuesto su intención de rehacer el mundo a imagen de Estados Unidos, lo que tendría “profundas consecuencias para Churchill y el Imperio Británico”. Hubo otra señal en agosto de 1941, cuando después de muchas solicitudes de Churchill, Roosevelt finalmente aceptó reunirse con él. La reunión fue en Terranova, en la Bahía de Placencia, uno de los territorios cedidos por Gran Bretaña a cambio de los destructores chatarra y que ahora albergaba una base militar estadunidense. Apegado al protocolo, Churchill dio preferencia a Roosevelt como jefe de Estado, ya que él sólo era el primer ministro del rey. Respetuosamente escuchó la respuesta del presidente a sus muchas y desesperadas peticiones: Washington no pondría ninguna condición especial a la ayuda masiva solicitada por Londres; pero deseaba –sin haber entrado todavía en la guerra– que ambas partes emitieran una declaración conjunta sobre sus objetivos de posguerra. Churchill, inseguro todavía de ganar, había evitado el tema, pero accedió “para negar todos esos cuentos sobre mi visión reaccionaria y anticuada del mundo que, dicen, le ha causado pesar al presidente”. Se sentó entonces a “delinear en mis propias palabras la sustancia y el espíritu de lo que sería conocido como la Carta Atlántica”. Ésta contenía ocho puntos incluyendo el compromiso de Estados Unidos y Gran Bretaña de no hacer reclamos territoriales “después de la destrucción de la tiranía nazi”. Pero había tres que inquietaban a Churchill. El cuatro, que disponía el libre comercio en “términos iguales para todos”, podía afectar el trato preferencial de la metrópoli londinense con sus dominios. Para matizar, Churchill logró que se incluyera la frase “con el debido respeto a sus obligaciones existentes”; pero quedó claro que Roosevelt aseguraba a futuro los intereses económicos estadunidenses. El punto ocho hablaba de la paz después de la guerra, pero no de cómo preservarla. El británico quería una organización mundial liderada por los anglos, pero muchos estadunidenses se negaban después del fracaso de la Liga de las Naciones. Roosevelt apoyó sin embargo la idea de un sistema permanente de seguridad internacional, lo que satisfizo al primer ministro como “ un indicio de que, después de la guerra, Estados Unidos se sumará a nosotros para vigilar el mundo”. Pero el más preocupante era el punto tres, que establecía “el derecho de todos los pueblos a escoger su propia forma de gobierno”, así como “la restauración de sus derechos soberanos y su autonomía a todos los que han sido privados de ellos por la fuerza”. Churchill temía que fuera interpretado por los árabes como una justificación para expulsar a los judíos de Palestina, y por los independentistas de las colonias británicas en África y Asia como un respaldo. De todos modos firmó. Aunque no satisfecho, Churchill regresó a Londres con mayor claridad. Sabía ahora a qué atenerse. Los intereses de los dos países no eran los mismos y si bien Estados Unidos estaba dispuesto a armar a Gran Bretaña, no entraría a la guerra sino hasta que fuera directamente atacado. El ataque llegó, pero en el Pacífico. Churchill había advertido a Roosevelt que lanzara un ultimátum a Japón ante sus crecientes movimientos militares en el Sureste Asiático, pero no lo hizo. El 7 de diciembre de 1941 los japoneses atacaron la base estadunidense de Pearl Harbor, lo que no dejó más opción a Washington que declararle la guerra a Tokio. Gran Bretaña, que ya había visto afectados sus intereses en la zona pero no había querido abrir otro frente sin saber qué posición tomaría Estados Unidos, se sumó de inmediato a la declaración. En una carta muy atenta, Churchill le informó al embajador japonés en Londres que estaban en guerra. “Después de todo, si vas a matar a alguien, no te cuesta nada ser cortés”, ponderó. Sin cortesía, Stalin hizo lo propio. Y días después Hitler y Mussolini le declararon la guerra a Roosevelt. Ahora todos estaban dentro y los frentes definidos: Alemania, Italia y Japón en uno; Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética en otro. Fragmento del reportaje que se publica en la edición 1904 de la revista Proceso, ya en circulación.

Comentarios