Entre la veintena de jóvenes muertos la madrugada del 30 de junio en una bodega de Tlatlaya, presuntamente ejecutados por militares, había de todo: mexiquenses y guerrerenses que se dedicaban al campo o eran empleados de comercios. Algunos estaban casados y eran padres. Con excepciones, como reconocen sus familiares, era gente de bien levantada por el crimen organizado para obligarla a servir a sus propósitos. Madres, abuelas y viudas de esos muchachos hablan con Proceso y narran la pesadilla de recoger los cadáveres deshechos, varios con huellas de golpes.
SAN PEDRO LIMÓN, MÉX.- “A los muchachos les dieron el día libre y su comandante se quedó por ahí, cerquita de la bodega”, relata un habitante de San Pedro Limón –comunidad del municipio mexiquense de Tlatlaya–, en referencia a los 22 jóvenes (21 hombres y una mujer) presuntamente ejecutados la madrugada del pasado 30 de junio por soldados del 102 Batallón de Infantería.
Algunos de los familiares de las víctimas tenían días de no verlas. Según sus testimonios, los jóvenes eran campesinos, empleados de supermercados o dependientes de refaccionarias quienes, aseguran, “fueron levantados” en distintos momentos por “la maña” (como llaman a la mafia).
“Estaban como golpeados”
A José Guadalupe Ocampo Raya, de 22 años, le gustaba jugar pelota (futbol), trabajaba en la milpa, muy cerca de donde nació y donde vivía con sus ocho hermanos, La Montaña, una ranchería de no más de 40 familias cerca de la cabecera municipal de Arcelia, en el vecino Guerrero.
–¿Qué hacía su hijo, doña Ema?
–Trabajaba con mi esposo sembrando maíz y ajonjolí, pero más después ya estaba en el Aurrerá –responde doña Ema Raya Durán, de 45 años y quien arrastra el dolor de haber perdido a uno de sus hijos, cuyo cuerpo ni siquiera pudo ver directamente para reconocerlo; tuvo que hacerlo en imágenes de una computadora del Servicio Médico Forense (Semefo) de Tejupilco, en el Estado de México, donde fueron llevados los 22 cadáveres.
José Guadalupe entró a trabajar el 11 de octubre de 2013 a la Bodega Aurrerá de Arcelia, municipio que forma parte, según las autoridades, de la ruta del trasiego de drogas que va de Iguala a Teloloapan, Guerrero, pasando por sus vecinos mexiquenses Tlatlaya, Mayaltepec y Mihualtepec.
Su madre reclama entre sollozos: “¿Pero por qué me lo mataron si él era buena gente; nunca fue grosero con nadie, no tomaba, no era de parranda y sí, a veces iba de fiesta al pueblo, pero regresaba temprano… hasta que desapareció”.
(Fragmento del reportaje que se publica en la revista Proceso 1980, ya en circulación)