El regreso de Pedro Infante

lunes, 17 de febrero de 2014 · 00:27

Con notable olfato periodístico y narrativa de thriller, Federico Campbell escribió para la revista Proceso una sorprendente crónica de cierto encuentro musical cuyo enigma buscó desentrañar con su tinta. El autor de los cuentos Tijuanenses falleció el sábado pasado, legándonos historias reales como ésta, que publicara el semanario Proceso donde Campbell colaboró en sus páginas culturales por muchos años. El 20 de abril de 1984, crónica extraordinaria que ahora reproducimos para nuestros lectores.

Hace unas noches, en una cena de pintores, gente de las artes plásticas, escultores, coleccionistas, por allá por los rumbos de Ciudad Satélite, se aproximó el escultor Byron Gálvez y nos presentó a uno de sus invitados: un señor de sombrero texano, traje negro de jinete un tanto deslavado, lentes oscuros de aros metálicos de aviador, que no podía tener menos de 69 años.

El hombre, con botines de charro grises, llevaba el bigote muy negro y ostensiblemente bien recortado, pidió algunos detalles técnicos sobre la impresión de carteles en selección de color; y explicaba que estaba pensando en mandar hacer unas litografías con una foto suya porque quería volver a ser conocido o... reconocido:   Entre los presentes se encontraba el pintor Carlos Villagrán, que no nos dejará mentir.

De baja estatura, alrededor de un metro 65 centímetros, el hombre de negro –que nunca se quitaba el sombrero dentro de la casa– se esmeraba en reproducir un vago y antiguo acento sinaloense, pero un cierto, inequívoco tono del altiplano –del centro del país, o de Tepito– lo delataba, especialmente cuando empezó a cantar “Bartola”, de Chava Flores, e incurrió en una tonadita inaceptable para cualquier sensibilidad norteña.

Cuando el hombre de negro se alejó de nosotros, Byron susurró al oído de Carmen Gaitán:

–Es Pedro.

–¿Cómo –desconfió Carmen–, Pedro Infante?

–Sí –confirmó Byron con absoluta seriedad.

A partir de ese momento empezamos a ver con disimulada curiosidad al hombre del sombrero. Lo mirábamos con discreción, comparándolo mentalmente con el otro Pedro. Queríamos ver en él la misma frente ancha, la incipiente calvicie, la posible peluca, la negra tintura de las sienes.

Luego Byron nos mostró unas fotografías en las que resplandecía el mismo personaje cantando en una feria de Toluca o en un palenque de Celaya. En las fotos se alzaba el ala del sombrero y gesticulaba con estudiada picardía.

–Lo que verdaderamente sucedió es que no murió en Mérida en 1957 –siguió diciendo Byron–, en aquel accidente de aviación. Le avisaron a tiempo que lo iban a matar y fue otro el que se hizo pedazos en el Boeing 24.

“Otro que no llevaba su credencial de la ANDA sino una identificación con su nombre de cuna (Pedro Cruz, piloto aviador) y de la misma edad: casi 40 años. A él, a Pedro, lo secuestraron, lo desaparecieron a la mexicana y lo torturaron por órdenes de alguien muy poderoso en aquellos tiempos terribles del alemanismo que aún no se acababan en los años de Ruiz Cortines.”

Nos entretuvimos un momento en el comedor picoteando una paella y empezamos a escuchar una voz proveniente de la sala que cantaba Serenata huasteca. Con un micrófono inalámbrico en la mano derecha, el hombre al que llamaban Antonio Pedro, o Pedro a secas, empezó a cantar “Luna de octubre”. Su voz a veces flaqueaba, pero Pedro salía al paso con ademanes cariñosos y tiernos.

A petición de los invitados que lo veían envuelto en el misterio, pasó luego a entonar “Amorcito Corazón”, “Cien años”, “Los gavilanes”, “La verdolaga”.

Pidió un jugo de naranja. Tomó asiento en una de las sillas y dijo:

–Me contratan mucho. Ando de aquí para allá. Mañana tengo que cantar en Puebla; ya anduve por Tlaquepaque y Lagos de Moreno.

–¿Y desde cuándo anda de gira?

–Aparecí o más bien reaparecí hace dos años apenas. De lo de antes no me acuerdo nada. Durante más de 25 años no supe de mí. De veras, no sé donde estuve. Lo juro que no me acuerdo, para qué más que la verdad. De 1957 para atrás sí me acuerdo, pero de allí en adelante, no.

–¿Y a la gente le gusta lo que canta?

–Le fascina. Ya hay alguien que está escribiendo un argumento para una película sobre mi vida.

Cuando se retiró Pedro al filo de las 2 de la mañana, nos quedamos solos con Byron. El escultor creía con toda sinceridad, con absoluto respeto, en la historia que –si bien con cierta ambigüedad, a medias– contaba Pedro.

–¿Tú sí te la crees?

–Bueno, no estoy tratando de convencer a nadie. Pero hay cosas. Cosas que sí coinciden. Date cuenta de que en el cine los actores actúan de otra manera y de que ya han pasado 30 años, es natural que no tenga la misma desenvoltura de antes –razonó Byron Gálvez.

–Sí, pero Pedro Infante tenía unas entradas inmensas en la frente y usaba peluca. A este señor le sobra cabellera (que por cierto le cubre muy bien las placas de metal en el cráneo).

“Pero evidentemente en lo que no la hace es en lo de sinaloense. Dice que Sinaloa está ‘del otro lado’ de Durango y habla de Guamúchil con cierta vaguedad. No menciona para nada a Mocorito. En eso nunca va a convencer a alguien del norte. Además, tiene muy pocas tablas. Y Pedro Infante tendría ahora 70 años.”

Lo que no sospecha Antonio Pedro es que él mismo y no Pedro Infante sería el personaje realmente interesante de una película. El argumento de su propia vida configura un tema pirandelliano: el de la memoria y el de la mala memoria, el de la sustitución de persona, el de la identidad...

¿Quién soy? ¿Por qué me asumo como otro? O, en términos más elementales, el de la transferencia de la personalidad o el de la fijación en un otro.

Tenemos aquí a un hombre de extracción campesina que vive en carne propia el mito de Pedro Infante. Y de eso come, está absolutamente convencido de que es Pedro Infante. Lleva su fantasía –ese mito de tantos mexicanos– hasta el grado de realizar hasta sus últimas consecuencias una perfecta, inmejorable suplantación de personalidad. Y de eso vive. Es la razón de su existencia.

En su lucha por la vida se ha inventado un numerito que despierta entre quienes lo escuchan desconcierto o ternura.

¿No sería interesante una película, una novela, sobre un tipo que se cree Pedro Infante, y él Antonio Pedro, haciéndole creer a todo el mundo que él es Pedro Infante de regreso... mientras la gente se fascina creyéndoselo?

(Proceso 546)

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