A tres años del MPJD: Crónica de una justicia y una paz incumplida

domingo, 6 de abril de 2014 · 20:12
Esta apretada narración es mi punto de vista –un punto de vista parcial y limitado por el espacio de una revista– como víctima, protagonista y testigo de un movimiento fundamental en la crisis que vive México. Hay y habrá otras miradas que lo desaprueben, lo contradigan o lo complementen –yo mismo escribo una larga narración sobre él–. La historia de un movimiento es, como la vida misma, compleja, llena de hilos que se cruzan, se entrecruzan y siempre, desde la memoria, se reescribe, se interpreta y se enriquece, sin que nadie pueda dar cuenta absoluta de su profunda inmensidad.   1 de diciembre de 2006. Felipe Calderón llega a la Presidencia de la República en medio de un fuerte cuestionamiento sobre su legitimidad. Junto al mensaje, digno de un delincuente, con el que reta a sus críticos –“Hayga sido como hayga sido” –, decide, para legitimarse, emprender, auspiciado por el gobierno estadunidense de George Bush, una guerra contra el narcotráfico. Saca a las fuerzas armadas a las calles y comienza a descabezar a los grandes capos. Su estrategia, lejos de controlar el flujo de la droga, aumenta la criminalidad y la violación de los derechos humanos. Los ejércitos de sicarios, que recluta el narcotráfico, se convierten, sin control alguno y bajo la corrupción de una buena parte del Estado, en verdaderas células criminales que van extendiendo a lo largo y ancho del país la desaparición forzada, el secuestro, la extorsión, la trata y el cobro de piso. El Ejército y la Marina –hechos para la guerra y los estados de excepción– secuestran, torturan y desaparecen gente. Al mismo tiempo que crece el número de víctimas, crece también su criminalización. Para la administración calderonista y la clase política son sólo cifras, gente que se buscó su muerte o su desaparición, criminales que se matan entre ellos o meras “bajas colaterales”. Quien denuncia en una procuraduría es inmediatamente culpabilizado e incluso amenazado. A pesar de la lucha de las organizaciones de víctimas y de actos de una inmensa dignidad moral como el de Luz María Dávila, en Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, donde fueron asesinados muchos inocentes, entre ellos dos de sus hijos, el gobierno apenas si se inmuta. En medio de la guerra y de la balcanización del país, el poder se erige sobre la muerte, las fosas comunes, el desprecio y el miedo.   28 de marzo de 2011. En Morelos, siete personas, entre las que se encuentra mi hijo Juan Francisco, son masacradas por células de sicarios que, desde el asesinato de Arturo Beltrán Leyva por fuerzas de la Marina, no han dejado de sembrar el horror. Tanto el gobierno federal como el estatal de Marco Antonio Adame quieren, como lo han hecho durante cinco años, criminalizarlas. No lo logran. La indignación cunde entre activistas, intelectuales, periodistas y poetas que inmediatamente inician movilizaciones y protestas. Un grito: “¡Estamos hasta la madre!”, una “carta abierta a políticos y criminales”, publicada el 3 de abril en la revista Proceso, que no ha dejado de cubrir las movilizaciones, y una interpelación brutal al Estado, comienzan a gestar el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD). Toda la reserva moral del país se pone en marcha. Una tragedia personal se ha convertido, por un extraño y horrendo milagro cívico que nunca nadie podrá desentrañar por completo, en un reclamo de la nación. Detrás de cuatro años de guerra hay hasta ese momento 40 mil muertos, 10 mil desaparecidos, 250 mil desplazados y una ciudadanía indignada que busca la justicia y la paz. Por vez primera la izquierda, la derecha, cientos de organizaciones sociales y muchos medios de comunicación se unen en un mismo reclamo. El lenguaje, como sucedió con el zapatismo, cambia. La poesía y los símbolos con los que el MPJD se expresa deslocalizan los lenguajes unívocos y consabidos de la política, y desconciertan. El 5 de mayo –después de una gran movilización en Cuernavaca, el 7 de abril, que se replica en varias partes de la República y en algunos países europeos –el MPJD sale caminando de la Paloma de la Paz, en Cuernavaca, rumbo al Zócalo de la Ciudad de México. Lleva 200 personas, la Bandera de México, un discurso político y una propuesta de seis puntos –el mínimo indispensable para empezar a reconstruir la justicia y la paz de la nación– consensados con muchas organizaciones. El contenido se propone como un pacto nacional que deberá firmarse en Ciudad Juárez, Chihuahua, “el epicentro del dolor”, como, desde entonces, lo llama el MPJD.   8 de mayo. El MPJD llega al Zócalo. Decenas de miles de ciudadanos y cientos de organizaciones, que los recibieron desde su entrada a la Ciudad de México, están allí. Los zapatistas, en un acto de solidaridad, movilizan a 20 mil de los suyos en San Cristóbal de las Casas. En la UNAM, donde pernoctaron el 7 de mayo, la Orquesta de la Escuela Nacional de Música, bajo la batuta de Sergio Cárdenas, toca en la gran explanada de la UNAM el Réquiem de Mozart. En el templete que se ha colocado en el Zócalo, frente al Templo Mayor, como un símbolo de la necesidad que tiene la nación de ser refundada, las voces de las víctimas suceden a la de los poetas. Ese pueblo invisible, humillado y negado por los criminales y el Estado, desata su palabra. El gobierno tiene miedo y busca el diálogo. El MPJD acepta, pero después de la firma del Pacto en Juárez.   4 de junio. Quinientas personas, 13 autobuses y 22 automóviles parten del Ángel de la Independencia con la Caravana del Consuelo. La esperanza de la justicia y de la paz va en el fondo de cada paso, de cada kilómetro de esa caravana que –eso quiere decir consuelo– va al encuentro de miles de soledades. Conforme avanzan por las zonas más adoloridas del país ­–Michoacán, San Luis Potosí, Zacatecas, Durango, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua–, el paisaje, como una metáfora de la desolación humana y de la indefensión, se va agostando hasta volverse desértico. De todas partes, de los fondos más recónditos de los pueblos y de las ciudades por donde pasan, las víctimas, como una muchedumbre que se arrastrara en el infierno, llegan rompiendo su soledad, al llamado de la Caravana. Cada vez son más, cientos, miles. Suben a los templetes en busca de una bocanada de aire y de un lugar donde gritar y reclamar su dolor. Son Las Suplicantes de Eurípides que no se han ido o que, transcurridos casi 2 mil 500 años, vuelven, en otro lugar, en busca de la justicia. Calderón, en un intento de despresurizar al Movimiento, crea, sin consensarla con las organizaciones de víctimas, la Procuraduría de Atención a Víctimas (Províctima).   10 de junio –día de las víctimas de la guerra sucia–. Ciudad Juárez hierve. Pero el pacto no se cumple. Los malentendidos y cierta izquierda dura –esa, cuya ideología, hecha no de crítica sino de consignas, vela la realidad; esa que no conoce la íntima relación entre medios y fines; esa que en la apuesta por el todo o nada divide y termina en el fracaso– revientan las mesas. Los seis puntos se vuelven un galimatías de demandas absurdas. No hay manera de controlar el desastre. Al día siguiente, en El Paso, Texas, con la comunidad latina y las asociaciones estadunidenses que nos apoyan, Emilio Álvarez Icaza y yo nos desdecimos: el pacto no es ese conjunto de disparates que se firmó en Ciudad Juárez, sino, como se había pactado, los seis puntos. Hay turbulencias en el MPJD y en algunas izquierdas duras. Pero la fuerza moral, la visibilización, el clamor de las víctimas y el realismo de los seis puntos son más fuertes. Volvemos. Comienzan los preparativos para el diálogo con el Ejecutivo. Frente a un gobierno, exhibido en lo que es, el MPJD pone sus condiciones: El diálogo será de cara a la nación, con la prensa, los medios alternativos de comunicación, y en el Museo de Antropología –símbolo de la génesis del hombre y de la nación–. El gobierno, luego de aceptar, se desdice. El Museo de Antropología lo aterra. No le teme al símbolo. Su estupidez no sabe de poesía. Es la vulnerabilidad del lugar: una explanada abierta que –de ese tamaño son su miedo y su culpa– lo pone en riesgo. Ofrece, como una continuación de la estupidez, el Campo Militar o el Castillo de Chapultepec. El primero es una afrenta; el segundo, el símbolo del imperio. Hay tensión. Cedemos el lugar –el Castillo, sitio no del imperio, sino de la firma de los acuerdos de paz en El Salvador–, pero no los términos del diálogo.   24 de junio. Se abre el diálogo. Los sectores duros de la izquierda, que no digieren el deslinde del MPJD en El Paso, lo ven con recelo. Aunque ponderan el diálogo como el rostro de la democracia, cuando se ejerce lo desprecian. Tienen sus razones. La historia del país es la historia de la traición. Pero el MPJD, que es la demanda de las víctimas y que trata de rescatar el suelo democrático, no tiene otra opción. La deuda, a pesar de que no hemos dejado de señalar que el Estado está podrido, es del Estado, y es el Estado el que debe responder y reformarse. El MPJD habla claro, duro, fuerte. Los seis puntos del pacto fracasado siguen siendo el eje. La esquizofrenia de Calderón es inmensa: reconoce la deuda con las víctimas, pero no lo equívoco de su estrategia, que continúa produciéndolas. Manotea, levanta la voz. Pero el rostro de las víctimas y el reclamo moral de la nación son inequívocos: el rostro de la profunda tragedia y de la emergencia nacional que vive el país; el rostro de un Estado fallido, roto, delincuencial y cómplice del crimen. Frente a esas presencias, las abstracciones y los cálculos políticos se estrellan. Se manda a hacer la Ley de Atención a Víctimas al Inacipe, se abren mesas de trabajo con la Secretaría de Gobernación para atender los seis puntos, y se convoca a un segundo diálogo de seguimiento para el 14 de octubre. Los sectores duros de la izquierda se desconciertan más. Mi narrativa los confunde. La poesía es siempre inaudita. En un país donde las diferencias son enemistades, el abrazo, el beso y la entrega de un rosario al adversario es sinónimo de traición. En vano explico a una tradición basada en el “descontón”, el insulto, la trampa y la violencia política –una continuación, por otros medios, de la violencia que nos azota– mis orígenes evangélicos y gandhianos, y mis raíces que se hunden en el lago insondable de la mística. En vano explico el acto democrático que hay en un beso; en vano los remito a la conspiratio de las primeras liturgias del cristianismo, el rostro que marca, más allá del mundo griego, la verdadera democracia. El racionalismo nos ha castrado para entender la tradición poética. No hay, sin embargo, ruptura, pero sí distanciamiento.   5 de agosto. Llamamos al Poder Legislativo al diálogo en el mismo Castillo de Chapultepec. En vísperas de las elecciones, el diálogo con ellos es de su parte obsequioso. Frente a lo duro del discurso y del reclamo de las víctimas, todos quieren agradar. Compiten entre ellos por tomar el camino de la justicia y de la paz y mandan también a hacer una Ley de Víctimas a la UNAM.   10 de agosto. Llamamos al Poder Judicial al diálogo. Ese poder opaco, corrupto hasta la médula, se niega. Insistimos. Aceptan, pero lo quieren en su casa. Nos negamos. No podemos tratar a ningún poder de manera distinta a como hemos tratado a los demás. Las conversaciones, en medio de las mesas de trabajo con el Ejecutivo, de la caravana que preparamos para ir al sur del país y del segundo diálogo, se empantanan. Somos pocos, somos pobres y no podemos darnos abasto frente a lo que se ha desencadenado. Nunca logramos ese diálogo. Lo lamento. Ese poder debe grandes explicaciones al país y a las víctimas.   1 de septiembre. El MPJD marcha hacia el sur. La Caravana del Consuelo ahora toma el nombre “de la Paz”; 15 autobuses y 600 personas. Vamos a Guerrero, a Oaxaca, a Chiapas, a Tabasco, a la frontera con Guatemala, a Veracruz y a Puebla, a visibilizar no sólo a las víctimas de la guerra, sino de nuevo, en un acto de solidaridad con el zapatismo y los pueblos indios, a las víctimas estructurales que a partir de 1994 se visibilizaron y fueron traicionadas en los Acuerdos de San Andrés Larráinzar. El desprecio del gobierno hacia ellas es el antecedente del infierno que ahora vivimos. El sur es la misma desgarradura, pero es distinto. Allí, las organizaciones sociales y los pueblos son fuertes. Quien ahora está molesta es la derecha que nos miraba con distancia. A su ideología, hecha de inmensos prejuicios, le espanta cualquier cosa que tenga que ver con la izquierda. Al igual que en el norte, las víctimas de la violencia llegan a los templetes; a diferencia de arriba del país, vienen acompañadas por las organizaciones y su enorme lección de dignidad y de vida. Son, igual que en el norte, miles. Cierta prensa, coludida con la derecha y el gobierno, empieza a desmontarnos y a atacarnos. Buscan borrarnos; buscan reducir de nuevo todo al silencio. Las organizaciones del sur y la izquierda pensante quieren, sin embargo, crear a partir de ese momento un Movimiento de movimientos. No entiendo cómo piensan articularlo y creo que es un absurdo: si el zapatismo, que es una organización profundamente pensada, no pudo crear ese Movimiento de movimientos, mucho menos nosotros, que hemos ido construyendo un movimiento sobre el camino y a partir de la intuición. Por lo demás, aunque tengo profundos vínculos con la teología de la liberación y, por lo mismo, con la izquierda, hace mucho que dejé de creer en el devenir histórico y en el mesianismo. No creo en ninguna interpretación ascendente de la historia. Para mí el reino o la democracia están allí, donde aparecen, y no en un futuro incierto y abstracto. Hay otra cosa. Desde el asesinato de mi hijo estoy en una colisión interior. Todas mis certezas, con excepción del amor, están rotas y me niego a asumir las expectativas de nadie. Desde que se inició todo, trato simplemente de ser fiel a mi corazón y a lo que la oscuridad de mi noche interior –una extraña manera de la luz y de la poesía– me dicta; trato de mantenerme, por lo mismo, en una íntima posesión de mí, de mi libertad y de mi amor. Siento que los decepciono. Pero también siento que no me han entendido ni saben quién soy. Creo que ni siquiera me han leído y que, si lo han hecho, lo hicieron sin atención. Las expectativas y las ilusiones que proyectan sobre mí no les permiten verme.   9 de septiembre. Entramos por la frontera de Ciudad Hidalgo a Guatemala. Del otro lado del río Usumacinta, las organizaciones de los migrantes centroamericanos nos aguardan. Vamos, en un acto de diplomacia ciudadana, a pedir perdón a nuestros hermanos centroamericanos por las masacres y desapariciones que sufren en nuestro territorio. Es un señalamiento más a las inmensas responsabilidades del Estado y del gobierno de Calderón. Pocos atienden el símbolo y la profundidad política del acto. Una buena parte de la prensa no sólo lo ignora, sino que continúa atacándonos.   14 de octubre. Todo está listo para el segundo diálogo con el Ejecutivo. Los malos entendidos, las incomprensiones, los golpeteos de ciertas izquierdas duras y de la izquierda de López Obrador, que pretenden tener el monopolio de la moral; los ataques de la derecha y el desmonte que quieren hacer del MPJD, comienzan a restarle fuerza movilizadora, pero no fuerza ni presencia moral. Los duros del gobierno quieren también desmontarnos. Han buscado, contra el compromiso establecido con Calderón, igualarnos con las organizaciones cómodas, es decir, con aquellas que se han sometido a su juego. Nos negamos. La prensa honesta nos respalda. Me encaro con José Francisco Blake Mora, el secretario de Gobernación: “No somos iguales a ninguna de las organizaciones con las que quiere sentarnos. Nosotros representamos a todas las víctimas del país que ustedes han negado”. La tensión es dura. Emilio Álvarez Icaza acuerda dos rondas. Una con el MPJD y otra con las organizaciones que ellos quieren. Los doblamos, pero nos hostigan. La subida al Castillo está llena de militares disfrazados de civiles, y a la entrada un equipo de seguridad quiere revisar las bolsas de las víctimas e impedir que entren con las fotografías de sus seres queridos. Detengo la entrada del MPJD al Castillo. La tensión crece. Emilio Álvarez Icaza logra que bajen el nivel de hostigamiento y que las víctimas entren con sus fotografías. El diálogo vuelve a ser duro, ríspido. Las mesas que se habían establecido para dar salida a los seis puntos no han llegado a nada y lo único que existe es la Ley General de Víctimas. El PRD, hijo bastardo del PRI, nos ofrece a Julián Le Barón y a mí un par de senadurías. Las rechazamos. No sólo no han entendido nada, sino que, entrampados en su reduccionismo político, han sido incapaces de tomar la agenda del Movimiento. Estamos cansados, desgastados, golpeados y hay poco que hacer. Por un lado, Calderón está al final de su sexenio y, fiel a su pequeñez moral y política, buscará salir de la misma manera en que llegó, como un criminal: El 28 de noviembre, Nepomuceno Moreno, quien busca a su hijo y ha mostrado al presidente su caso, es asesinado en Hermosillo por los policías que desaparecieron a su hijo. El 7 de diciembre es asesinado Trinidad de la Cruz, don Trino, en la comunidad de Ostula, y los 18 miembros del MPJD que lo acompañan son amenazados y hostigados. El 8 de diciembre, Eva Alarcón y Marcial Bautista son desaparecidos en Guerrero. Los diálogos, como siempre, como lo había anunciado la izquierda dura, fueron una larga simulación. Por otro lado, las elecciones están a las puertas y las organizaciones, que habían comenzado ya a desertar del MPJD, se preparan para ellas. Se va Julián Le Barón. Nos lanzamos a buscar la aprobación de la Ley, y yo a promover el voto en blanco. Creo que es el único acto de resistencia civil que nos queda frente al fracaso de los seis puntos. Llamar a la nación a no ir a las urnas es, para mí, la única manera de presionar a los partidos a un cambio profundo que nos dé justicia y paz. Ese llamado, por lo demás, está en consonancia con el discurso político leído el 8 de mayo: “No aceptaremos más una elección si antes los partidos políticos no limpian sus filas de esos que, enmascarados en la legalidad, están coludidos con el crimen y tienen al Estado cooptado e impotente (…) Si no lo hacen, y se empeñan en su ceguera, no sólo las instituciones se convertirán en lo que ya comienzan a ser, instituciones vacías de sentido y de dignidad, sino que las elecciones de 2012 serán las de la ignominia, una ignominia que hará más profundas las fosas en donde, como en Tamaulipas, están enterrando la vida del país”. Igualmente, con el punto seis que pide una gran reforma política. Se los recuerdo. Pero los estragos están hechos. Pocos quieren acompañarme en ese llamado. Me acotan. La mayoría quiere ir a las urnas. No entiendo esa desmemoria y me pregunto si realmente entendimos, más allá de la defensa de las víctimas, el programa político que estábamos defendiendo para la justicia y la paz. El Alzheimer social es más hondo del que me había imaginado. Me acoto y promuevo el voto en blanco a título personal. Pero pido al MPJD que tengamos un último diálogo en el Castillo con los candidatos. Hay que ponerlos de cara a sus crímenes y a sus omisiones. Y, a la nación, de cara a la ignominia anunciada de esas elecciones.   26 de marzo de 2012. Logramos la aprobación de la Ley de Víctimas por unanimidad en la Cámara, pero Calderón, empeñado en pasar a la historia como un criminal, la entrampa en una controversia constitucional.   28 de mayo. Vamos al diálogo con los candidatos. No sólo los discursos son duros, certeros, fuertes, sino que a cada candidato le hemos puesto delante las víctimas que corresponden a los estados que sus partidos gobiernan. Sus omisiones, sus crímenes, sus corrupciones y su estrechez política son la muestra inequívoca de la descomposición y la corrupción del Estado. Es evidente que hay que dar la espalda a las elecciones. Quien gane –no dejo de decirlo– sólo llegará a administrar el infierno. Es inútil. Muy pocos están dispuestos a asumir esa verdad que se mide en muertos y desaparecidos, y se ilusionan con la idea de que aún hay un Estado y una democracia. Se va Emilio Álvarez Icaza como secretario de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Aparece el YoSoy132, que retoma parte del punto 6 del pacto fallido, y se entrampa en las elecciones. Yo quiero evitar que al movimiento le suceda eso y, con las personas que lo comprenden, convocamos, junto con Global Exchange, organizaciones de migrantes y asociaciones de izquierda de EU, a una caravana por ese país. Para mí y otros es claro que la guerra y el horror que vive México tienen su contraparte del otro lado de la frontera. Son ellos los que en 1971 crearon la guerra contra las drogas; son ellos los que producen las armas que arman tanto al Ejército como al crimen organizado; son ellos los que en complicidad con las esferas corruptas de México lavan dinero; son ellos también los responsables, junto con México, del sometimiento y la destrucción de los migrantes. A los seis puntos que, a pesar de la ceguera política y del fracaso, siguen siendo vigentes, sumamos esa agenda bilateral.   12 de agosto. Una vez realizadas las elecciones que, como se había anunciado, resultan ignominiosas y llevan a la administración del infierno al PRI y a Enrique Peña Nieto, la Caravana de la Paz parte de Tijuana rumbo a Washington con cien personas, la mayoría víctimas, dos autobuses y una cámper. Es la primera vez que una caravana binacional entra a territorio estadunidense con demandas tan duras. El trayecto es largo: un mes de viaje y 22 ciudades visitadas, durmiendo, al igual que lo hicimos en las otras, en pisos de iglesias y escuelas, y alimentándonos con la generosidad de nuestros anfitriones. A pesar de nuestros golpes mediáticos y de nuestros diálogos con los gobiernos, para la prensa nacional estadunidense somos nada; para México, un show que ya no da para más y que, junto con el de las elecciones, ayuda al rating. Atrapados en la ignominia electoral, pocos atienden la agenda que llevamos y sus vínculos profundos con nuestra lucha en México y la demanda de los seis puntos.   12 de septiembre. Volvemos. El cansancio, las incomprensiones, las rupturas, el Alzheimer social y la atomización que han generado las elecciones obligan al repliegue. Lo único que nos queda es que Peña Nieto, como lo prometió en el diálogo con los candidatos, termine con la controversia constitucional, promulgue la Ley de Víctimas y cree un centro de acopio de la memoria. Yo me retiro a la comunidad del Arca, en Francia, donde están parte de mis raíces espirituales y mi hija y mi nieto. Necesito mirarme en la soledad. Desde allá, con el Arca y otras organizaciones no-violentas, visibilizamos en la embajada de México a dos víctimas extranjeras –Rodolfo Cázares y Olivier Chumy– y presionamos para que Peña Nieto cumpla su palabra.   9 de enero. Peña Nieto promulga la Ley, asume la deuda con las víctimas y cambia el discurso belicista. No le creemos, pero la nobleza nos obliga a darle un año, como pidió a la nación, para ver resultados.   28 de marzo de 2013. La realidad, como lo señalamos quienes llamamos a no ir a las urnas, sigue siendo la misma. Los nuevos administradores del infierno no sólo quieren volver a borrar a las víctimas –como si su fugaz reconocimiento y la sola existencia de la Ley hubiesen resuelto el problema–, sino que la guerra, que continúa, sigue acumulándolas en un olvido ominoso. Los muertos son ahora 100 mil, el número de desaparecidos rebasa los 30 mil, y el de los desplazados es de casi 300 mil. Sobre sus sufrimientos se han hecho un conjunto de reformas estructurales cuya lógica depredadora abona al crimen. Contra el pudrimiento y la sordera del Estado y de los partidos, contra el crimen organizado que continúa balcanizando al país y sumiéndolo en el horror, comienzan a surgir por todas partes policías comunitarias y autodefensas. El descontento es semejante al que hace tres años unió a la nación. Pero ahora, como antes de aquel 28 de marzo, estamos fragmentados y muchos han tomado las armas. ¿Cómo unirnos de nuevo? Esa es la gran pregunta, cuya respuesta sólo podemos darla cuando, dejando nuestras diferencias, volvamos a tomar desde abajo el camino común de la justicia y de la paz. Mientras ese día llega, nuestra vela, junto con las de miles, continúa encendida para que las tinieblas que nos envuelven no sean absolutas. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.

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