Svetlana Alexievich y el "homus soviéticus" que se lleva dentro

lunes, 12 de octubre de 2015 · 20:33
El mundo de la Unión Soviética se desmoronó y aparentemente todo cambió, “pero en el inconsciente, las ideas sobre las jerarquías y el lugar de las personas en la sociedad, quedó como antes”, dice Svetlana Alexievich, escritora bielorrusa que el jueves 8 ganó el Nobel de Literatura 2015. Entrevistada en San Petersburgo una semana antes de recibir el máximo galardón, Alexievich reflexiona sobre el “homus soviéticus” que sobrevivió tras los “traumáticos años noventa” y que pervive “genéticamente” en cada habitante de esa región. A continuación se reproducen fragmentos de esa entrevista, la cual fue publicada originalmente por la revista digital rusa ‘Medusa’. SAN PETESBURGO (apro).- ¿Cómo se identifica a sí misma: soviética, bielorrusa, rusa o europea? --Tengo un destino nada trivial para una persona que escribe en ruso pero nació en Ucrania dentro de una familia bielorrusa y ucraniana, y a la que casi de inmediato se la llevaron a vivir a Bielorrusia. La parte europea de mi biografía es significativamente mayor. Así se dieron las cosas. Viví más de 12 años fuera de mi país, en Europa: Italia, Alemania, Francia, Suecia. Hace dos años volví a Minsk (capital de Bielorrusia). --Voces de Chernóbyl, que ha vendido más de 20 millones de ejemplares en Occidente, es su libro más popular… --En la actualidad, el libro que despierta mayor interés es Tiempo de segunda mano (en el que se propuso “escuchar honestamente a todos los participantes del drama socialista” y describir el desmoronamiento del imperio soviético en los noventa). “Yo pensé que los años noventa sólo tenían interés para los soviéticos. Para nada, es una tendencia mundial: recordar, entender los años noventa, y de alguna manera sobrevivirlos. Europa, en los noventa, era totalmente distinta. Yo vivía allá en ese momento. Recuerdo que unaamiga y yo nos perdimos en un camino de Alemania, y paramos a una pareja para preguntarles el camino. Apenas se dieron cuenta de que éramos rusas, empezaron a abrazarnos, a besarnos, a darnos golpecitos en el hombro. Se alegraron mucho por nosotras. Después de eso, viví en Alemania mucho tiempo. Y que los alemanes se arrojen a besar a un desconocido por la calle es impensable. ¡La locura se apoderó de todos en esos años! --¿Ahora no es así? --No, en absoluto. Europa cambió, y cambiaron sus intereses. --¿Qué preocupa en Europa hoy? --Hoy Europa rinde examen de humanidad. Y lo hace muy bien. Hace poco estuve en la ciudad italiana de Mantua y los intelectuales me invitaron a participar en la “Marcha de los descalzos”, que organizaron por primera vez en Venecia y que ahora se hace en todas las ciudades. La gente se quita los zapatos y camina descalza en solidaridad con los refugiados. Creo que Europa saldrá con honor de la prueba que le ha tocado vivir. --¿Y no teme a las consecuencias? --En 1917 Europa recibió 3 millones de rusos, los integró, y no murió. Desde entonces recibe por lo menos un millón de refugiados en uno u otro momento histórico difícil. La última vez, si no me equivoco, una enorme masa de refugiados vino de Irán, huyendo de la revolución de 1979, y los aceptaron. En Francia yo vivía en las afueras de París e iba al mercado. Una refugiada vendía verduras y era mi mejor fuente de noticias. Discutía todo conmigo, hablábamos largo rato, era muy interesante. “La normalidad del mal” --La historia del libro La guerra tiene rostro de mujer (sobre la participación de las mujeres en la segunda Guerra Mundial) es la de cómo el pequeño ser humano, su vida y su muerte, son más importantes que el triunfo en la guerra. --Claro. Ese libro lo escribí a pesar de que me decían: “Svetlana, esto no se puede publicar”. Al principio tuve conflictos, cuando les daba a leer el texto a mis heroínas. Muchas, después de leer, estaban en shock, se arrepentían de lo que habían dicho. Porque, claro, el triunfo en la guerra estaba por encima de todas las historias que ellas me contaban. A qué precio ganamos, eso no importaba; que todos esos sufrimientos no se convirtieran en libertad, tampoco era importante. La vida no valía nada. En todo el siglo XX, en nuestro país el valor de la vida humana se redujo a cero. --Pero había deseos de cambio. ¿Qué se hicieron? ¿Por qué, de 1984 a 2014, es como si no se hubieran dado cambios dramáticos? --También pienso sobre eso. No aprendimos nada, ni tuvimos ninguna recompensa de los duros sufrimientos que cayeron sobre la gente en los noventa. Nada. Esta es una cuestión muy difícil. Se entiende en parte por algunas cuestiones mentales: una psicología histórica de sumisión, por ejemplo. Y por otro lado, lainercia de la vida cotidiana: no querer preocupaciones, no querer saber nada ni meterse en nada. “Mi papá estudió en la Facultad de Derecho de Minsk (en los años treinta,durante la represión estalinista)Era un tiempo en el cual, cuando los profesores volvían de las vacaciones, sólo quedaban dos o tres de ellos que habían estado con anterioridad. Los demás habían desaparecido en los campos de trabajos forzados, y también desaparecían los mejores estudiantes. Yo le preguntaba a mi papá: "¿Por qué callaron?" Y un día vi lágrimas en sus ojos. Ahora ya no hago esas preguntas idiotas. Porque nosotros también callamos. Todo es igual: hay una cierta condescendencia, una disposición a integrarse a la cadena. Cada uno tiene una razón para ello. “En Tiempo de segunda mano hay una historia de un joven enamorado de su tía Olga, pero se entera de que ella había delatado a su hermano, que murió en un campo estalinista. Cuando supo que Olga estaba muriendo, le preguntó: “Tía Olga, ¿recuerdas el año 1937?” Ella le contestó: “En 1937 yo era feliz, me amaban y yo amaba”. Él le pregunta: “¿Y el tío Sasha?” Ella contesta: “Anda a encontrar en 1937 alguna persona honesta”. El mal humano, la cobardía, no eran Beria ni Stalin, era la hermosa tía Olga. --La normalidad del mal. --Claro. ¿Cuántas cosas vemos alrededor de nosotros hoy, pequeñas cobardías y reconciliaciones, de las cuales callamos? Y la gente, la misma gente de la que tanto hablamos, calla. Tal vez están cómodos. Y no entendemos por qué. Me refiero a la generación para la cual la ‘perestroika’ (las reformas de los ochenta que impulsó Mijail Gorbachov) fue su historia personal. Yo soy una de ellas, una de las que apoyó con entusiasmo (a la ‘perestroika’), de las que creyó ella. Para nosotros, precisamente, surge una gran pregunta: ¿por qué todo fue en vano, por qué la gente calla? --Y el pueblo no es culpable. --Claro que no. Yo creo más en nuestra culpa, en la culpa de la intelectualidad, por el fracaso de los años noventa. Pero esta es una conversación muy dolorosa, larga y de insospechables consecuencias. “El hombre colectivo” --¿Los jeans y el salchichón (símbolos de la etapa postsoviética) no son sinónimo de libertad? --A mediados de los ochenta, el anticomunismo y el anti-sovietismo eran muy fuertes. Después (tras la disolución de la URSS en 1991) apareció el salchichón en los almacenes, pero las fábricas pararon, y no había con qué comprarlo. Entonces, los ciudadanos que se decían demócratas resultaron ser cada vez menos, y no propusieron ninguna idea válida ni productiva. “El pueblo vio todo eso. Los noventa fueron traumáticos para todos. La pintura de afuera cambió, pero en el inconsciente, las ideas sobre las jerarquías, la sociedad, el lugar de las personas en la sociedad, todo quedó como antes. “La idea del socialismo es hermosa y atrapante, y agarra a la gente mejor. Mi papá pidió que le pusieran en el ataúd el carnet del Partido Comunista. Él era una excelente persona. Lo querían los profesores, el director de la escuela, yo lo amaba. Pero al dejar la universidad para ir a la guerra (en los años cuarenta), al llegar a Stalingrado, ingresó al partido, que se convirtió para él en su fe más poderosa. Por supuesto, había mucha gente buena y honesta. Pero esa generación se quedó en el poder, había que, de alguna manera, reemplazarla, hacer una rotación, para que vinieran otras personas. De lo contrario, sería imposible cambiar esa psicología. No lo pudimos hacer. —Esto no sucede sólo en la política. Sucede en el teatro, en la academia, nadie se quiere ir por su propia voluntad. --Pienso que es más profundo: el hombre postsoviético no puede existir solo. No tiene fuerzas para eso. Creció y fue educado en un sentimiento colectivo genético. No tenemos la experiencia de la soledad. En Europa, la soledad es un modelo de vida. Una escritora vive sola en las montañas y por eso no es menos popular. Un pintor vive solo en el bosque, y sus cuadros también son buenos. Nosotros no tenemos esa experiencia. Tenemos un enorme espacio, que antes se llamaba Unión Soviética y ahora Rusia, que es más importante que las personas. Genética y culturalmente, el hombre nunca está solo en este espacio: en las barricadas, en los mítines, en la guerra, nunca solo. “El hombre ‘colectivo’ no tiene la experiencia de la vejez, de la paz, de la felicidad que hay en ella. Tengo una amiga actriz de 75 años, y me habla de su compañero de actuación, al cual tiene que arrastrar por el escenario. Le pregunté: “¿Por qué Slava no se retira?”. Y ella me contestó: “No sé. Pero yo tampoco me retiro. Voy a actuar en cualquier papel, pero no me retiro. ¿De qué voy a vivir después?” Ahora me interesa mucho ese tema de la vejez, de la eternidad. Encontré en San Petersburgo una pareja increíble. Dos mujeres ancianas, amigas, se fueron a vivir juntas, alquilaron el otro apartamento, y con ese dinero se fueron a viajar por el mundo. --¿Va a escribir sobre esto? --Estoy en una encrucijada. Quiero escribir al mismo tiempo dos libros. Uno sobre el amor y otro sobre la vejez, sobre la eternidad, sobre la desaparición del hombre. Es un tema muy interesante: ¿cómo usa una persona estos 20 años que le regaló el progreso? Porque ahora vivir hasta los 80 años es normal. No como antes, cuando las personas morían a los 60. Pero con frecuencia la gente no sabe qué hacer con eso. (Traducción: Patricia Lee)

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