Aquella vez que se atrevió a cortar el sueño de García Márquez

sábado, 5 de diciembre de 2015 · 06:42
MÉXICO, DF (Proceso).- Cuando murió Gabriel García Márquez se desató un ventarrón de anécdotas relacionadas con él. Algunos las contaban para presumir (dicen que juntarse con los grandes lo hace a uno grande: yo acompañé a García Márquez al restorán La Lorraine de la calle San Luis Potosí a comer un jueves con Ramón Xirau; yo le presenté en Plaza Inn al peluquero Pedro Morittu que le arregló el cabello toda la vida; yo le pagué las garnachas que comimos en una fonda de Álvaro Obregón); otros para precisar detalles de su biografía (¿sabía usted que Carlos Barral, director de la editorial Seix Barral, se negó a premiar con el Biblioteca Breve 1966 a Cien años de soledad? Por eso García Márquez la publicó en Sudamericana de Argentina; ¿sabía usted las cosas horribles que decía Juan Rulfo en la cafetería de Las Américas burlándose de Carlos Fuentes y García Márquez por la “horrible” adaptación al cine que hicieron de su historia El gallo de oro para el cineasta Carlos Velo?); otros como simples recuerdos, simples chismes de cuando transitábamos por la mesa de Homero Aridjis en el Tirol de la Zona Rosa y se hablaba mal de todo mundo, o cuando me lo encontré –luego del campanazo de Cien años de soledad– en un hotel de Frankfurt durante la Feria del Libro de 1970. Sucedió que un grupo de latinoamericanos habíamos sido invitados a recorrer Alemania Occidental y apenas bajé del avión de Lufthansa me asignaron un cuarto en la planta baja del hotel. Ahí deposité mis dos maletas mientras me apresuraban con toda la comitiva de escritores a hacer el primer recorrido por los stands de la feria. Regresé cansadísimo, todavía con las cicatrices del jet lag, cuando un edecán del grupo me dijo drásticamente, nervioso como un ratón, que no, que siempre no íbamos a hospedarnos ahí en Frankfurt sino en Darmstadt, una población cercana donde al día siguiente tendríamos un encuentro con científicos alemanes, biólogos y especialistas en todo menos en literatura, hágame usted favor. Total: que nos íbamos ya de Frankfurt rapidito –estaba diciendo el edecán–, en ese mismo instante, ahora mismo, pero ya, en ese autobús que está parado ahí enfrente, a punto de arrancar. Y el edecán me empellaba sin consideración alguna. Me empellaba.­ –Déjeme ir primero por mis maletas –repliqué–, están en ese cuarto. –No, no –siguió forzándome. Que me fuera tranquilo. Que ellos se encargarían luego de enviar mi equipaje a Darmstadt. Debí hacerle caso pero me puse necio, obediente al consejo de mi padre: siempre que viajes cuida de que en el mismo tren, en avión, en autobús viajen contigo tus maletas. No te separes de ellas. –Después se las enviaremos –titubeó el edecán– es que… es que en ese cuarto donde puso sus maletas está durmiendo la siesta el señor García Márquez. Y no se puede despertar al señor García Márquez. –¿Él no va con nosotros? –Está durmiendo la siesta, le digo. A él lo llevaremos después en una limusina. –Entonces lo despierto pero ya –exclamé–, claro que lo despierto–. Y como el edecán puso cara de angustia lo tranquilicé: –No se preocupe, Gabriel y yo somos viejos amigos. Al tercer puñetazo en la puerta –no abría, no abría, no abría–, García Márquez se levantó furioso, en calzoncillos. Ya había empezado a gritar improperios cuando me reconoció saliendo del aturdimiento. Lo atajé para explicarle la filosofía de mi padre sobre las maletas, pero él estaba crispado. Nada tenía que ver con el García Márquez que esa mañana, en el lobby del hotel, me saludó afectuoso, contento de encontrarnos después de tanto tiempo. –Es que esto no se le hace a nadie… carajo. A nadie se le corta el sueño por pendejadas. –Yo no puedo viajar sin mis maletas –insistí mientras me metía en el cuarto y arrojaba en el interior de uno de los velices la ropa que había desempacado horas antes. –¿Sabes que con esto se puede perder una amistad? –me replicó, severísimo. Tenía los ojos como de película de terror, pero luego sonrió y me dio unas palmaditas en la espalda antes de meterse de nuevo en el inmenso edredón.

Comentarios