Cita para la próxima matanza

domingo, 1 de febrero de 2015 · 07:50

Amenazado de muerte por la mafia desde la publicación en 2007 de su primer libro, Gomorra, y autor de Cero, cero, cero (2013) sobre el tráfico mundial de cocaína, con particular énfasis en México, Roberto Saviano lleva siete años viviendo en condiciones extremas de seguridad. En este texto publicado el miércoles 21 en el matutino francés Libération y que Proceso reproduce con el permiso del autor, el periodista italiano reflexiona sobre el asesinato de los caricaturistas de Charlie Hebdo, la “inercia” de Europa ante los ataques del terrorismo islamista y del narcoterrorismo contra la libertad de prensa y lo que eso implica para las democracias occidentales.

MÉXICO, D.F. (Proceso).- La próxima cita será cuando se vierta de nuevo la sangre y entonces otra vez seremos solidarios. La atención, la proximidad... todo se irá atenuando, todo se disolverá y, pues, nos daremos cita para la próxima matanza.

Habrá abrazos y se proclamará la convicción de que la libertad de expresión debe ser defendida a cualquier precio, porque es la base fundamental de todos los derechos.

Pero antes, ¿dónde estaba toda esta gente?

Del Parlamento Europeo, de los jefes de Estado, de Matteo Renzi, Angela Merkel, Francois Hollande y David Cameron espero que, un mes después de los atentados de Charlie Hebdo, organicen un consejo europeo dedicado a quienes pagan o pagaron un alto costo en defensa de la libertad de expresión, dedicado a quienes viven bajo protección policiaca, sufrieron amenazas y agresiones, fueron víctimas de chantajes y todo tipo de violencia. Que Europa se reúna y escuche a quienes arriesgan su vida en nombre de la cultura, el arte y la información. Que entienda que es precisamente sobre el ejercicio de estas libertades que ella misma se apoya, que nuestra vida se apoya.

Me llamó la atención esa frase profética de Charb (Stéphane Charbonnier, director de Charlie Hebdo): “No les tengo miedo a las represalias. No tengo hijos, no tengo mujer, no tengo auto, no tengo créditos pendientes. Quizá suene pomposo lo que voy a decir, pero prefiero morir de pie que vivir de rodillas”. Parece la declaración de principios de un monje soldado, de algún voluntario a punto de ir al combate, de alguien que sabe que cada una de sus decisiones puede costar caro a quienes lo rodean.

Charb era un dibujante, dirigía Charlie Hebdo, pero sus palabras son las de un hombre que parte hacia el frente de guerra o las de un médico que cumple su misión en el corazón mismo de la epidemia.

Es con el chantaje y el miedo como se destruye la libertad de expresión. Y, efectivamente, en este momento esa libertad está siendo destruida. De eso no cabe la menor duda.

No estoy de acuerdo con quienes dicen que ahora el mensaje de Charlie llego a todas partes y que ellos ganaron. Es una visión romántica, es demasiado fácil. No. No. Su vida tenía más valor que eso y reafirmar derechos no implicaba sacrificarla. Además se habían subestimado los riesgos. A Charb no se le había proporcionado una verdadera protección policiaca. Sólo tenía un chofer y un guardaespaldas.

Ocurrió lo mismo con Salman Rushdie, a quien se le repetían estas palabras, que yo personalmente conozco de sobra: “Deberías depositar un ramo de flores en la tumba del ayatola Jomeini, porque sin él no serías tan famoso como te has vuelto”.

Casi nunca nace una verdadera solidaridad ante una situación de amenazas. Surge más bien la sospecha de que quien es objeto de ellas encontró una buena manera de hacerse publicidad.

La libertad de expresión no es un derecho adquirido que sólo se ejerce en la prensa y ante los tribunales; es un hecho, un principio más fuerte que todos los textos de ley. Es la sustancia. Es “la carne” que hace que el mundo occidental sea libre, a pesar de sus contradicciones y restricciones. Es el horizonte hacia el cual millones de hombres caminan.

Escribir puede resultar peligroso, es evidente. Pero cuando quien escribe saca un beneficio económico de su trabajo, cuando uno se entera de que sus escritos están a la venta (textos, libros, periódicos, tiras cómicas, películas), entonces inexplicablemente se considera que él no merece tanto ser protegido, que su seguridad no es tan importante y que en el fondo sólo hace todo lo que hace buscando su interés propio. Y se concluye diciendo: “Se lo buscó un poco, ¿no?”. Wolinski y sus compañeros de Charlie Hebdo también sufrieron acusaciones de ese tipo.

En realidad, a pesar de que Francia reaccionó mucho mejor a las primeras amenazas y a una primera agresión contra Charlie Hebdo que los otros países europeos que enfrentaron situaciones similares, y de que las autoridades contestaron que quienes se consideren víctimas de una ofensa siempre podían someter su caso a la justica, fue precisamente sobre Francia que cayó el ataque, y no bajo la forma de una demanda judicial o de un proceso legal, sino ante el único tribunal que estos exaltados conocen: el de la violencia armada.

En todas partes se escuchaban críticas a media voz contra las caricaturas publicadas por Charlie Hebdo. Se decía que los dibujantes exageraban para estimular las ventas y sanear la situación económica del periódico y que pensaban que un humor pesado y sin matiz, hasta indelicado, tenía más impacto y saltaba más a la vista.

Pero no hay que olvidar que la blasfemia es un derecho y que cuando se plantean ciertas cuestiones de principio, ese derecho se torna intocable. Y cabe recordar que muchos periódicos que criticaron los supuestos excesos de Charlie Hebdo publican todo tipo de chismes y violan sin pudor alguno el derecho al respeto de la vida privada, lo que nunca hizo Charlie Hebdo.

Uno nunca debería callar ni recurrir a la autocensura por temor a ser víctima de chantaje, a ser amenazado, odiado, inclusive asesinado. Eso es indiscutible.

La Europa actual se olvida de defender la libertad de expresión. Ese olvido no significa que renunció a ese derecho, sino que lo descuidó, que dio muestras de inercia hasta el día en que algunos la enterraron bajo un montón de proyectiles.

Y el problema no se plantea solamente en el caso del terrorismo islamista, sino también en el caso de los narcotraficantes: los gobiernos vacilan, los tribunales consideran los mecanismos de amenazas como delitos periféricos y, mientras no se vierta sangre, no los condenan.

Me pregunto: ¿Se sabe cuántos periodistas murieron el año pasado? 70. Y 178 más fueron detenidos. En Turquía, 23 periodistas están encarcelados únicamente porque escribían en un periódico crítico hacia el gobierno.

Me pregunto: ¿Cómo se puede olvidar tan fácilmente que en México uno corre el riesgo de ser asesinado por un twit; que en Arabia Saudita, Raif Badawi acaba de ser condenado a mil latigazos (los 50 primeros le fueron infligidos hace algunos días) por haber creado un foro de discusiones en línea sobre el Islam y la democracia? ¿Cómo se puede olvidar que en Italia decenas de personas están obligadas a vivir bajo protección policiaca y que en Dinamarca se buscó atentar contra la vida del dibujante Kurt Westergaard, autor de las caricaturas sobre Mahoma? ¿Ya se nos olvidó el realizador Théo van Gogh, asesinado en los Países Bajos? ¿Y en México, María Rosario Fuentes Rubio, eliminada por su campaña en Twitter, y las decenas de estudiantes que habían participado en una marcha? ¿Acaso basta que estos eventos no hayan ocurrido en París o Berlín para olvidarlos?

Ciertamente “todos somos Charlie” nombra una solidaridad emocional instintiva, esa pulsión que Kant describía como la capacidad inmediata para percibir, antes que la razón, lo que es justo y lo que no lo es. Como si esa capacidad de discernimiento estuviera inscrita en nosotros. Pero se trata siempre de una forma de adhesión que ocurre después de que ha corrido la sangre.

Charlie Hebdo no se dirigía a millones de lectores. El semanario tenía problemas y su cierre era un riesgo inminente. No se trata de un ataque contra TF1 (cadena privada de televisión, la de mayor audiencia en Francia) o contra un gran diario nacional. La explicación es quizás de orden táctico: es más fácil asaltar una pequeña estructura que una grande, dotada de un sistema de protección importante.­

Pero no es la única razón y no es la principal: independientemente del tamaño del medio, cuando un mensaje logra destacar en la masa de los artículos y de los diarios, golpea más duro, hiere y actúa como una punta que se clava. No es el medio más grande que asusta, sino el que sabe inventar una forma de expresión y difundirla, el que sabe arrojar luz sobre contradicciones y no limitarse a tocar la partitura habitual.

Toda estrategia militar de defensa identifica los lugares sensibles del territorio. Ahora, como lo pudimos ver, esos blancos ya no son los parlamentos, los ministerios y los cuarteles. Atacar a los soldados es un acto de guerra que relega el conflicto al campo de la guerra. Golpear a los políticos “diluye” el alcance militar del mensaje: hoy no existe un personaje europeo susceptible de encarnar la historia y los valores de la Unión Europea, por lo tanto, atentar contra un político sería visto como un ataque aislado.

Pero para el terrorismo islamista como para el de los narcotraficantes, matar a artistas, intelectuales y blogueros, es matar el pensamiento. Eso da la posibilidad de intimidar a todo el mundo, de suscitar una identificación inmediata entre la opinión pública y la persona golpeada, de demostrar que la reflexión y la difusión de una idea pueden ser castigadas.

No es un ataque contra personajes de la clase política o contra instituciones, sino contra el único territorio que hace de Occidente una tierra aparte: el de la libertad de expresión. Si no actuamos se impondrá el silencio. Si la movilización de las personas y de las conciencias que sacude actualmente al mundo occidental se apaga rápidamente después de algunos días de indignación y de uno o dos minutos de recogimiento, entonces sí se podrá decir: “Nueva cita para el próximo atentado”. (Traducción de Anne Marie­ Mergier) Este texto se publicó en la edición 1995 de la revista Proceso.

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