MÉXICO, D.F. (Proceso).- Con el pretexto de la canción “Mi querido capitán” de José Alfonso Palacios de los años veinte, sobre las tiples de la época, Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio (LEGOM) escribe una farsa homónima sobre un batallón del ejército mexicano en la lucha contra el narcotráfico, comandado por “su querido capitán”.
La homosexualidad, el machismo y la estupidez es lo que los define y, entre burlas, malos entendidos, órdenes y contra órdenes, los soldados bailan, filosofan de la manera más pedestre e intentan resolver el problema del muertito que han quemado y aventado al río.
La violencia y el asesinato que el ejército practica con total impunidad en nuestro país se vuelven hechos cotidianos al interior de este batallón donde, como un estudio de casa, observamos desde el microcosmos, un macrocosmos espeluznante. Los temas tratados a la ligera por ellos nos remite a casos como la desaparición de los normalistas en Ayotzinapa, el caso de Tlatlaya y tantos otros. Si no hay pudor y moral en los personajes, tampoco la tiene el autor al exponer sin ningún filtro la situación. Es así y que cada quien piense lo que quiera, se ría de lo que ve, o simplemente sonría asqueado. La farsa está ahí sin concesiones.
El director Sebastián Sánchez Amunátegui conjunta a un grupo de 7 actores y se pone el reto de mantenerlos a vistas y jugar con escenas simultáneas. El capitán (Antonio Lojero), Pachis (Bernardo Benítez), el subalterno con que mantiene una relación amorosa y Cheetos (Ricardo Rodríguez), quien cometió el crimen, son los personajes en los que se centra la obra. Ellos dialogan e interactúan al mismo tiempo que el resto del batallón, interpretado por Froylán Tiscareño, Daniel Ramírez, Alan García y Ariel de la Torre, juegan a las cartas, beben y fuman.
La ambientación está bien resuelta en el trazo y la simultaneidad, aunque en ocasiones los momentos de intimidad se confunden. Tres números musicales se intercalan en las escenas como si estuvieran en una disco rompiendo asertivamente el continuo de la trama. La historia se reitera, se repite el error, el regaño, la búsqueda de soluciones, y remata con la violencia hacia un travesti que encarna lo que ellos son y que niegan brutalmente.
Los elementos escenográficos: una mesa, un catre y un par de sillas metálicas, suficientes para concretar el espacio escénico, pero los focos de colores que encienden y apagan los actores dependiendo de las necesidades de la acción, no son suficientes para que Isaías Martínez, con apoyo de otros elementos, haga una iluminación sugerente y con los claroscuros necesarios.
Sebastián Sánchez Amunátegui consigue un ritmo fluido, con acciones complementarias que apoyan los diálogos. Su propuesta tiende a la farsa aunque requeriría de un mayor énfasis en la caracterización de los personajes. Antonio Lojero, el capitán, no consigue la fuerza escénica que su personaje requiere, donde la imposición y su debilidad sentimental se mezclan durante la obra.
En Mi querido capitán, que se presenta los jueves en el Foro Shakespeare, queda al desnudo el comportamiento sin escrúpulos de los soldados rasos. Con el lenguaje prosaico y cínico de los personajes se hace evidente la podredumbre e ignorancia de los que dicen luchar por nuestra seguridad y que son a los que más tememos.