Los "fantasmas" de Topo Chico

viernes, 10 de junio de 2016 · 09:20
El desastre en las cárceles de Nuevo León estalló a inicios de año, cuando una revuelta dejó 49 muertos en Topo Chico, y que en el arranque de este mes vio el asesinato selectivo de un jefe de la mafia. Entre otras cosas, el hecho reveló que en las prisiones de la entidad hay quienes hace años deberían haber sido liberados, pero nadie se ha tomado la molestia de avisarles; internos que nadie sabe qué delito cometieron, y gente con enfermedades mentales que no debería estar recluida. MONTERREY (Proceso).- Rosalinda Martínez Zul vive en el pabellón psiquiátrico del ala femenil del Penal de Topo Chico. De acuerdo con reportes internos, fue internada por homicidio. Pero hace 15 años que cumplió su condena, señala una compañera. No sale porque nadie ha ido por ella. No tiene a dónde ir. Éste es uno de los numerosos casos similares que menudean en el viejo reclusorio, donde hay internos que están olvidados por la sociedad y por el sistema penitenciario. Una fuente de la Secretaría de Seguridad Pública del Estado (SSPE) reconoce que el gobierno de Nuevo León revisa más de 500 expedientes de hombres y mujeres que pudieran estar en un limbo jurídico. Muchos de ellos, admite, están en condiciones de regresar a la calle. No salen por ignorancia o porque la Dirección Penitenciaria del Estado no les ha mostrado la salida, a la que ya tendrían derecho. El pasado 10 de febrero se perpetró la peor masacre en la historia penitenciaria del país. En el Penal de Topo Chico (en la colonia Nueva Morelos, al norte de esta capital) fueron asesinados 49 internos en un enfrentamiento entre bandas que buscaban controlar el jugoso cobro de extorsiones, privilegios y venta de droga. La masacre provocó el colapso de los sistemas de gobierno y autogobierno en la penitenciaría, que fue construida hace casi 70 años. Nuevo León capitalizó la tragedia para reestructurar todo el sistema de convivencia entre los 3 mil 800 internos. Fue anunciado el fin de las mafias y de los perniciosos sistemas de control informal, a través de los cuales se cobran cuotas por todo. La renovación fue total. Luego de la matanza, los internos remozaron el inmueble. Pintaron toda la penitenciaría. Se reconstruyeron las tuberías de agua potable y drenaje. Se instaló, otra vez, una red de gas natural. Las cámaras de vigilancia fueron reparadas. Más de 200 tendajos, que ocupaban toda el área transitable, fueron desmantelados. Sin embargo, la tragedia regresó. La noche del miércoles 1, un grupo de internos asesinó a golpes y puntazos (puñaladas) a Javier Orlando Galindo Puente, El Maruchan, quien pretendía obtener el control de la prisión luego del motín de febrero. Con él fueron ultimados dos de sus seguidores. Manuel González, secretario general de Gobierno, explicó que el Cártel del Noreste decidió “suprimirlo” debido a que ya no recolectaba los 20 millones de pesos mensuales en cuotas que se obtenían con anterioridad. El funcionario dijo que con ese dinero se financiaban actividades criminales del cártel en el exterior. Sin embargo, los reproches sociales le cayeron de inmediato, y desde el Congreso local se llamó al mandatario para que convoque de nuevo a las autoridades federales para que se encarguen de la seguridad del lugar. Los pasillos y espacios de convivencia, eso sí, ya se ven despejados. Los internos pueden caminar por los reducidos confines del antiguo penal. Y avanzan los trabajos por mejorar las condiciones de confinamiento. Pero cuando el polvo de la remodelación se asentó, de entre los escombros se hicieron visibles algunos casos dramáticos. La Administración Penitenciaria de Nuevo León encontró que, en Topo Chico, había centenares de expedientes olvidados en archiveros arrumbados en bodegas. No habían sido tocados en años. Al revisarlos, encontraron centenares de casos sorprendentes. En total, la SSPE revisa 529 carpetas para ver qué reclusos ya debieron ser excarcelados. En un recorrido hecho por Proceso se conocieron algunos casos. Otros ni siquiera han salido a la luz. Sin salida La sección de mujeres está en la esquina suroriente del penal. A esta área se le conoce como La Femenil. El espacio es cerrado, con dos paredes de cemento de unos cinco metros de alto, que ofrecen buena sombra. En lo alto hay una alambrada y, en una esquina, un torreón. Una serie de mesas y bancas de acero y concreto están alineadas en el centro del amplio patio, en forma de L, cubierto por un toldo de lona. Hay dos edificios, donde habitan las 400 mujeres que purgan condenas. Afuera de los cuartos hay ropa tendida que se seca mecida por el viento caliente. Las ventanas sirven también para colgar las prendas y los uniformes anaranjados. En algunas mesas fijas de metal se extienden sábanas húmedas. Cuando ocurrió el cruento incidente, las mujeres entraron en pánico. Su temor era que los varones cruzaran hasta su espacio para lastimarlas. Sólo cuando la policía llegó a imponer el orden se tranquilizaron. Adentro, en los ambulatorios, la sensación es de claustrofobia. Las celdas son estrechas Es complicada la convivencia en las espacios de tres por tres metros, donde interactúan, a diario, cuatro mujeres. Ellas se esfuerzan por hacer grato el entorno. Colocan en las paredes cuadros religiosos, en las esquinas hay muñecos de peluche. Sobre los colchones hay cobertores de colores. Al fondo del patio están los lavaderos y los tendederos. Detrás de ellos, como si disimularan una puerta secreta, se accede a un área que se conoce como pabellón psiquiátrico. En esta área se huele la humedad. No llega la luz del sol. Las paredes están desnudas. Nadie se ocupa de colocarles un mínimo ornamento. Aunque la temperatura afuera es alta, la atmósfera entumece. El espacio no tiene calor humano. Aquí hay mujeres de las que se sabe muy poco. En esta sección, como en las otras, cada cubículo tiene cuatro camas, pero las celdas sólo son ocupadas por una sola huésped. En la primera reja, a la derecha, hay una mujer rolliza con el torso desnudo, dormitando bocabajo. Se alivia el calor despojándose de la blusa. Las costillas se mueven ostensiblemente, como un fuelle. Nadie recuerda cómo se llama y sus compañeras no quieren preguntarle para no interrumpir su siesta. En el cubículo contiguo está una mujer que grita sin descanso. La encargada del pabellón le pregunta su nombre: Paula Contreras Guajardo, responde. Viste un suéter rojo. Aunque todas deambulan libremente en los patios a esa hora de la tarde, ella está encerrada con candado. Por entre las rejas saca los brazos y quiere tocar a las visitas. Está visiblemente emocionada. Alegre, canta: “Marieta, no seas coqueta, porque los hombres son muy malos. Prometen muchos regalos, y lo que dan son puros palos…” Repite la melodía en un loop, cuatro, cinco veces. Piden que le den agua, Kool Aid. Luego suelta otra frase: “Mándame un beso”. La repite unas 10 veces. La encargada de vigilarla informa que está encerrada por homicidio. No saben a quién mató. Entre ellas sólo saben que hace mucho tiempo privó de la vida a alguien. Lleva 15 años en esa celda y todavía le faltan otros 10. Paula, quien aparenta unos 60 años, tiene la mirada extraviada y pronuncia frases sin sentido. Aunque ríe, en sus ojos se percibe ansiedad. Enfrente de ella está otra mujer, vestida con un atuendo rosa. Está sentada frente a la reja, a la orilla de la cama. Sus rodillas tocan el acero que la separa del corredor y del bullicio de sus compañeras. La encargada la mira con extrañeza y se da cuenta de que no sabe su nombre. La señora de rosa no habla. Su vista está clavada en el piso. Es indiferente a la visita. Su apatía es completa. A la izquierda de esa interna está Rosalinda Martínez Zul. Una compañera explica que fue encerrada por homicidio. No se sabe si el señalamiento es preciso. Eso se cree. Rosalinda está “imposibilitada a razonar”, dice. No habla. Todo el tiempo tiene una sonrisa extraña. Parece que no tiene noción del lugar que ocupa en el mundo. Viste una blusa verde y le faltan los dientes frontales. El cabello desteñido se le esponja. Aparenta unos 50 años y su aspecto es amistoso. Desde hace 15 años terminó su condena, dice su compañera. Es libre, pero no lo sabe. En todo este tiempo nadie ha acudido a visitarla. No se le conocen familiares. No hay quien responda por ella. Está sola en su celda, cubierta por las sombras. Está sentada en la litera y con la espalda pegada a la pared. Con la visita su mirada se anima y se pone de pie para escudriñar al intruso. Luego vuelve a su asiento. Adentro de la celda de Rosalinda hay una toma de agua que sale de la pared. Es el espacio donde toma su ducha. No está cubierto, nada protege su intimidad. Más que un goteo, escapa del tubo un chorro pequeño, que tiene mojado el piso por el que camina. El ruido incesante y monótono taladra el silencio como un cincel. Quién sabe si pueda dormir. Sus pantalones de mezclilla están mojados hasta las rodillas. Se levanta de nuevo, curiosea y regresa a su lugar, sentada sobre un cobertor de lana, sin colchón, sobre la plancha de concreto que le sirve de cama. Al fondo del ambulatorio hay una mujer enigmática. Es de cabello claro y ojos verdes. Las facciones son finas. No parece mexicana. La mujer que guía el recorrido, la señala en un susurro: “Es rusa”. Viste un incómodo suéter de rayas horizontales de colores y, además, está cubierta con una cobija de lana. Se tapa hasta la cabeza. Dicen las mujeres que se llama Elena. Cuando se le pregunta directamente su identidad, responde: “Anónimo”. Su acento es extraño. Con voz entrecortada dice que no puede hablar, porque necesita que esté presente un abogado. No se sabe cómo llegó a Topo Chico. Tiene ahí como año y medio, dicen sus vecinas. Hasta donde se sabe no cometió ningún delito. Reportes de prensa de 2013 señalan que se llama Elena Gouliakova, es rusa y llegó hace 10 años a Monterrey como instructora de patinaje. Pero tiempo después policías municipales la encontraron dormida al lado de un cajero automático, al poniente de la capital. Fue llevada a los separos municipales y, desde ahí, a un hospital psiquiátrico. No se sabe qué circunstancias la llevaron a recalar en el reclusorio. Sus compañeras dicen que es huraña y que no convive. La Rusa, como la conocen, echa una última ojeada a las visitas y vuelve a cubrirse hasta la cabeza. Al momento de la conversación, su celda estaba con candado. En el área de varones circula Alberto Canavatti Frech. Es un hombre calvo, alto, de 70 años. Camina entre jóvenes con un gesto de constante estupor. Se siente desubicado, pero habla con propiedad, como un hombre instruido. Pernocta en el área psiquiátrica. “Ya me debieron haber dejado salir, pero las leyes no me dejan. Estoy aquí por abuso de confianza, tengo tres años y medio. Es ridículo, ya tengo 70 años. Se supone que el gobernador nos iba a dejar salir a todos los viejos, pero no ha habido nada”, apunta. No refiere cuál es el tiempo de su condena. Parece querer seguir hablando, pero los ojos le tiemblan y decide guardar silencio. Canavatti deambula como un fantasma por los patios. Se rasca la cabeza moteada por lunares. Por lo que se ve, no se encuentra a gusto en medio de los jóvenes. No se sabe cuántos más casos hay como éstos. Luego de la masacre hubo un recuento de fallecidos. Los números no le cuadraron al gobierno de Nuevo León. De los 49 muertos, 40 fueron identificados y nueve estaban sin nombre. Cinco perecieron calcinados. Pero había cuatro que no aparecían en las listas. No se sabe qué hacían ahí. Días después la autoridad afirmó que todos habían sido plenamente identificados, aunque no se preocupó en documentar su dicho. Revisión de expedientes En Seguridad Pública del Estado, institución encargada de los penales, se conoce el rezago en la revisión de los expedientes. Saben que muchos de ellos no han sido tocados ni mirados en años. Por eso es necesario rescatar los archivos para verlos uno por uno. Existe un plan del gobierno de Nuevo León, para reunir unos 13 millones de pesos para pagar la fianza de 248 internos y que puedan salir. Los beneficiados deberán haber cumplido, como mínimo, 60% de sus condenas. El secretario general de Gobierno, Manuel González Flores, señaló que el subsidio será aplicado para reparar el daño hecho, pagar un abogado o saldar la fianza. La preliberación de estos reclusos representa, para el estado, un ahorro de 64 millones de pesos anuales, dijo. El hecho es que a la administración de Jaime Rodríguez Calderón le urge despresurizar los tres penales que hay en la entidad. En Topo Chico existe una población de 3 mil 800 internos; en el de Apodaca, mil 890; y en el de Cadereyta, mil 944. Hay unos 8 mil internos en total y la capacidad de los tres reclusorios es de 7 mil. Murió en el olvido El 16 de mayo pasado murió en Topo Chico Elías Alberto Canavatti Frech. La noticia fue dada a conocer por la asociación civil Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos (Cadhac), que señaló que el hombre era un interno del pabellón psiquiátrico. Era inimputable. Su muerte “refleja la probable tardanza con la que se atiende a las personas internas que presentan alguna enfermedad”, denunció el organismo ciudadano. Con motivo del deceso, Cadhac exigió al gobernador que procure que los internos vivan en condiciones dignas, con higiene, acceso a los servicios y atención médica. El organismo presidido por la monja Consuelo Morales Elizondo señaló que personas como Canavatti Frech están indefensas. “Es especialmente preocupante la imposibilidad del Estado de proveer los cuidados necesarios para las personas inimputables que se encuentran internas, ya que la falta de infraestructura, marco normativo y atención especializada atentan contra los derechos humanos y la dignidad de los recluidos, de acuerdo con lo establecido por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH)”, denunció el organismo en un boletín.

Comentarios