El pianista de Jarmuk

domingo, 10 de julio de 2016 · 11:05
Para contrarrestar los horrores de la guerra, el sirio Aeham Ahmad solía tocar su piano. Lo tocaba –para los niños y para él– en las calles de su barrio, Jarmuk, entre bombardeos, tiroteos y ruinas. Eso lo hizo famoso… tan famoso que ahora, luego de su odisea para salir de Siria, se le reconoce y homenajea en Alemania. Pero la fama no le ha alcanzado, se lamenta, para sacar de Damasco a su familia. BERLÍN (Proceso).- En plena guerra civil siria, cuando las bombas y enfrentamientos lo destruían todo y la gente moría por decenas día a día, Aeham Ahmad recorría las calles de Jarmuk, su barrio en el sur de Damasco, arrastrando su piano, el cual había montado sobre una plataforma con ruedas. Entre escombros, edificios colapsados y ruinas, Ahmad se instalaba en medio de la calle y hacía lo único que sabe hacer: tocar piano. Acompañado a veces por amigos, a veces por su padre –violinista– y la mayoría de las veces por niños del barrio, el joven sirio-palestino tocaba y cantaba durante horas. Era, dice, una forma de plantarle cara a la miseria y crueldad de la guerra y brindarles a los niños, y a sí mismo, esperanza, alegría y motivación para seguir aguantando. Pensar en huir y buscar una mejor vida para él y su familia en Occidente nunca fue su objetivo. Sin embargo, las amenazas de muerte del Estado Islámico, que desde principios de 2015 tomó bajo su control Jarmuk, lo obligaron a irse. Hoy la vida de Aeham Ahmad ha dado un vuelco de película: la prensa europea lo ha catapultado como el refugiado más famoso del mundo; luego de tocar para niños y vecinos entre los escombros de su añorada Jarmuk, ahora lo hace ante la canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente federal, Joachim Gauck; estrellas musicales de la talla de la reconocida pianista de origen argentino Martha Argerich o el cantante y productor alemán Herbert Grönemeyer lo invitan a compartir escenario y, además, los medios más importantes e influyentes del mundo lo buscan para entrevistarlo. El infierno de Jarmuk La de Ahmad es una historia que sólo se puede creer cuando se le escucha hablar. Durante un encuentro en Berlín con algunos corresponsales, entre ellos la de Proceso, hace referencia una y otra vez a la falta de identidad y de hogar. Y es que, en su calidad de palestino, el joven de 28 años es doblemente refugiado. Su abuelo, junto con miles más, dejó hace casi 70 años Palestina y emigró a Siria. Si bien ahí los inmigrantes fueron recibidos por el régimen, sus descendientes permanecen hasta hoy en calidad de refugiados, pese a haber nacido y vivido –desde hace dos generaciones– en el país que les dio acogida. “Mi vida ha cambiado pero aún no sé qué pasará en el futuro. Primero necesito tener a mi familia junto a mí, y después un pasaporte, una identidad. Tengo ofrecimientos para tocar en Inglaterra, Francia, Italia y Egipto pero no puedo hacerlo siendo refugiado. “En Siria también lo era. Siempre lo he sido. En nuestro documento de identidad sirio aparece en letras rojas que somos refugiados. No se nos reconoce como sirios y como palestinos tenemos muchos problemas: siempre se piensa que uno es terrorista y para ir a cualquier lugar hay que quitarse la ropa para demostrar que no llevamos bombas encima. Así que mi casa, mi hogar, es el piano. Cuando lo toco, cierro los ojos y lo que veo es mi tierra, mi patria de la que hablaba mi abuelo”, dice. Y es que, Jarmuk, el barrio donde hace 28 años nació Ahmad, es en realidad el campo de refugiados palestinos más grande de Siria, ubicado ocho kilómetros al sur de Damasco. Hasta antes del inicio de la guerra, en 2011, en el campo vivían casi 150 mil personas y la vida ahí se acercaba mucho a lo que es la normalidad: bazares con productos de todo tipo, edificios de vivienda con agua potable y electricidad, mercados, escuelas, hospitales y libre circulación; eso sí, sólo dentro del distrito de Damasco. “Vivíamos en armonía. No había conflictos. Yo como musulmán podía visitar las iglesias cristianas, incluso las sinagogas. Y todo funcionaba en paz, sin problemas. Luego vino la guerra y todo eso se acabó”, recuerda. Y sí. En los enfrentamientos entre las fuerzas rebeldes sirias y las tropas del régimen de Bashar al-Assad el pequeño campo de refugiados de sólo 2.11 kilómetros cuadrados quedó en medio del fuego cruzado. En 2013 Jarmuk fue sitiado y quienes no lograron o no quisieron huir, tuvieron que padecer: cientos murieron de hambre y sed. Durante más de dos años no hubo electricidad y más de un año escaseó el agua potable. Entonces Ahmad decidió hacer frente al horror. Señala que pensando en los niños y en sí mismo decidió salir a las calles con su piano y llevar un poco de alegría y esperanza a los que, como él, habían decidido permanecer en Jarmuk. El joven registró su actividad en fotos y videos y los compartió en las redes sociales. En su cuenta de Facebook y en YouTube,­ específicamente. Pronto se comenzó a saber más allá de las fronteras de Siria de la existencia del pianista de Jarmuk que tocaba en medio de las ruinas de la ciudad. Para 2015 la situación en el campo de refugiados era insoportable. Los enfrentamientos entre los combatientes sirios y la presencia del Estado Islámico que amenazaba con tomar la capital hizo imposible que la ayuda humanitaria de la ONU llegara hasta las casi 15 mil personas que aún estaban ahí. El pequeño barrio de refugiados estaba sitiado y el secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, calificó la situación de Jarmuk como una catástrofe, equiparándolo con un campo de muerte. Para empeorar la situación, en abril de 2015 el Estado Islámico tomó el control del campo y Aeham se convirtió en otra víctima más del terror. “Yo seguía saliendo a la calle con mi piano, pero hubo dos factores que hicieron que lo dejara y pensara por primera vez en la huida”, recuerda. “El Estado Islámico tomó la ciudad y yo evitaba toparme con ellos; pero un día fue inevitable y uno de esos hombres se me acercó a preguntar qué hacía yo con eso: ‘Es un piano y toco música’, respondí. De inmediato señaló que eso estaba prohibido. Regó con gasolina mi piano y le prendió fuego. Además, dejó clara la amenaza de muerte en caso de desobedecer”, explica. Poco antes, narra Aeham al tiempo que su rostro y su mirada se ensombrecen, otro hecho lo marcó: mientras tocaba para los niños de su calle, una de las pequeñas que coreaba su música recibió un impacto de bala que la mató. “Quizás esa bala iba dirigida a mí. Pero le tocó a ella y la mató. Así que la destrucción de mi piano no fue la razón fundamental para dejar la música en Jarmuk. De haber querido, hubiera sacado otro piano y si me lo hubieran quemado de nuevo, hubiera sacado otro y otro. Pero no quise poner más en riesgo a los niños”, explica. Y es que, Aeham y su padre tenían en su ciudad una tienda de instrumentos musicales en donde los reparaban y construían. Pianos tenía, efectivamente, muchos. El gusto y pasión por la música tuvo su origen en ese pequeño taller. “Baba (papá en árabe) siempre me impulsó para aprenderlo. De niño yo prefería salir a jugar futbol, pero él me ofrecía algo así como un euro por cada hora que yo me quedara en casa aprendiendo y tocando el piano”, recuerda riendo a carcajadas. Lo que el padre –quien toca, pese a su ceguera– sembró, el hijo cultivó y enriqueció. Cuando tuvo la edad suficiente, Aeham perfeccionó su conocimiento de piano en el Instituto Árabe de Música, de Damasco, donde el director y compositor Solhi al-Wadi fue su maestro. En 2007 el joven palestino se matriculó también en la Universidad Baath, de Homs, para estudiar pedagogía de la música. Justo cuando le faltaban tres módulos para terminar la licenciatura llegó la guerra y tuvo que dejar el estudio. “Estudié pedagogía y psicología como parte de la carrera. Si en algún momento logro tener un pasaporte, me gustaría terminar mis estudios y enseñar música a los niños. Siempre me gustaron mucho los niños y ahora más, porque tengo dos hijos pequeños”, dice. Durante la conversación constantemente hace referencia a su esposa e hijos. Ahmad, de tres años con nueve meses, y el pequeño Kinan, de sólo un año con ocho meses, permanecen en Damasco con su madre y abuelos. En un principio la familia completa intentó huir pero lo peligroso del camino les hizo tomar la decisión de que sólo el padre buscaría llegar a Europa y luego, de forma segura, traería al resto de la familia. “No quise que ninguno de mis hijos muriera ahogado en el mar como tantos niños han muerto. Si algo le pasara a uno de ellos, yo moriría”, dice con firmeza. La huida Con las amenazas de muerte del Estado Islámico sobre su cabeza e impulsado por su madre que lo quería a toda costa a salvo, Aeham tomó la decisión que tanto había evitado: huir de su Jarmuk. Con su esposa e hijos sólo logró llegar a la ciudad de Homs, 160 kilómetros al norte de Damasco. Ahí se dio cuenta de que el camino sería demasiado peligroso. Se despidió de su familia y siguió sólo con un tío. “Fue un camino muy duro que emprendí con cerca de 3 mil personas. Salí de Jarmuk el día dos del octavo mes (agosto de 2015) y llegué a Múnich el 23 del noveno mes (septiembre de 2015)”, dice. Los detalles de las penurias que tuvo su periplo los resume así: “Padecí hambre, mucha sed, tuve que compartir una botella de agua con 20 hombres más durante días, caminé cientos de kilómetros y vi morir ahogada a mucha gente”. Tras una azarosa travesía que lo llevó a cruzar a pie la montañosa frontera con Turquía, Aeham tuvo que llegar al otro extremo del país, al puerto de Izmir. Ahí durmió durante días en la calle hasta que logró enganchar a un traficante que lo ayudó, a él y a cientos más, a cruzar en bote hasta alguna isla griega. Tuvieron que pasar tres intentos, en cada uno de los cuales vieron a gente ahogarse, para finalmente desembarcar en la isla griega de Mitilini. El peligroso periplo por mar fue registrado por las cámaras de la BBC, pero sin periodistas. “Sabían de mí y me contactaron para acompañar mi viaje. Yo les dije que sí, pero que tenían que subir conmigo en la barca y si naufragábamos, morirían junto conmigo. Entonces el periodista que me buscó me dijo: ‘Mejor te prestamos las cámaras y tú te grabas’, (risas). Es natural, la gente ama la vida y no quiere arriesgarla. Seguramente los refugiados no la amamos”, dice irónico. A salvo en suelo griego y una vez alcanzada Atenas, Aeham siguió con su tío la llamada ruta de los Balcanes hasta llegar a Múnich: Macedonia, Serbia, Croacia, Eslovenia, Hungría, Austria y finalmente Alemania. Fue uno de los más de 1 millón de refugiados que durante 2015 cruzaron las fronteras alemanas. A casi 10 meses, pareciera que la vida de este joven palestino-sirio le tiene reservadas gratas sorpresas, aunque a un precio aún muy alto. Sólo habían pasado tres meses desde su llegada a Alemania cuando fue reconocido con el recién creado Premio Beethoven a los Derechos Humanos , auspiciado por la asociación alemana Johanes Wasmuth y respaldado por innumerables músicos y asociaciones culturales de corte internacional, “por su extraordinario compromiso contra la guerra y la violencia”, según la exposición de motivos. Dos meses antes, en octubre de 2015, fue invitado a participar en un gran concierto en favor de los refugiados en Múnich, en donde compartió escenario con estrellas alemanas. Desde entonces su fama ha subido como la espuma. “Me preguntan si la fama me ha ayudado, y sí, claro que ha ayudado. Yo tengo la oportunidad de que mi voz sea escuchada. Muchos compañeros del albergue en el que vivo me animan y apoyan para salir y contar lo que vivimos. Otros no y los entiendo. Pero a mí lo que más me interesa es que mi esposa e hijos vengan conmigo. Para eso la fama hasta ahora no me ha ayudado”, dice resignado. Ahmad logró que las autoridades alemanas le otorgaran asilo tres años. Pero para reunirse con su familia tendrá que esperar cuando menos otro año. Al ser refugiados palestinos en Siria no les está permitida la salida del país. Tienen, explica, que solventar el trámite en Líbano, país que está rebasado por los millones de refugiados. “Logramos que nos den una cita para 2017. Mientras tanto tengo que esperar y rogar por que estén bien”, concluye.

Comentarios