Cómo aprendimos a callarnos

viernes, 20 de octubre de 2017 · 10:02
¿Cómo se ejerce la censura en las plazas dominadas por el narco? ¿Cómo recalan en un diario las complicidades de las autoridades con el crimen organizado? ¿De qué manera un capo amenaza o chantajea a periodistas y un cártel impone a un medio la línea editorial? A partir de experiencias vividas en carne propia, la periodista Kowanin Silva arroja luz sobre las dificultades y riesgos que enfrentan los reporteros en las ciudades del norte del país. Su texto, del cual se ofrecen aquí algunos fragmentos, forma parte de Romper el silencio, libro publicado por la Brigada para Leer en Libertad y Periodistas de a Pie, que se presentará este 21 de octubre en la Feria Internacional del Libro del Zócalo. (Proceso).- 8 de enero de 2010. Ese día amaneció nevado. Una llamada me despertó en la madrugada con la noticia de que habían matado a Valentín Valdés, un ducho reportero y excompañero en la universidad, que trabajaba para el periódico de la competencia. Ya no pude dormir. Más tarde descongelé el vidrio de mi carro y conduje hacia mi oficina. Además de nieve, vi en quioscos algunos titulares de los diarios: “Ejecutan a reportero de Saltillo”, leí en uno. Valentín había sido dejado en la puerta del Motel Marbella. Su cadáver presentaba señales de haber sido torturado. Dejaron un mensaje que nunca se revelaría. Una semana antes, el Ejército había detenido en ese motel a un operador del Cártel del Golfo. Aunque todos los medios habíamos cubierto la noticia, Valentín había investigado más que cualquiera. En aquellos años la guerra de cárteles que se había desatado en la ciudad nos hizo ver algo más que muertos: reporteros desleales que cambiaron sus autos desvencijados por camionetas 4x4, reporteros que portaban radios de más de cien mil pesos y que rastreaban la frecuencia de la policía y de los narcos; reporteros que, en cada cobertura incómoda para el cártel al que servían, les quitaban a los fotógrafos la memoria de sus cámaras, copiaban el material y les advertían: “Si sale algo ya sé quién fue, cabrones”. No eran infiltrados. Eran reporteros traidores que se habían vendido al cártel y ordenaban qué sí y qué no publicar. Estaban adentro de nuestras redacciones. Tenían nuestros teléfonos, nuestras direcciones. Estábamos rodeados. Los periódicos tenían miedo de echarlos y sólo nos restaba torearlos. Es muy probable que a Valentín lo hayan entregado estos traidores. Porque Valentín no era como ellos. Valentín era el chico nerd de la clase, el presidente de la sociedad de alumnos de la escuela, el hijo noble y responsable que mantenía a sus padres, el reportero honesto. Nunca fuimos amigos pero nos respetábamos. La última vez que lo vi fue aquel día que cubrimos el operativo en el Motel Marbella. Después sólo me quedó la imagen de él: encobijado, irreconocible. Seguía yo, decía el mail que me llegó esa tarde. “YA SAVEMOS  DONDE VIVES PINCHE GORDA, TE VAMOS A DESCUARTIZAR Y A TIRAR ENCUERADA EN PEDACITOZ AFUERA DEL MARBELLA COMO LE HICIMOS CON VALENTIN. SI NO TE REGREZAS A TU RANSHO TE VA A CARGAR LA CHINGADA, TE TENEMOS HUBICADA, A TI Y A TU AMIGA LESVIANA CON LA QUE VIVES EN EL CENTRO. COMANDANTE MATEO Z” Le hice caso a mi miedo. Regresar a mi rancho, enfriarme, salirme de la jugada, como dicen. El escondite fue el hostal de un amigo. La sala estaba llena de libros. Ahí viven los mejores guardianes, Angas y Mangas, un pastor alemán y un labrador que eran puro amor. En un mes, el miedo parecía haberse ido. Llamé a la redacción y les avisé que volvería. Antes de partir entré al cibercafé del pueblo para revisar mi correo. Y otra vez, ahí estaban ellos. “YA SAVEMOS QUE ESTÁS EN CREEL PINSHE GORDA, NI SE TE OCURRA REGREZAR. SOY EL COMANDANTE MATEO DE LOS ZETAS Y ESTAS ADVERTIDA” No sé hacer otra cosa más que periodismo. Así que regresé a Coahuila. “La Hummer de mal agüero”  Fue hasta el martes que lo extrañé. Uno de los reporteros que estaba a mi cargo, y que llamaré José, no había asistido el lunes a la junta que suelo tener a diario. Pensé que andaba cansado: se había desvelado durante varios días para entregarme una investigación arriesgada, en la que mostraba la ruta de robo del combustible en el tramo Saltillo-Monterrey. José es de esos reporteros que suelen escribir en la redacción hasta el amanecer, es de esos que se emocionan cuando ven su nombre en la portada, es de esos que aprenden de las correcciones, que redactan más de tres borradores. Es un reportero en extinción, pues, y el martes tampoco apareció. En su teléfono entraba el buzón. Su roomie lo había perdido de vista desde el domingo y el vocho que manejaba y era del periódico estaba estacionado a la vuelta de la calle. La procuraduría hurgó en sus cosas y no tardó en insinuar que se trataba de un suicidio. Incluso montó un operativo muy fantoche para buscar el cadáver de José en un arroyo cercano. José seguía desaparecido. Diez horas después, hechos manojos de nervios y miedo, mientras pensábamos qué diría el comunicado donde informaríamos de la desaparición, recibí una llamada del celular de José. —¿Estás bien?, ¿dónde estás? —pregunté esperando que fuera la voz de José. —Sí, me tiraron en la carretera y caminé hasta Concha del Oro —su voz se escuchaba aletargada, como si no hubiera dormido en años—. Una familia me ayudó. Le pedí alguna ubicación para ir por él, pero esa noche José no tenía cabeza para saber adónde quedaba el norte. Le dije, entonces, que caminara hacia la iglesia del pueblo y ahí nos encontraríamos. El dueño del periódico quiso ir por José apenas les conté a los directivos, pero no lo dejaron y fue Alejandro, el subdirector editorial, quien me acompañó. Notificamos a las autoridades que José había aparecido, que iríamos a recogerlo. El procurador nos recomendó no viajar solos y nos asignó un grupo de escoltas que le rendían cuentas al subprocurador. “Vas con mi mejor gente”, me había dicho el procurador. Yo sólo quería ir por José, me calaba la culpa. ¿Cómo se nos había ocurrido publicar una investigación sobre la mafia de huachicoleros que operaba en Coahuila? Era el 2008: la mafia operaba en la ciudad y nos lo estaba haciendo saber. En el auto íbamos Alejandro y yo, acompañados de un escolta que no cargaba siquiera con una navaja de explorador. Atrás, en una Suburban, venían el subprocurador y seis, siete oficiales, vestidos de civil, armados hasta los pelos. De hecho, la primera parte del plan era librar el retén que queda a la entrada de Zacatecas, pues los escoltas no tenían permiso para usar armas en otra jurisdicción. Arrancamos en caravana y, justo a la salida de la ciudad, la Suburban nos alcanzó y uno de los oficiales nos ordenó parar. El subprocurador se bajó y nos avisó: “Me están diciendo mis superiores que no es seguro que vaya con ustedes, pero no se preocupen, van con los mejores”. Yo sentí miedo y se me revolvió el estómago. Ya era de noche cuando agarramos carretera. Alejandro le pisó y yo recé. Libramos el retén y más adelante, justo llegando a la curva por donde se entra a Concha del Oro, nos detuvimos. El oficial que nos acompañaba se bajó y se dirigió a la Suburban para recoger sus armas. Regresó con nosotros y tomó el volante. En la camioneta estarían alertas; irían a cierta distancia nuestra. Recuerdo que entramos por una avenida larga, sin fin. Era media noche y en las calles ni un alma, ningún auto nos esperaba. Nomás nosotros. “¿Para dónde queda la iglesia?”, preguntó el oficial. Le contesté que nunca había estado ahí, que le diera recio para adelante, a ver con qué nos encontrábamos. Y con lo que nos encontramos fue con que el pueblo debe tener el récord de número de iglesias por calle. En algún momento topamos con otra iglesia. En la contraesquina estaba estacionada una Hummer negra, con vidrios polarizados. —¿Qué hacemos? —nos preguntó el oficial con cara de niño asustado. —Usted es el que sabe, no me espante —le respondí. —Bájese pues a buscarlo. —¿Cómo? —Sí, bájese a ver si encuentra a su compañero. Ni Alejandro ni yo nos bajamos. La Hummer era ave de mal agüero. Rodeamos la iglesia y ahí encontramos a José. Estaba sentado, abrazado a sus tobillos, con una mochila. Bajé por él, José se trepó rápido a la parte trasera del carro y me sujetó de la mano. Me apretó tanto que pude sentir algo de su miedo. No me soltó en toda la carretera. Durante el trayecto, José habló poco. Dijo que lo secuestraron afuera de su casa. Que le cubrieron el rostro, pero no lo lastimaron. Que lo retuvieron dos días. Que le hicieron saber que todo era culpa de su investigación sobre las cachimbas, las tiendas clandestinas de diésel. Que sólo por un momento le descubrieron el rostro y que un señor que dijo ser “El Jefe” se le plantó enfrente y le advirtió: “Veme bien para que no se te olvide quién manda, cabrón”. Esa noche regresé a casa a las tres de la mañana. Vivía sola. Apenas cerré la puerta, me solté a llorar. “Ahí sígale con su revistita” Me he quedado sin voz. Soy norteña, judoka, alta, robusta y tan fuerte que cargo el tanque de gas con una mano. Pero hoy me he quedado muda. Estoy llamando al director editorial para pedirle ayuda y mi voz no reacciona. Como en esas pesadillas donde uno quiere gritar y no puede. Este no es un sueño. Por más que muevo mi boca y camino de un lado a otro y respiro, no me sale sonido alguno, puras lágrimas. Supongo que esto es el silencio. Es Navidad, pienso. Es Navidad. ¿Puede haber un silencio más siniestro? Hemos escuchado balazos, hemos escuchados los gritos de las madres que no encuentran a sus hijos y nosotros hemos quedado callados tal y como nos lo han ordenado. Sigo muda. Cuelgo. Le envío mensajes por la Blackberry. —No me sale la voz, mejor te digo por aquí. —¿Qué pasó? —Me llamó el comandante Lobo. Me dijo: “¿Kowanin?”, y yo: “Sí”. Pensé que era un amigo que me hablaba para felicitarme. Me dijo: “Soy el comandante Lobo de los Zetas. Nomás hablo para desearle Feliz Navidad. Ái sígale con su revistita y a ver cómo le va”. —¿Pues qué sacaste? —Nada, no hemos publicado nada. Esa noche tenía casa llena. Mi familia había llegado de Chihuahua cuando supieron que, por la carga de trabajo, yo no tendría vacaciones. Pavo, tamales, quesos, vino, regalos, abrazos. Así transcurría la noche hasta que la llamada lo jodió todo. Mis archivos mentales recorrían cada página del periódico del último mes, ¿qué lo había hecho enojar esta vez?, ¿qué había sido tan grave como para estar yo en la mente de un cabrón zeta, justo empezando Navidad? Lo primero que recordé fue un reportaje que publicamos en Semanario de Investigación, que dirijo, sobre una estética que funcionaba de fachada de un congal. Cuando el reportero me la entregó, me resistí. Al final la leí: traía horas de calle, horas de escritura, la historia era buena, atrapaba. Según mi síndrome de inmunidad, evité todo riesgo: direcciones, nombres, detalles. Era una historia que podía suceder en cualquier parte del mundo. No funcionó: sabían mi número del radio de Nextel que ni yo me había aprendido, sabían mi nombre y mis apellidos, y sabían que yo editaba el semanario. Esa madrugada, el director del periódico habló con el procurador. La orden fue que me dirigiera con el comandante X, que él se encargara de mi asunto. Yo tenía antecedentes de que el comandante X era el nexo con el crimen organizado. Nunca le hablé. Me encerré en mi casa por dos días y fue peor. Era como estar en una jaula. Con tanto tiempo para pensar, y guiada por mi intuición, armé un plan, bajo la hipótesis de que el Estado está coludido con el crimen organizado: responsabilizaría al procurador en caso de que me sucediera algo. Le diría que organismos de protección a periodistas y medios internacionales ya estaban enterados. Mi intención no era que me mandaran escoltas, sino decirle entre líneas que calmara a esa gente, a su gente. O sabrá Dios. El procurador me dijo: “Yo no veo riesgo, no creo que se tenga que ir de aquí”. A los pocos días, en casa nos esforzábamos por planear el mejor Año Nuevo en mucho tiempo. Paranoia  El día que el PRI ungió a Humberto Moreira Valdés como su dirigente nacional, Saltillo perdió la paz que aparentemente había. Ese 4 de marzo de 2011, en la avenida más transitada, policías y gatilleros se agarraron a balazos durante una hora. Se persiguieron por avenidas intocables, a horas intocables, en una ciudad que Moreira presumía era intocable. La gente se encerró en sus casas y los reporteros de la fuente policial fueron atrás de la balacera sin chaleco y sin seguro de vida. Esa noche el gobierno del estado citó a una rueda de prensa. Para esas horas el pánico era lugar común y ningún reportero, ningún editor, quiso asistir a la conferencia. ¿Qué tal si atacan Palacio de Gobierno?, decían. El director editorial y yo fuimos. Él tomó las fotografías, yo grabé video y redacté la nota. Cuando decidí volver a casa, no encontré mis llaves. Soy una distraída, pero ese día estaba en mis niveles más altos de distracción. Las busqué por todo el periódico. En los baños, en la maleta de la cámara, en el auto. Nada. No estaban y la paranoia se me trepó. ¿Y si ya saben dónde vivo? ¿Y si me las robaron en la rueda de prensa? Me fui a un hotel. Eran las dos de la mañana y me dio vergüenza tocarles a esas horas a mis amigos. No dormí. Pasé vomitando toda la noche. Pienso que era la paranoia, la paranoia de tiempo atrás. Al día siguiente llegué al periódico con la misma ropa. Buscaba a un cerrajero cuando citaron a junta. Había llamado “el líder de la plaza”, un tipo que llevaba tiempo hablando al periódico para dictar la línea editorial o para contarnos su versión de los enfrentamientos. “El líder de la plaza” me había dejado un mensaje: “¿Ah, muy chingones?, ya los vi haciendo preguntas en la rueda de prensa de ayer; síganle así y nadie los va a defender, ni los federales”. Yo había sido la preguntona. Qué fácil es desarmar a un periodista en el norte. Siempre llega alguien para decirte que no puedes preguntar, que no puedes investigar, que no puedes publicar, que no sigas. ¿Y qué haces si saben todo de ti, dónde vives, quiénes son tus amigos, qué es lo que te duele más? Este adelanto del libro Romper el silencio se publicó el 15 de octubre de 2017 en la edición 2137 de la revista Proceso.

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