La historieta, formación sentimental de los mexicanos

lunes, 3 de abril de 2017 · 13:45
MONTERREY, N.L.- Sentencia Agustín Sánchez, curador de la exposición Una historia muy monita, el nacimiento y el deceso del cómic nacional, recién inaugurada en el Museo de Historia Mexicana (MHM) de esta ciudad: “La historieta mexicana está muerta y con ella pereció también uno de los mayores promotores de la lectura.” El cómic mexicano llegó a ser un género que a través de aventuras de personajes emblemáticos dio humor, reflexión y hasta debate político a millones de lectores que en sus hogares, en los autobuses y en la calle, ensoñaron con aventuras gráficas que les dieron identidad cultural, los reflejaron como personas y les dieron temas de conversación y debate. “La gran tragedia de la muerte de la historieta es que con ella terminó la lectura. Si no se lee historieta, no se lee nada. El chat en WhatsApp no es lectura, son sólo comentarios, y la posibilidad de dialogar sobre lo que se lee y conoce se acabó. Hace décadas, todos se pasaban las revistitas y las comentaban, y este fenómeno de masas contribuyó, entre mexicanos, a la formación sentimental y hasta política, pues ayudó a la formación de muchos para cuestionar al país.” La exhibición, abierta este 15 de marzo, contiene más de 150 piezas originales como dibujos, bocetos, revistas y videograbaciones de los artistas que las crearon y difundieron durante más de un siglo en diarios y publicaciones diversas de todo el país. Presentada por vez primera en México, Una historia muy monita… se concentra en la presentación de ocho de las historietas más emblemáticas del país: Chanoc, Kalimán, Rolando el Rabioso, Los Supersabios, Los Supermachos, Memín Pinguín, El Santo y La Familia Burrón. Pero también hay espacio para otras publicaciones históricas como Paquín, Paquito, Chamaco y Pepín. La muestra está conformada con el acervo del Museo Nacional de Culturas Populares, Museo Objeto por Objeto, MHM y colecciones particulares, entre los que se encuentra el mismo curador Sánchez, quien tiene 20 años estudiando el subgénero literario. Él lamenta que en México sean tan menospreciadas las historietas “pues poseen un aporte cultural fundamental para la vida de México y contribuyeron enormemente a la alfabetización de los mexicanos iletrados”. Para el historiador, la defunción de la historieta se firmó en 1972 con el último número de Los Agachados, de Rius, revista que anteriormente se llamaba Los Supermachos y que por censura echeverrista tuvo que cambiar de nombre. Almas de niño Agustín Sánchez, quien tiene como experticia el conocimiento de la obra del ilustrador mexicano José Guadalupe Posada, precisa que la historieta mexicana logró su época de oro entre la década de los veinte y de los sesenta. Se le conocía como “el cine de los pobres”, porque la gente no tenía dinero para acceder a un entretenimiento caro, como era el modernísimo invento de la narración visual en pantalla grande. Por eso recurría a los cuentitos. La caricatura nació como tira cómica junto con los periódicos al inicio del siglo XIX, primero en forma de cartones políticos y luego como secuencias que relataban historias, como la del Cuadro histórico del general Santa Anna, publicada en 1856, sobre el héroe de El Álamo en diversas facetas. Fue en los años veinte del siglo pasado cuando el género tomó auge, con la aparición en los diarios, de Mamerto y sus conciencias por textos de Jesús Acosta e ilustraciones de Hugo Tilghmann; El señor Pestaña, de Andrés Audiffred e Hipólito Zendejas; y Chupamirto, del mismo Acosta. En 1936 surgió Pepín (bautizado en honor del propietario de Editorial Juventud que la tiraba, José García Valseca), la cual llegó a vender millones de ejemplares, y a partir de ahí provocó un furor de casi tres décadas. En la exposición del MHM se presentan publicaciones que, a juicio del curador, son emblemáticas. Sánchez dice que se requeriría una veintena de espacios como éste para albergarlas a todas. Sin embargo, se exhiben tesoros ante la mirada nostálgica del público: Se aprecian en vitrinas ejemplares originales de Pepín y Paquín, así como de otras historietas previas, como Almas de niño, donde apareció por vez primera y como personaje secundario el negrito Memín. Existe un espacio particular para Los Supersabios, la historia que ilustró y escribió Germán Butze y se convirtió en una de las publicaciones icónicas del país. Hay a la vista algunos tomos originales de la serie quincenal que presentaba las peripecias de los chicos Paco, Pepe y Panza (más la niña Clavelito) que eludían las trampas de dos malvados (el sabio Solomillo y Don Seve), quienes querían apropiarse de sus inventos. Santo, el enmascarado de plata goza de su propio nicho. El luchador del pueblo ya era conocido en sus andanzas por los cuadriláteros, pero fue la revista dibujada por José G. Cruz que lo colocó como ídolo popular inmortal. Apareció semanalmente en 1952, pero su demanda consiguió se publicara hasta tres veces cada siete días, hasta 1958, con tirajes de un millón de ejemplares. De “Los Burrón” a “Rius” Una historia muy monita… le rinde reverencia a La Familia Burrón, de Gabriel Vargas, considerado el gran cómic de todos los tiempos en México. Tuvo larga vida: apareció entre 1948 y el 2009. Relataba las desventuras de Borola, una aristócrata venida a menos, que se casa con don Regino. Imprimía hasta un millón de ejemplares por semana. En la sala dedicada a los Burrón se observan ejemplares auténticos e ilustraciones de Vargas y de su sobrino Guty. Chanoc es otro de los hitos del cómic nacional. Su creador, Martín de Lucenay, la convirtió en historieta con dibujos de Ángel Mora, quien luego tomó guiones de Pedro Zapiain para crear una especie de Tarzán mexicano, que vivía aventuras de carácter ecológico, acompañado de su viejo padrino Tsecub Baloyán. Se publicó entre 1959 y 1979, y fue llevado a la pantalla grande en diversas ocasiones. Los visitantes son recibidos al recinto de Kalimán con una imagen gigante de El Hombre Increíble, quien apareció como radionovela en 1963. Como historia impresa tuvo un éxito arrollador con los argumentos de Clemente Uribe. En esta sala hay extractos de cintas suyas que protagonizó el actor canadiense Jeff Cooper. De Memín Pinguín, creación de Yolanda Vargas Dulché, se exhiben bocetos originales y plantillas de color que fueron rescatadas especialmente para el MHM. Durante los años sesenta, México se volcó a seguir las aventuras de este personaje nacido en 1943 con dibujos de Alberto Cabrera. En 1963, el tremendo moreno resucitó con su propia historieta ilustrado por Sixto Valencia y la escritora Vargas Dulché (quien lo bautizó así en honor de su marido, el empresario editorial y novelista Guillermo de la Parra, inventor de Rarotonga). Los Supermachos, de Eduardo del Río, Rius, cuenta con toda una galería. Pasa a la historia como “el cómic transgresor que cuestionó por vez primera el sistema político mexicano, hegemónico, controlado por el PRI”. Nunca en la historia un presidente había sido satirizado como se hizo ahí, donde se presentaba al personaje Gedeón (nombre cuya referencia obvia era Gustavo Díaz Ordaz). El zamorano Rius lo hizo en un momento de gran represión a partir de un cuento publicado en 1967, y luego de un centenar de números debió cambiar de título y personajes para renacer como Los Agachados, hasta desaparecer en 1972. Espejo nacional El valor de los cómics para México, como sociedad, se concentra en el reflejo que hacía de la propia historia, mostrando la idiosincrasia del pueblo e impulsando la lectura a través de las revistas que presentaban monitos. Señala Agustín Sánchez: “Las historietas ayudaban a las campañas de alfabetización. En la segunda década del siglo pasado, José Vasconcelos, entonces secretario de Educación, las utilizó para difundir la lectura. En un segundo período de esplendor, el cómic mexicano también ayudó a que la niñez leyera cuando se introdujeron los libros de texto gratuitos. En esas épocas la gente aprendió a leer y no tenía qué. Entonces voltearon a las historietas.” Contrario a lo que señalan sus detractores, el cómic es un vehículo cultural que fomenta la lectura, pues no sólo contiene monitos bien dibujados, sino que su propuesta narrativa habla de historias enteras. “Tenían las dos vertientes. Eran para leerse y verse. Vargas y Rius dijeron que ellos no eran historietistas, sino escritores. Estaban más preocupados por el texto que por la imagen. Estéticamente, Rius no es como Naranjo ni como Helioflores, sus trazos son simples, sin volumen, porque justamente le interesaba más el texto, lo que querían decir. Rius retoma temáticamente toda la represión y los controles políticos que había en la década de los sesenta, cuando fueron los peores años de nuestra vida política.” Por su parte, Gabriel Vargas hizo un rescate del lenguaje de lo mexicano con La Familia Burrón, “reflejó cómo era la gente, con sus aspiraciones y anhelos y la forma de expresar”. No existe en México una memoria material del género, pues a diferencia de los periódicos que se conservan en hemerotecas, no hay espacios que almacenen las publicaciones del cómic. Las editoriales no hicieron compilaciones de los ejemplares impresos, ni conservaron los dibujos originales. Tampoco hay estudios serios sobre esta temática, que parece ser víctima del menosprecio de la sociedad, a la que tanto le ha dado. La exposición en el MHM estará abierta hasta el mes de agosto. Este reportaje se publicó en la edición 2108 de la revista Proceso del 26 de marzo de 2017.

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