Sergio Pitol (1933-2018): La sabia ironía

domingo, 15 de abril de 2018 · 13:13
Acababa de cumplir 85 años el 18 de marzo. Desde 2009 se le había diagnosticado una afasia progresiva. El jueves 12 murió en su casa de Xalapa, Veracruz, si bien había nacido en Puebla. En su vida desarrolló con gran riqueza dos actividades: la literaria y la diplomática. En el primer terreno se distinguió como uno de los más sobresalientes narradores mexicanos de la segunda mitad del siglo XX, y fue laureado dentro y fuera del país. Sergio Pitol recibe en estas páginas la más entrañable despedida: la de la reflexión sobre su legado. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Luego de su paso por la revista de estudiantes universitarios Medio Siglo –que reunió a jóvenes que más tarde alcanzarían mayor o menor relevancia en la vida literaria mexicana (entre otros Javier Wimer, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Víctor Flores Olea)– Sergio Pitol se da a conocer ante un público más amplio en la revista del poeta jalisciense Elías Nandino Estaciones, junto a sus amigos de inacabable duración: Monsiváis y José Emilio Pacheco. Pitol se había trasladado a la Ciudad de México desde Córdoba, Veracruz, a donde llegó pronto tras nacer en Puebla. Nació en 1933 y cursó en Córdoba sus estudios hasta la preparatoria. En aquel D. F. haría la carrera de Derecho. En 1958 Juan José Arreola –a quien acudió en compañía de Pacheco– le publica en los Cuadernos del Unicornio Victorio Ferri cuenta un cuento (texto en el que brota una prosa agilísima, caudalosa y a la vez intensa, en el registro del monólogo de un desconcertante personaje enfrentado, no sin plena aceptación y aun con gusto, a todos los males imaginables de este y estotro mundo). La revista de Nandino pone a circular en 1959 el primer libro de Sergio Pitol: Tiempo cercado, a raíz del que el autor dirá al crítico Emmanuel Carballo que entre los rasgos sobresalientes del grupo de escritores noveles al que él pertenece está “en primer término nuestro inconformismo. Muchas soluciones tanto artísticas como vitales ya no nos convencen. Creemos firmemente en el rigor literario y abominamos la creación artística de las soluciones fáciles”. Prosigue Pitol, al referirse a los textos de Tiempo cercado (en el prólogo elaborado por Carballo a Sergio Pitol, dentro de la colección Nuevos Escritores Mexicanos del Siglo XX Presentados por sí Mismos, Empresas Editoriales): “La falla fundamental de estos textos consiste en la carencia de un estilo propio. Todavía se ven claramente las influencias, y lo que a mí me interesa no es repetir sino crear. Sin embargo, pienso que a algunos de estos cuentos los salva la pasión con que fueron escritos y que no siempre quedó neutralizada por los titubeos de un estilo aún incipiente.” Por su parte apuntaría Emmanuel Carballo: “Culto y profesional, a la par que en vías de acceso a la madurez, Pitol crea [en los cuentos de Tiempo cercado] personajes memorables, cuenta historias verosímiles y atrayentes y pone en práctica un estilo en el que las ‘novedades’ y los tropiezos no suplantan sus aportaciones ni sus innegables aciertos expresivos.” Es de interés también lo que acerca de aquel mismo libro publicó José Emilio Pacheco (lúcido lector ya a sus veinte años) en Estaciones: “Casi todos los cuentos de este libro tienen como tema común la saga de los Ferri, señores feudales de la región veracruzana. Cae sobre su estirpe un hálito ominoso que Pitol trasmite con un lenguaje denso, acerbo, obsesionante, trabajado con habilidad pero muy poco apto para la narración. Con todo, Pitol demuestra en su primer libro que tiene un sitio destacado entre los nuevos escritores.” Lo cierto sería que aquel lenguaje de los primeros textos suyos Pitol habría que refinarlo, sin menguarle fuerza, intensidad, lo haría uno cada vez más pulcro, eficaz, cautivador. “Victorio Ferri cuenta un cuento” habrá de ser uno de los textos preferidos de los de su autoría. Aparecerá varias veces, rehecho, afinado, en libros distintos. Pitol lo situaba, en 1965, entre los dos cuentos “que se aproximan a lo que escribo”, junto a, “fundamentalmente”, “Hacia Varsovia”, un cuento de 1963 aparecido más tarde en Los climas (Joaquín Mortiz, 1966) y luego en varias colecciones, como Cementerio de tordos (Ediciones Océano, 1982). Una velocidad de ráfaga no impide en aquel texto dibujar con hondura en unas cuantas páginas personajes que viven más de una historia, delirante, redonda y abierta. Pitol en efecto ya en 1963 era un escritor maduro y singular, dueño de un mundo, es decir de un estilo que no desdeña los adjetivos, siempre precisos, y que engarza en una prodigiosa arquitectura la terca fantasía con una realidad conjetural y a menudo ominosa. En 1967 el autor publica un libro que no deja dudas de su rara y seductora destreza: No hay tal lugar, siete cuentos que dejan en claro la eficacia de un estilo a la vez torrencial y leve, irónico y afilado. Como sus amigos Carlos Monsiváis y Pacheco, Sergio Pitol fue un lector obsesivo y gozoso. En el prólogo de Los cuentos de una vida. Antología del cuento universal (Debate, 2002), cuenta cómo armó aquel libro que le pidió Braulio Peralta: “De pronto, me vino a la mente reunir sólo los cuentos de autores que han sido fundamentales en mi vida y, tal vez, en mi obra. Configurar, a la distancia, una autobiografía a través de una lista de textos realmente preferidos. Seleccionar títulos y autores que han sido también mis circunstancias. Desde hace más de sesenta años jamás he dejado de leer. He vivido para leer. Leo para seguir viviendo... Tengo, desde luego, otros intereses, pero aun ellos son resultado de la lectura y han sido potenciados por ella.” Refiere también que para él fueron fundamentales “cuatro novelistas de inusual fortaleza: Henry James, Thomas Mann, Benito Pérez Galdós y William Faulkner” al mismo tiempo que otros, que Pitol llama escritores de “culto”, por su grandeza y por ser de veras conocidos por grupos reducidos de lectores aun cuando su fama fuera mayúscula: Jorge Luis Borges, Antón Chéjov y Alfonso Reyes: “Ellos me transmitieron una pasión por el cuento que perdura hasta el día de hoy”. El cuento de Borges “La casa de Asterión”, aparecido entre nosotros en el suplemento México en la Cultura en 1952, fue el texto decisivo: “Lo leí con estupor, con gratitud, con infinito asombro. Tal vez el mayor deslumbramiento que conocí en mi juventud fue el lenguaje de Borges. Al llegar a la frase final de ‘La casa de Asterión’ tuve la sensación de que una corriente eléctrica recorría mi sistema nervioso. Exultaba una felicidad que ninguna lectura me había producido...”. Los lectores de las novelas de Sergio Pitol se adentran, jalados por una incesante fuerza centrífuga, en mundos fascinantes. En este campo Pitol es capaz de todo al poner en juego su visión de la vida, que es su visión de mujeres y de hombres que tratan de representar disparatadamente lo que sus máscaras tendrían que decir. Tras las apariencias, el ánimo irrefrenable del juego, la parodia que no se reconoce más que en el torrente de una prosa fascinante, desasida de todo lujo que no sea el del registro veraz de lo improbable. En 1984 Pitol comienza su trilogía carnavalesca, novelas magistrales sin hipérbole, pobladas de ironía, los filos del sarcasmo y escritas con el aplomo de un autor que sólo de milagro al parecer no se sale del quicio que él mismo ha inventado. Aparece entonces una de sus novelas mayores, si no es que la mejor: El desfile del amor (como el resto, bajo el sello de Ediciones Era). Está presente allí un flanco del autor del que poco se ha hablado: una visión de México, de su capital, representada por una de sus viejas colonias emblemáticas, la colonia Roma, y en especial por uno de sus inmuebles que está a las claras fuera de cuadro:  “Así como el edificio no correspondía al barrio, y, bien mirado, ni siquiera a la ciudad, su parte interna tampoco era coherente con el gótico falso de la fachada, con la mansarda, las ventanas en ojo de buey y los cuatro torreones...”. El novelista apunta mirando el declive de la Roma que todos los cambios que había venido teniendo el barrio “señalan el auténtico fin de esa parte de la ciudad, el comienzo de una época distinta”. En 1988 aparece la segunda pieza de la trilogía: Domar a la divina garza, sin duda la obra más lúcidamente enloquecida de las de Sergio Pitol. Al decir de Carlos Monsiváis (en “Sergio Pitol: el autor y su biógrafo improbable”, en un libro de colaboraciones varias –de Vila-Matas, Juan Villoro, Jorge Volpi, Daniel Sada, Anamari Gomís, entre otros autores–: Sergio Pitol. Los territorios del viajero, Ediciones Era) “no tanto el despliegue humorístico como escenario del grand guignol del lenguaje y de los caracteres. Domar a la divina garza contiene la prolongada imprecación de un personaje contra la vida, y, también, la furia de las situaciones contra los personajes”. La novela que cierra el tríptico El carnaval es La vida conyugal, que prosigue, con levedad y plena eficacia, el tono paródico de las otras dos piezas. El título de la obra indica con fidelidad a dónde se dirige el filo irónico, a veces cruel, a veces tierno, del autor. Varios otro libros suyos engrosan la lista imprescindible: los cuentos de Nocturno de Bujara, el relato Asimetría, las novelas El tañido de una flauta y Juegos florales, los ensayos De Jane Austin a Virginia Woolf, de Pasión por la trama, esa suerte de memorias literarias de El arte de la fuga... Sergio Pitol es el escritor mexicano más auténticamente cosmopolita en cuanto a su propia biografía. Como miembro del servicio exterior, al que ingresó en 1960, trabajó por la cultura del país en Roma, Belgrado, Varsovia, París, Beijing, Moscú, Praga, Budapest, Barcelona. Fue embajador en Checoslovaquia en 1980. Naturalmente, con inteligente malicia, incorporó ambientes, caracteres, historias a sus narraciones al tiempo en que fue ampliando su mirada. Traductor notabilísimo, vertió a nuestra lengua obras de autores esenciales como Henry James o Joseph Conrad, Vladimir Nabokov o (su amado) Antón Chéjov. Su vida dejará dos huellas indelebles: la de su obra formidable, plena de luces briosas y construida con un estilo único, caudaloso y puntual, de sabia ironía, y la de su presencia indeclinablemente noble, cálida, siempre y para siempre querible. Este texto se publicó el 15 de abril de 2018 en la edición 2163 de la revista Proceso.

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