Esclavitud electrónica

domingo, 8 de abril de 2018 · 09:44
Con la anuencia de las autoridades migratorias de Estados Unidos, la compañía Libre by Nexus aprovecha la vulnerabilidad de los indocumentados detenidos para ofrecerles un “programa”: mientras se litiga su caso, pueden quedar libres bajo fianza a cambio de portar un “grillete electrónico” que permita localizarlos. Además de saldar la fianza, que oscila entre 10 mil y 20 mil dólares, estos inmigrantes deberán pagar unos 4 mil más por activar el dispositivo y 420 mensuales por portarlo; este último pago puede tener carácter indefinido. Si nunca reúnen la fianza, pagarán de por vida. MIAMI, Florida (Proceso).- Le cuesta mucho trabajo caminar con el grillete: seis meses después de que se lo pusieron en el tobillo, le susurra a su hermana que el aditamento raspa, pesa, le dificulta bañarse y dormir… hacer su vida. Olema Martín Aguilar no mira de frente. Le incomoda todo contacto visual. “Ella es tímida, todos los de nuestra sangre lo somos un poco”, interviene su hermana, Juliana Martín Aguilar. “Pero lo que en verdad le sucede a ella es que le da vergüenza. Se siente animal”. Olema tiene 30 años, es madre de una pequeñita de cinco y desde su entrada a Estados Unidos, en octubre de 2017, deambula por las calles de Homestead, al sur de Miami, como las reses que ella solía pastorear de niña en Guatemala: con un grillete en una extremidad. Sólo que el que su abuelo colocaba en los animales era rústico y decorativo. El de ella es electrónico y cuesta 4 mil dólares. O al menos eso dicen sus dueños. Su grillete es en realidad un localizador satelital. Un GPS. “El señor que me lo colocó me dijo que era una pulsera”, confiesa Olema, siempre con la vista en la cabeza de su hija, a la que no para de acariciar el cabello negrísimo y lacio. En el momento en que un juez de inmigración le fijó una fianza de 10 mil dólares para que permaneciera en Estados Unidos –mientras en un juicio se decide su situación migratoria–, la compañía Libre by Nexus (LBN) hizo su aparición. Fue simultáneo: la compañía se ofrecía a pagar la fianza; a cambio, Olema firmaría un contrato donde se comprometería a devolver esa cantidad a Libre by Nexus. Ella jamás tuvo conciencia de cómo o cuándo. “Fíjese que cuando me dejaron verla, ya había hecho el garabato que le dijeron que serviría como su firma”, dice su hermana Juliana, con más tristeza que indignación.­ Juliana, su padre y dos familiares más viven en Estados Unidos hace siete años. Su historia es la de millones: vinieron huyendo de la violencia de las maras que asaltaban, saqueaban, extorsionaban a los habitantes del caserío en las zonas rurales de Quetzaltenango, en el suroeste de Guatemala. Acá esperaban a Olema y a la pequeña Xareni, cuyo nombre maya significa Princesa del Bosque. Olema le habla a su hermana en mam, lengua de origen maya que sobrevive apenas en Guatemala y en la frontera de Chiapas. “Nosotras hablamos español como segundo idioma. Nos cuesta a veces, porque primero pensamos en mam. Yo he aprendido a mejorarlo acá en Miami, pero mi hermana lo habla menos”, dice Juliana y de inmediato, adivinando lo primero que podría pensarse, agrega: “Si no habla casi español, imagínese usted cómo iba a entender lo que le estaban diciendo en inglés cuando le colocaron la pulsera”. La firma El contrato lo firman el inmigrante y Libre by Nexus, una compañía con sede en Virginia que exhibe un meteórico crecimiento: desde su lanzamiento en 2013 ha abierto 30 oficinas en Estados Unidos y una en El Salvador. Según sus declaraciones de impuestos de 2016, factura más de 30 millones de dólares al año. Salvo algunos casos documentados en California, donde ocasionalmente sus representantes presentan una hoja que explica en vago español la naturaleza coercitiva de ese contrato, el signatario debe leer y aceptar todas las condiciones redactadas en inglés y con vocabulario eufemístico. Por ejemplo, Libre by Nexus se refiere al vínculo entre su cliente y la compañía como “el programa”, precisamente el término con el que se le presenta al inmigrante la oferta para lograr su libertad: acogerse al programa de LBN. Ese programa consiste en un negocio muy simple: la compañía pone el dinero total de la fianza fijada por el juez, y a cambio exige que, durante el tiempo que el migrante tarde en cubrir ese monto, lleve un dispositivo electrónico para mantenerlo localizable y por el cual le cobrará una renta mensual. The Washington Post cifra en 12 mil 500 el número de inmigrantes que hasta la semana pasada habían firmado acuerdos con la compañía. El primer golpe llega rápido: para instalarle “la pulsera” los familiares del cliente deben pagar un cargo inicial de activación. La suma oscila entre 2 mil 700 y 4 mil dólares, dependiendo del monto total de la fianza fijada por el juez. Ese cargo de activación no se deduce de la cifra total de la fianza. Como tampoco se deduce el pago mensual, fijo e invariable: 420 dólares, que desde ese momento deberá abonar el portador del GPS a LBN hasta que haya logrado reunir el monto original de su fianza. Este pago mensual tiene carácter indefinido y puede ser perpetuo: si nunca reúne su fianza, pagará de por vida. Y ya hay una demanda colectiva en curso (class action), radicada el 15 de febrero de 2017 en Oakland, California, contra Libre by Nexus por violación de derechos a inmigrantes y por lucrar con la vulnerabilidad de éstos ante el sistema. Esa demanda detalla los costos para una fianza de 10 mil dólares: durante los dos primeros años en que el cliente sostenga la deuda de su fianza con LBN, terminará abonando cerca de 9 mil dólares anuales en pagos mensuales, y la deuda original seguirá intacta. A partir del tercer año de deuda, el cliente pagará tasas de interés y cargos acumulados sobre la deuda principal, que dispararán su gasto a 13 mil dólares por año. Y su deuda se mantendrá invariable. De hecho, al año y cinco meses de abonar 420 dólares mensuales, el “cliente” ya habría pagado la totalidad de una fianza de 10 mil dólares. Pero nada de esto sucede con los contratos de LBN. Y desde el momento en el que toca su piel, el dispositivo se convierte en el centro de mimos y cuidados de su prisionero. Si se le rompe, reemplazarlo cuesta 4 mil dólares. En la salud y la enfermedad Abel Rodríguez Díaz descubrió muy pronto hasta qué punto su grillete electrónico le sería inseparable. Abel nació en Cuba, tiene 42 años y llegó a Estados Unidos por la frontera mexicana en mayo de 2017, cuatro meses después de que Barack Obama derogara la política Pies Secos, Pies Mojados, que otorgaba residencia legal en el país a cualquier cubano que tocara suelo estadunidense. Fue detenido y pasó por tres centros de procesamiento de inmigrantes hasta que en noviembre de 2017 fue puesto en libertad con una fianza de 15 mil dólares… y un grillete de LBN. Dos meses después, el dispositivo comenzó a lastimarle la pantorrilla. “Cada día me raspaba más, me empezó a hacer unas llagas que me han llenado de cicatrices la pierna”, dice Abel mientras se levanta el pantalón. Las cicatrices están ahí, alargadas, con cambio de coloración y textura en su piel. Cuando los familiares de Abel llamaron a LBN para solicitar un examen del caso, se dieron de bruces con otra circunstancia surrealista: la compañía no paga por empleados que supervisen en persona el funcionamiento de los GPS. Abel debía solicitar formularios que le llegarían vía correo postal en un periodo de entre cinco y siete días hábiles, documentar lo que le estaba ocurriendo con fotos y con el dictamen de un médico que certificara el perjuicio del dispositivo en su cuerpo. Luego, esa documentación se sometería a la compañía en Virginia. Ahí evaluarían su caso y tomarían una decisión. “Imagínate si yo podía esperar todo ese tiempo. Era como para que me cortaran la pierna”, dice Abel. “¿De dónde iba yo a sacar un doctor si ni siquiera puedo tener un seguro de salud?”. “Es un negocio privado perfectamente diseñado para sacar toda la ventaja posible de estas víctimas”, afirma Alfonso Oviedo, abogado de inmigración radicado en el sur de Florida. “Ha aprovechado muy bien la disfuncionalidad del sistema migratorio estadunidense”. Según Oviedo, hay denuncias no documentadas pero sí conocidas sotto voce de que LBN facilita información al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas sobre los clientes que dejan de pagar sus cuotas mensuales. Sospechosamente, algunos de esos clientes que incumplen el contrato forman parte de los próximos detenidos en redadas nacionales. Demasiado miedo Sólo aceptan dar sus nombres hasta la mitad: Milagros C. y José Fidencio. Son marido y mujer desde que estudiaban en un colegio de Acatlán de Juárez, Jalisco. “Somos casi primos, m’ijo”, dice un sonriente José Fidencio. Su esposa le da un codazo: “No digas eso. Es sacrilegio, hombre”. Luego explican que ambos son descen­dientes de huicholes. No permiten que se les tomen fotografías. Asisten como invitados a una de las concentraciones domingueras en la casona de Nora Sandigo, directora de la fundación que lleva su nombre y que intenta aliviar el martirio de miles de indocumentados que llegan hasta su casa en Homestead, en busca de consejo o consuelo. El domingo 25 Sandigo invitó a su casa a todos los indocumentados que pudo. La cadena estadounidense HBO filmaría uno de los episodios de la prestigiosa serie documental Vice (homónima del medio digital) con los inmigrantes que sufren un acoso furibundo bajo la administración Trump. Milagros C. y José Fidencio se mantuvieron lejos de las cámaras. “Sabemos que llevar estos brazaletes en el tobillo es una forma de decirles siempre dónde estamos, pero no queremos provocarlos (a las autoridades). Tenemos miedo, demasiado miedo”, dice Milagros, de 51 años pero de apariencia mucho mayor. El de ellos es un caso particularmente sorprendente: a ambos les fijaron fianzas de 20 mil dólares, y a cada uno LBN le colocó un grillete. La suma que deben pagar es de 840 dólares al mes. “A veces se pasan todo el mes cortando césped o vendiendo frutas sólo para pagar la mensualidad de los dispositivos”, dice Sandigo. Su patio bulle este domingo 25. Hay un centenar de los más de mil 200 niños que su fundación apadrina. Algunos cantan acompañados de guitarras que fueron donadas, otros buscan huevos de chocolate escondidos por todo el patio. HBO y sus camarógrafos filman. Pero se respira miedo. Y dolor. Un miedo denso, expectante. Una sensación de que todo es efímero, de que en cualquier momento “la Migra” puede aparecerse en cualquier sitio y deportarlos. Incluso allí, en ese domingo de armonía y celebración. Todos confiesan que a duras penas pueden dormir. Sobre todo los que llevan en sus extremidades localizadores como un recordatorio permanente: “Estás pagando para que siempre sepamos dónde estás. No lo olvides”. “Su única esperanza y ayuda” El cofundador y director ejecutivo de LBN, Michael Donovan, es un hombre peculiar: ha engrosado su fortuna gracias al sistema migratorio estadunidense y aun así pareciera siempre dispuesto a atacarlo. “Sin nosotros, los inmigrantes no tendrían quien los ayudara; es un sistema abusivo. Somos su única esperanza y ayuda”, dice Donovan en la página oficial de LBN. Lo peor de todo es que el andamiaje sobre el que funciona la compañía es legal. “Es moralmente reprobable, pero desgraciadamente no es ilegal. Al menos hasta hoy no”, admite Willy Allen, uno de los más renombrados abogados de inmigración de Miami. LBN expande sus ganancias e influencia política. En 2017 organizó y copatrocinó en Miami un evento de análisis sobre política migratoria al que asistieron think tanks de Washington. Uno de los invitados más promocionados por la compañía era el congresista cubanoestadunidense Carlos Curbelo, quien declinó asistir pocas horas antes, debido al escándalo generado por esta conferencia. Al otro lado del tablero quedan los clientes. Muchos de ellos detestan ser llamados así. Prefieren llamarse a sí mismos víctimas, engañados o estafados. “Yo camino todos los días por Miami con vergüenza”, dice Abel Rodríguez. “Las personas no saben si este grillete es porque soy un delincuente, si maté a alguien, si soy peligroso. No tengo permiso de trabajo para buscarme la vida de manera legal (y conseguir los 420 dólares mensuales) y tampoco me dan trabajos ocasionales, porque me tienen miedo. Es desesperante”. Olema no permite que su niña toque “la pulsera”, ni siquiera jugando. “Ella le tiene miedo a eso, piensa que puede lastimar a la niña”, dice su hermana Juliana y agrega: “A veces ella me dice que se cansa, que con tal de quitarse eso ya preferiría que la deportaran”. Milagros C. y José Fidencio sólo tienen un aliciente al cual agarrarse en medio del pánico y la incertidumbre diaria: si algún día llegan a deportarlos, los deportarán juntos. Sus grilletes son hermanos gemelos y en la desgracia funcionarán también con hermandad. Este reportaje se publicó el 1 de abril de 2018 en la edición 2161 de la revista Proceso.

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