CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).- En las dos prisiones femeniles de esta capital se encuentran recluidas poco más de mil 500 mujeres, la mayoría de ellas por los delitos de robo calificado, privación ilegal de la libertad, homicidio, contra la salud y sexuales, según datos de la Asamblea Legislativa.
A diferencia de lo que sucede con la población varonil, las mujeres que purgan condenas o se encuentran en prisión preventiva no sólo enfrentan –justificada o no– la pérdida de la libertad, sino el drama de la exclusión familiar y social, de la soledad.
De acuerdo con datos de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), al menos 80% de las mujeres recluidas en los Centros Femeniles de Reinserción Social de Santa Marta Acatitla y Tepepan no reciben visita alguna.
Las mismas autoridades penitenciarias de la capital así lo confirman. En un informe reciente, la Subsecretaría del Sistema Penitenciario de la CDMX dio a conocer que, a pesar de que sólo 12% de las internas no tienen registrado a ningún familiar o conocido en el kárdex de visitas, 70% de la población femenil se encuentra, literalmente, en el abandono.
Por el contrario, este fenómeno no sucede con los hombres, nueve de cada diez varones reciben la visita de madres o familiares y esposas o concubinas.
El pasado 8 de marzo con motivo de los festejos del Día Internacional de la Mujer Jimena Candano, directora general de la fundación Reintegra –un organismo que se dedica a prevenir el delito y reintegrar a la sociedad a quienes experimentan conflictos penales, fortaleciendo las capacidades de personas, familias y comunidades de escasos recursos económico–, expuso las razones que explican el abandono que padecen las mujeres en reclusión.
Dijo: “A la mujer no se le perdona haberse equivocado. Las etiquetas, los estereotipos y el abandono que sufren por cuestión de género son frecuentemente más severos”.
En su opinión, el abandono social y familiar del que son víctimas las mujeres que han cometido un delito disminuye sus posibilidades de reinserción social, por lo que subrayó la necesidad de terminar con los estigmas sociales que las aíslan tanto en prisión como una vez que recuperan su libertad.
Karen Ivette Martínez Díaz es un ejemplo de ello. Desde que cayó en la cárcel por un delito que, según ella, no cometió, no tiene más compañía que su sombra.
Ella fue confinada en una celda del dormitorio ocho del área de Psiquiatría del Centro Femenil de Reinserción Social Tepepan, donde se encuentran las internas que, bajo el criterio del personal médico y de la autoridad penitenciaria, no tienen la capacidad para convivir con el resto de la población o, bien, representan un peligro para la estabilidad del reclusorio o para su integridad misma, pues algunas de ellas han intentado atentar contra su vida.
[caption id="attachment_534996" align="aligncenter" width="976"] Carta de interna. Foto: Especial[/caption]
Karen Ivette vive aislada prácticamente las veinticuatro horas al día. Una voz apagada, apenas audible, logra salir de su boca cuando la reportera le pregunta su nombre. Ella es una mujer joven, de unos 25 años a lo mucho, tiene la tez morena, luce rastas cenizas y sus ojos cafés oscuros son tan penetrantes que intimidan.
En un principio, observa, desconfiada, a la intrusa. No sabe cómo reaccionar o qué esperar de los ojos que la observan. En la celda que ocupa sólo hay una cama rechinante y maloliente, un escusado que ha perdido lo blanco de la porcelana, un lavabo sin manijas y algunas pertenencias tiradas en el piso.
A pesar de la resistencia, del celo por hablar de su historia personal, Karen accede a relatar, así sea de manera fragmentada, el último momento que vivió en libertad, no sin antes lanzar una puntual advertencia: “Odio hablar con la gente porque luego se va. A mí sólo me hacen recordar cosas que me lastiman; no me ayuda en nada contarles lo que me pasó”.
Razón no le falta a la interna, pues vivió un momento repleto de horror antes de llegar a Tepepan.
Sin detenerse en detalles, cuenta:
“Tomé un taxi en dirección hacia Caminero (al sur de esta capital); de pronto, entre en pánico porque el taxista se detuvo y me agredió. Cuando me di cuenta, ya estaba dentro de una camioneta de la policía donde (los propios uniformados) me golpearon, me amenazaron y me aplicaron ‘el cobijazo’. Me dio tanto miedo que me oriné. No me dejaron declarar, perdí mi identidad y cuando reaccioné ya estaba en la celda. Alguna vez vino personal de derechos humanos, pero, como me amenazaron, no me atreví a relatar y a denunciar lo que me había pasado”.
La vida en cautiverio para la población psiquiátrica del centro penitenciario femenil de Tepepan, particularmente las del dormitorio ocho, se recrudece por el estigma que cargan durante y después el encierro. Y es que las internas no sólo son forzadas a ingerir medicamentos muchas veces desconocidos para ellas, sino también a vivir en un área aislada del resto de la población por su presunto perfil de “alta peligrosidad”.
Karen una de las mujeres del pabellón psiquiátrico que se encuentra en el abandono absoluto. Esa condición le da pocas esperanzas de recuperar la libertad una vez que cumpla su condena, pues uno de los requisitos legales para que una mujer con trastorno psicosocial alcance la libertad al término de su sentencia es la presentación y firma de un tutor.
En el Informe sobre los derechos humanos de las personas privadas de libertad en las Américas se menciona que “la pérdida de libertad no debe representar jamás la pérdida del derecho a la salud”. Del mismo modo, consigna que tampoco “es tolerable que el encarcelamiento agregue enfermedad y padecimientos físicos y mentales adicionales a la privación de la libertad”.
El caso particular de Karen, quien se ve obligada a permanecer aislada en su celda las 24 horas del día los siete días de la semana, deja ver que el área de Psiquiatría del Centro Tepepan, incumple con dichos preceptos.
La reportera visitó siete meses el Centro Penitenciario y sólo en tres ocasiones vio a Karen fuera de su celda. A pesar de que en más de una ocasión se pidió autorización al personal de custodia para que la dejaran participar en actividades grupales, el permiso nunca llegó. Los argumentos para negarlo iban en tres sentidos: “la jefa no lo autorizaba”, “tenían que esperar hasta que el psiquiatra lo aprobara” y “es imposible porque Karen intentaría escapar del reclusorio escalando por las bardas”.
El aislamiento y los medicamentos que le suministran a Karen ya le dejaron secuelas: casi no responde a los estímulos orales y se resiste a participar en actividades manuales o en talleres grupales. En la charla, ella misma explica la razón: “estoy cansada de sentir mi cuerpo lleno de medicamentos”.
Hasta hace poco, el dormitorio 8 estaba ocupado por 35 internas, todas ellas bajo tratamiento médico que no siempre es el óptimo por falta de personal médico. Las reclusas difícilmente logran conseguir cita con el especialista en turno.
En el informe especial sobre las mujeres internas en los Centros de Reclusión de la República Mexicana, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) documentó esto último, luego de que sus visitadores se encontraron con una interna con padecimientos mentales que estaba muy alterada y no estaba presente personal médico ni de enfermería para atenderla.
(Un texto de María Bacilio)