Cárteles mexicanos, detrás de los asesinatos de líderes sociales en Colombia

viernes, 15 de febrero de 2019 · 10:36
El proceso de paz entre los grupos exguerrilleros y el gobierno colombiano no acaba de fructificar. Uno de los factores –coinciden la fiscalía, la Defensoría del Pueblo y la presidenta de la Unión Patriótica, Aída Avella– es que las bandas disidentes, que se niegan a sumarse a los acuerdos, prosiguen sus actividades ilícitas, sobre todo el narcotráfico, y proveen de cocaína a organizaciones delictivas mexicanas como Los Zetas, el Cártel de Sinaloa y el Cártel de Jalisco Nueva Generación. Por ello no sólo se oponen a la paz, sino que han asesinado al menos a 423 líderes sociales por apoyar el programa de sustitución de cultivos de coca. BOGOTÁ (Proceso).- En Colombia está en marcha un nuevo tipo de violencia cuyos actores ya no son la guerrilla y el Ejército sino sicarios. Sus blancos, seleccionados con precisión, son mayoritariamente campesinos que tienen en común ser líderes de sus comunidades.  Por lo general luchan por la tierra, por los derechos humanos, por la sustentabilidad ambiental de sus territorios y por la aplicación de los acuerdos de paz que el gobierno colombiano y la exguerrilla de las FARC firmaron hace dos años y dos meses. La Defensoría del Pueblo (institución estatal de derechos humanos) estima que en 2018 al menos 176 dirigentes sociales fueron asesinados en este país, en promedio uno cada dos días, cifra 40% mayor que la de 2017. Y en la primera semana de este año fueron asesinados seis más. La masacre de líderes comunitarios es un fenómeno en ascenso que desafía la consolidación del proceso de paz y sus responsables más visibles son poderosas bandas criminales financiadas por cárteles mexicanos de la droga. “Aquí está en marcha un proceso de aniquilamiento de la dirigencia social en el que los cárteles mexicanos están jugando un papel como financiadores de las estructuras armadas que están asesinando dirigentes”, dice a Proceso la senadora y presidenta de la Unión Patriótica ((UP), Aída Avella. Hace tres décadas, la UP, un movimiento de izquierda surgido en 1985 de un accidentado proceso de paz con las FARC, fue víctima de un “genocidio” reconocido como tal por la justicia colombiana y cuyos autores fueron grupos paramilitares de extrema derecha en alianza con terratenientes y agentes del Estado. Para Avella, el hecho de que en los últimos tres años hayan sido asesinados 423 líderes sociales en Colombia constituye “la repetición” del exterminio que sufrió la UP en los años ochenta y noventa, cuando fueron asesinados o desaparecidos 3 mil 700 de sus militantes.  Esa matanza significó el fin del proceso de paz que impulsó con las FARC el presidente Belisario Betancur (1982-1986) y ensombreció los diálogos que la guerrilla sostuvo con el gobierno de Juan Manuel Santos entre 2012 y 2016, los cuales culminaron el 24 de noviembre de 2016 con la firma de un acuerdo de paz. Desde entonces, a pesar de los “candados” que tiene el acuerdo en materia de seguridad para los exguerrilleros de las FARC, han sido asesinados 84 de ellos (uno este año) y 17 de sus familiares.  Estas 101 víctimas representan 41% de los homicidios contra dirigentes del movimiento social a partir de la firma del acuerdo de paz. “Esto es un atentado directo contra la paz. La gran mayoría de los líderes asesinados estaban realizando tareas de implementación de los acuerdos de paz y de defensa de sus comunidades frente a intereses económicos y criminales que quieren un país en guerra”, asegura la senadora Avella. Señala que los asesinos de dirigentes sociales “hoy son los mismos que mataron la paz hace dos décadas”. Antes, dice, los llamaban “paramilitares” y hoy “bandas criminales”. Entre éstas, se encuentran el Clan de Golfo –la mayor estructura narcotraficante del país, también conocida como Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC)–, Los Puntilleros, Los Caparrapos, Los Rastrojos, La Empresa y las Autodefensas Unidas del Pacífico (Aupac). Todas estas bandas criminales (Bacrim) son remanentes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), una organización paramilitar que se acogió a un proceso de paz la década pasada, en el cual hubo un alto porcentaje de reincidencia. La historia de las Bacrim con pasado paramilitar está marcada por la lucha antisubversiva, las masacres de población civil sospechosa de colaborar con la guerrilla, el exterminio de la UP y el narcotráfico.   Todos estos grupos tienen también en común algún tipo de relación con los cárteles mexicanos de la droga, de los cuales reciben armas y financiamiento para producir hoja de coca y cocaína. De acuerdo con reportes de inteligencia policial a los que este semanario tuvo acceso, el Clan del Golfo es el principal socio del Cártel de Sinaloa en Colombia y las otras Bacrim de origen paramilitar trabajan también con la organización de Ismael El Mayo Zambada, con Los Zetas o con el Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG). Tanto el Clan del Golfo como Los Caparrapos, Los Puntilleros, Los Rastrojos, La Empresa y las Aupac han sido mencionados en las investigaciones de los homicidios de líderes sociales. En panfletos en los que amenazan a dirigentes sociales o reivindican homicidios, muchos de estos grupos utilizan en forma genérica el nombre de Águilas Negras, una estructura paramilitar ya desaparecida. Para Ariel Ávila, investigador del conflicto armado, nada de lo que ocurre en las zonas más violentas de Colombia le es ajeno a los enviados de los cárteles mexicanos.  “En Colombia tenemos un incremento muy importante en la presencia de organizaciones mexicanas del narcotráfico que vienen a asegurar el abastecimiento de cocaína. Traen financiamiento y armas. Esto influye fuertemente en el aumento de la violencia en muchas regiones y es un factor que, sin duda, está asociado en forma indirecta al asesinato de líderes sociales”, asegura. Lucha por la coca  Un informe elaborado por este semanario sobre la presencia de organizaciones mexicanas del narcotráfico en Colombia (Proceso 2190) indica que controlan las dos terceras partes de las 171 mil hectáreas de sembradíos de coca que hay en el país y disponen de ejércitos privados que, en conjunto, suman entre mil y 3 mil 500 hombres muy bien armados. Entre las Bacrim financiadas por los cárteles mexicanos no sólo figuran las de procedencia paramilitar, sino también las de origen insurgente.  Las “disidencias” de las FARC que se apartaron del proceso de paz se transformaron en bandas involucradas en la minería ilegal, la extorsión y principalmente la producción de coca y el procesamiento de cocaína. Todos estos grupos abastecen a los cárteles mexicanos.   Entre ellos están el Frente Oliver Sinisterra, que después de una estrecha alianza con el Cártel de Sinaloa se convirtió en abastecedor de cocaína del Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG). Su líder, Walter Patricio Arízala, Guacho, fue abatido el 21 de diciembre por el ejército colombiano en el suroccidental departamento de Nariño. En esa misma región –la que más produce cocaína en el mundo– operan las Guerrillas Unidas del Pacífico (GUP), asociadas al Cártel de Sinaloa, mientras que en la nororiental zona del Catatumbo operan Los Pelusos, que hacen negocios con el CJNG. Estas organizaciones criminales de origen guerrillero también se mencionan en las investigaciones de los asesinatos de líderes sociales.   El defensor del Pueblo u ómbudsman, Carlos Alfonso Negret, dice que la principal causa de los homicidios de dirigentes comunitarios es que ellos apoyan el programa de sustitución voluntaria de cultivos de coca, que forma parte del acuerdo de paz. A otros líderes, explica Negret, los matan “porque no quieren la extracción de oro en su zona, ya que eso lleva a acabar los ríos por el uso de cianuro y mercurio”, o porque luchan contra poderosos latifundistas y caciques políticos locales por la restitución de tierras que les fueron despojadas en los años más álgidos del conflicto armado y del poder paramilitar.  La senadora Avella dice que los grupos que ejecutan a los dirigentes sociales actúan, “en varios casos, con complicidad de militares activos, policías y autoridades civiles”. Los asesinos, asegura, saben dónde viven, a qué hora salen de sus casas, cuáles son sus rutinas, “y los únicos que tienen la capacidad de generar esa información son los organismos estatales”. Para Avella es “especialmente alarmante” que uno de los objetivos de estos criminales sea el sabotaje al programa de sustitución de cultivos ilícitos.  “Lo que menos quieren los cárteles mexicanos y todos los grupos involucrados en la cadena del narcotráfico es que los campesinos dejen de sembrar hoja de coca. Por eso convierten a los líderes comunitarios en objetivos militares”, señala Avella. “Si los narcotraficantes mexicanos están financiando y armando a quienes cometen los asesinatos, ellos son también responsables de lo que está sucediendo”, indica. Alerta temprana Una de las zonas críticas de Colombia por el incremento de la violencia y los asesinatos de dirigentes sociales es el noroccidental Bajo Cauca antioqueño, donde más se han extendido los cultivos de coca: entre 2015 y 2017 crecieron en 469% hasta abarcar 13 mil 681 hectáreas. Detrás de este repunte están el Cártel de Sinaloa y Los Zetas, que tienen delegados en ese punto estratégico del territorio, que colinda con el departamento (estado) de Córdoba y tiene salida hacia el Golfo de Urabá y hacia el mar Caribe. A principios de 2018, la Defensoría del Pueblo envió una “alerta temprana” al Ministerio del Interior para advertir que los habitantes del municipio de Tierralta, Córdoba, vivían una “situación de riesgo y vulneración del derecho a la vida” que tenía como telón de fondo la presencia del Cártel de Sinaloa en esa zona. De acuerdo con dicha alerta, la organización criminal mexicana está financiando a bandas de esa región, entre ellas el poderoso Clan del Golfo. La Defensoría pidió al gobierno proteger a los habitantes del municipio de Tierralta, pues grupos criminales que ostentan sus nexos con el Cártel de Sinaloa los exponen “a homicidios selectivos o de configuración múltiple; desplazamientos forzados; confinamientos; restricciones a la libertad de circulación; desapariciones forzadas; violencia sexual”, además del reclutamiento de menores. En esa zona fueron asesinados al menos 12 líderes sociales el año pasado, en su mayoría por su respaldo al programa de sustitución de cultivos ilícitos. Y tres de los seis municipios del Bajo Cauca antioqueño figuran entre los 10 de mayor incidencia de este tipo de homicidios en el país. Consultado al respecto, el defensor Carlos Alfonso Negret dice a este semanario que los pobladores de varias regiones donde se concentran los homicidios a dirigentes comunitarios “hablan mucho” de la presencia de cárteles mexicanos. “Como rumor”, cuentan que enviados de esas organizaciones “les dan los recursos a los campesinos y a las comunidades rurales para que cultiven (plantas de coca) y ellos después recogen el producto y les descuentan lo que han invertido”. El ómbudsman señala que la cifra de dirigentes comunitarios asesinados en los tres últimos años es “aterradora” y que ningún país puede permitir que alguien muera por su liderazgo social o por defender los derechos humanos, por lo que el Estado colombiano debe “atacar con medidas preventivas” esos crímenes.  El relator de la ONU, Michel Forst, visitó el país a principios de diciembre y describió la situación como “dramática”. Además, sostuvo que en los asesinatos de líderes sociales hay una sistematicidad, lo cual ha negado la Fiscalía colombiana.  Según un estudio de la ONG Somos Defensores, 91.4% de los asesinatos de líderes sociales y campesinos quedan impunes. El martes 8 la ministra del Interior, Nancy Patricia Gutiérrez, dijo que el Estado “está actuando y haciendo todo lo necesario para prevenir y esclarecer” esos asesinatos e informó que hay 26 órdenes de captura por el homicidio de 12 exintegrantes de las FARC. La Comisión Internacional de Verificación de los Derechos Humanos de la Unión Europea considera que falta voluntad política del gobierno para poner en marcha la estrategia de desmantelamiento del paramilitarismo prevista en los acuerdos de paz con las FARC y la cual constituye uno de los pilares para garantizar la seguridad de los exguerrilleros.  Según el reporte, “difícilmente podrá haber paz en Colombia si no se tiene la firme voluntad de acabar con estas estructuras que amenazan el proceso y que están relacionadas con la minería ilegal y el narcotráfico”.

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