CARACAS (Proceso).- Una enorme valla publicitaria en la autopista Francisco Fajardo de Caracas anuncia un concierto del cantautor mexicano Juan Gabriel. En la gigantografía de lona, que ondula suavemente con el viento, el artista viste un traje blanco, chaleco y una camisa con olanes de color azul pastel que le brotan del pecho. Tiene los brazos abiertos y la mirada erguida.
El cartel está raído en la parte superior, pero su enunciado se puede leer con claridad: Juan Gabriel, 23 de noviembre, Poliedro de Caracas, ¡Entradas a la venta Ya!
Las decenas de miles de automovilistas que pasan cada día por la autopista Francisco Fajardo asumen el anuncio del concierto de Juan Gabriel como parte del inalterable paisaje de una de las arterias más transitadas de Caracas.
No importa que el cantautor haya muerto hace dos años y siete meses. Tampoco importa que el concierto que ofreció en el Poliedro de Caracas haya ocurrido hace cinco años, el 23 de noviembre de 2013, justo cuando iniciaba el primer gobierno del presidente Nicolás Maduro y la economía venezolana comenzaba un declive que aún no cesa.
La imagen de Juan Gabriel sigue allí, un tanto estropeada por el sol y la lluvia, como símbolo de la ruina económica que desde entonces ha arrasado con los ingresos de las familias, con negocios, industrias, emprendimientos personales y con la antigua manera de divertirse de los venezolanos.
En el Poliedro de Caracas ya no hay eventos para publicitar en gigantescas vallas de la autopista Francisco Fajardo. Los conciertos de artistas populares como Juan Gabriel, que convocan masas, ya no existen, se acabaron, igual que el negocio de la publicidad en la vía pública.
No es que Venezuela se haya quedado detenida en el tiempo. Lo que ocurrió tiene una explicación más cruda: entre 2013 y 2018 el Producto Interno Bruto (PIB) del país cayó en un 49.7 por ciento. Es decir, perdió la mitad de su valor en cinco años.
Y ese dato es notorio en la vida cotidiana. La debacle económica se evidencia en los miles de negocios que están cerrados, en la chatarrización y la disminución del parque vehicular, en el deterioro de los edificios por falta de mantenimiento y en las enormes vallas publicitarias –como la de Juan Gabriel-- que llevan años decolorándose bajo el sol en las grandes avenidas.
Hasta los enormes murales que muestran a Hugo Chávez y a Nicolás Maduro en su dimensión de caudillos –con frases como “Juntos todo es posible” o “Chávez vive, la lucha sigue”– perdieron su fulgor original. Sus rostros lucen pálidos, sus facciones difusas y sus camisas y boinas perdieron la pigmentación rojiza que el chavismo adoptó como divisa.
En un país donde la economía se redujo a la mitad en el último lustro y en el que el Banco Mundial anticipa otra caída de 25 por ciento del PIB este año escasea el dinero para ir al cine, para llevar a los niños a McDonald’s y para salir a rumbear.
Y hay que enfatizar ¡Rum-bear!, porque bailar, “rajar caña” (beber) y pasarla chévere eran actividades de culto en este país caribeño y febril.
“Y con la crisis, hasta eso se acabó”, dice Richard Alcalá, un comerciante de productos lácteos de 32 años que solía ir a bailar con su esposa a una discoteca de su barrio al menos una vez al mes.
Hoy, explica, ese “rumbeadero” está cerrado por falta de clientela.
“Lo que hacemos es comprar en Navidad o en los cumpleaños la botellita de ron (de 15,000 bolívares soberanos, 4.50 dólares, equivalentes a 25 días de salario mínimo) y beber unos traguitos”, asegura.
Richard tiene dos hijos de 11 y 9 años. Hasta hace cuatro años los llevaba a McDonald’s porque los dos “morían” por las cajitas felices de esa hamburguesería, que el año pasado anunció el cierre de un “número reducido de restaurantes”. Las dos cajitas hoy cuestan más de un salario mínimo mensual y él no puede pagar esos montos.
“La lucha diaria es por la comida. Yo ya no me puedo dar ningún lujo”, asegura el comerciante, quien estima su ingreso mensual en entre tres y cuatro salarios mínimos (entre 16 dólares y 22 dólares).
En Venezuela, la prioridad del 80 por ciento de las familias es comer. La salud, la educación de los hijos, la vivienda y el transporte son entre baratos y gratis, por los subsidios gubernamentales, pero de mala calidad.
Cuando la abuela o un niño se enferman de gravedad pueden tener suerte y contar con un familiar en el extranjero que les envíe los medicamentos que necesitan, o se pueden morir por la falta de ellos en el colapsado sistema público de salud.
Comprar ropa, zapatos, productos de belleza, viajar o salir a comer a un restaurante o a un puesto callejero de arepas (tortillas generalmente rellenas) son gastos suntuarios para la mayoría de la población.
“Ya nada es como antes”, dice Richard.
Como él, gran parte de los venezolanos viven de los saldos de lo que lograron atesorar en el pasado: una vivienda, un ahorro, unos dólares guardados bajo el cochón o un hijo que estudió ingeniería eléctrica, hizo una maestría en una universidad europea, consiguió trabajo en una empresa informática en Alemania y puede enviar 300 euros mensuales a sus padres, una fortuna en este país.
Un país a medio gas
Caracas solía ser una ciudad bulliciosa y noctámbula. Del bullicio poco queda, acaso se percibe a ratos en algunas calles del centro. El venezolanismo “bululú”, usado para describir una aglomeración de gente o muchedumbres, es un término en desuso y cada vez más delimitado para referirse a una protesta social.
Y la vida nocturna está en terapia intensiva. La mayoría de sitios emblemáticos de la rumba dura caraqueña, donde se podían vivir momentos electrizantes por la calidad de la música que se escuchaba y bailaba en ellos, ya cerraron o aguardan tiempos mejores mientras funcionan un par de días a la semana.
“Los músicos estamos jodidos”, dice Nelson, un percusionista que llegó a tocar en una conocida orquesta de salsa y jazz latino ya desintegrada y quien hoy subsiste gracias a las bolsas de alimentos gratuitas y a un bono que da el gobierno a los “cultores populares”: 16,200 bolívares soberanos por mes (cinco dólares) a cambio de enseñar a tocar el tambor a los muchachos del barrio y de acudir a las marchas convocadas por Maduro.
Cuando un país pierde la mitad de su PIB hay dos formas de ver el asunto, la catastrófica y la optimista. Con la óptica de esta última puede afirmarse que Venezuela aún tiene la mitad del producto nacional que llegó a tener en 2013 y que su ingreso por habitante aún es más alto que el de Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Bolivia y Haití.
Según estadísticas y proyecciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), en 2013, cuando Maduro llegó al poder y Juan Gabriel se presentó en el Poliedro de Caracas, el PIB venezolano a precios constantes de mercado era de 267 mil 213 millones de dólares y el ingreso anual per cápita llegaba a 8,792 dólares. Venezuela era entonces la quinta economía de la región.
Al término de este año, el PIB será de 99 mil 694 millones de dólares, un 62 por ciento menor al de 2013, y Venezuela se ubicará como la séptima economía latinoamericana.
Las cifras indican un “colapso económico”, según el consenso entre economistas de todas las escuelas, desde la liberal hasta la marxista.
Pero ese colapso no significa que desaparecieron los McDonald’s, los Burguer King, los Subway, los Kentucky Fried Chicken, las discotecas y los restaurantes.
Significa que su actividad se contrajo de manera sustancial y que una porción importante de esos negocios debieron cerrar o reducir al mínimo sus actividades.
“Aquí no tenemos ni la cuarta parte de la clientela que teníamos antes. De 22 empleados, pasamos a 7, y de dos turnos al día, tenemos uno. Pero el gerente dice que, con eso, sale para los gastos y para no cerrar en lo que todo esto pasa”, dice una empleada de un McDonald’s en una zona de clase media de Caracas.
La mitad de la economía que sigue en pie les permite a los venezolanos dar la batalla por la subsistencia en lo que “todo esto pasa”.
Mientras, el país funciona a medio gas, a baja velocidad, con la lentitud de un nadador exhausto que decide flotar mientras recobra fuerzas.
“Afuera creen que ya está todo jodido, que a este chéchere (cosa) de país se lo llevó el carajo, que no hay nada de comida, nada de medicinas, nada de nada. Y eso no es así, coño, aquí lo que pasa es que hay poco de todo, pero hay”, dice Nelson, el percusionista, quien se asume como “chavista pero no madurista”.
Y cuando un venezolano dice que hay poco de todo es porque ha visto con sus propios ojos cómo ha ido disminuyendo, a lo largo de los últimos años, la abundancia que llegó a tener este país por cuenta del petróleo, un producto que representa el 96 por ciento de sus exportaciones.
En 2013, Venezuela produjo 2.8 millones de barriles diarios de petróleo y sus exportaciones de crudo llegaron a 85 mil 603 millones de dólares.
El año pasado, la producción se ubicó en 1.2 millones de barriles diarios –un descenso del 57 por ciento con relación a 2013-- y las exportaciones petroleras apenas alcanzaron los 13 mil millones de dólares, para una caída del 84 por ciento en el periodo.
[caption id="attachment_579400" align="alignnone" width="702"] En las calles de Caracas. Foto: Ap / Natacha Pisarenko[/caption]
Menos de todo
Caída, baja, descenso, contracción, disminución y pérdida son palabras que los venezolanos escuchan y leen todos días en las noticias y que, además, las ven reflejadas en sus ingresos, en sus compras, en su nivel de vida, en la ciudad a oscuras por los apagones, en la ciudad sin Metro por los apagones y en sus edificios sin agua, también por los apagones.
Hasta en las calles hay cada vez menos gente.
Y es que el 10 por ciento de empleados del sector público ha renunciado por los bajos sueldos, mientras que en Caracas, la capital del país, la mitad de los 80,000 negocios que había hace una década han cerrado sus puertas.
El gremio industrial reporta que sólo opera con la tercera parte de su capacidad instalada por falta de insumos y la caída del mercado interno.
“Mucha gente en edad productiva se ha quedado en sus casas para conseguir alimentos y resolver el día a día. Otros se han ido del país (al menos tres millones, el 10 por ciento de la población), por eso se ve menos gente en las calles. Y también es notorio que hay una disminución brutal en el número de automóviles”, dice el diputado opositor y economista José Guerra.
Caracas era hasta 2013 una ciudad desbordada por el tráfico vehicular durante la mayor parte del día y la autopista a Valencia (a 167 kilómetros de distancia de la capital) era como un enorme estacionamiento donde los automóviles circulaban a vuelta de rueda.
Para llegar a tiempo a los vuelos en el aeropuerto en la vecina Maiquetía había que calcular una hora de embotellamiento descomunal. Pero todo eso ya es historia.
El parque automotriz de Venezuela se ubicó el año pasado en 4.1 millones de vehículos, pero el 40 por ciento están inactivos por falta de refacciones o llantas. Esto quiere decir que 1.6 millones de carros están parados en talleres, estacionamientos o en la calle.
Sólo 2.5 millones de carros circulan en las calles y autopistas del país, menos de la mitad de los que llenaban las vías en 2013, según estimaciones de la Cámara de Fabricantes Venezolanos de Productos Automotrices.
Ya no existe, desde luego, el problema de embotellamientos de otros tiempos. Lo que ha aumentado son los “catanares” o carcachas que contaminan ostentosamente las ciudades con sus emanaciones de humos negros.
Y es que en un país donde la prioridad es conseguir comida --y por estos días enfrentar el caos que provocan los apagones, la falta de agua, de transporte público, de internet, de telefonía celular— cuestiones como controlar la contaminación del medio ambiente no preocupan a las autoridades.
La inspección técnica vehicular no existe, nunca pasa nada cuando los automovilistas se pasan los semáforos en rojo y es un misterio si en los últimos años alguna autoridad ha multado a algún conductor por exceso de velocidad o por manejar en estado de ebriedad.
La policía de tránsito prácticamente desapareció. Las capacidades de la fuerza pública están concentradas en contener y reprimir las protestas contra el gobierno y en enfrentar la criminalidad.
El año pasado ocurrieron 23,047 muertes violentas, 81 por cada 100,00 habitantes, la cifra más alta de América Latina, según la ONG Observatorio Venezolano de Violencia (OVV). La tercera parte fueron por disparos de policías, guardias nacionales o militares contra presuntos delincuentes. La cifra de homicidios bajó en 13 por ciento con relación a 2017.
De acuerdo con el OVV, los homicidios disminuyeron porque la crisis económica y social está alterando las características del fenómeno delictivo.
Hay un nuevo tipo de delincuente que es empujado al crimen “por el hambre”, y ladrones profesionales que “ya no buscan dinero, sino bienes y comida”, señala el Informe Anual de Violencia 2018 de la ONG.
En la modificación de los hábitos delictivos también influyen la menor cantidad de gente en las calles y la escasez de dinero en efectivo.
Esto, porque el Banco Central nunca alcanza a imprimir la cantidad de billetes que demanda la hiperinflación, que será de 10 millones por ciento este año, según el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Lo que más se usa hoy en Venezuela es el dinero electrónico. Es común que hasta los vendedores ambulantes cuenten con terminales portátiles –conocidas como “puntos”-- para recibir pagos con tarjetas débito, que están al alcance de cualquier ciudadano que gane al menos un salario mínimo mensual.
La señora Carolina, una maestra jubilada que recibe su pensión en su tarjeta de débito, asegura que hace seis meses fue al mercado en un autobús de transporte público al que se subieron dos jóvenes con los rostros cubiertos, una pistola y una terminal portátil en la que pasaron las tarjetas de casi todos los pasajeros.
“No sabía, hasta ese día, que había asaltos electrónicos”, dice.
En un país donde todo cae, menos los precios, el ánimo de la sociedad también anda por los suelos.
El presidente de la Federación de Psicólogos de Venezuela, Juan Carlos Canga, ha advertido que existe una crisis cada día más severa de salud mental en su país, debido la frustración, el estrés, el miedo y la desesperación que provocan la inseguridad, el desplome del salario y el conflicto sociopolítico.
De acuerdo con Canga, la situación que vive el país “está agotando los recursos psicológicos de los venezolanos” y ha provocado un aumento en los casos de depresión y suicidios.
La señora Elizabeth Becerra tiene una hija de 24 años que se fue a Colombia y un hijo de 13 años al que tiene que mantener, pues es madre soltera. Gana un salario mínimo al mes (5.45 dólares) y fue diagnosticada con bipolaridad y “depresión severa”. Su sueldo no le alcanza ni para acudir regularmente a una terapia ni para comprar los medicamentos que requiere.
“Hay días en los que tú dices sencillamente: ‘no me quiero levantar’. Te cansas de ver que el país no funciona, que no tienes servicios, seguridad ni alimentos, y que no tienes la calidad de vida que tú como ser humano deberías tener. No tienes para brindarle a tus hijos lo que tú quieres. A mí no me gustó que mi hija se haya ido a Colombia”.
Hace meses dejó de tomar una pastilla para la bipolaridad a sabiendas de que podría tener reacciones de angustia, ansiedad e incluso convulsiones.
“Pero yo dije ’mira, no hay dinero, no la puedes comprar y te tienes que sentir bien porque no hay otra opción’. Tengo un chamo (muchacho) de 13 años que no puedo dejar. No me puedo sentir mal porque tiene 13 años”.
Hay días que Elizabeth amanece abatida, pero se mira al espejo y se repite que se tiene que ver bien y se tiene que sentir bien por su hijo.
“Me digo ‘no hay otra opción, acuérdate’”, relata.
Dice que se permite llorar casi a diario “porque como dicen en la radio, todos estamos sufriendo como sociedad y como país y hay que llorar para liberar las tensiones”.
Elizabet llora y sigue adelante con la esperanza de que “todo esto pase”.
Que “todo esto pase” es una expectativa generalizada en Venezuela.
La palabra resiliencia, que es la capacidad de una persona o una sociedad de sacar fuerzas de la adversidad para seguir adelante, tiene un sentido especial en este país.
La burguesía y la boliburguesía
El diputado y economista José Guerra explica que, en medio del deterioro general de las condiciones de vida de la mayoría de la población, aún existe un nicho de venezolanos de ingresos medios y altos que se pueden lujos que resultan “odiosos” en un país con tantas carencias.
De ese nicho, dice Guerra, forma parte alrededor del 20 por ciento de la población. Son venezolanos que reciben remesas de sus familiares en el exterior o que acumularon enormes capitales en el pasado, lo que les permitió ahorrar en dólares e invertir en otros países desde los cuales reciben dividendos.
De ese segmento también forman parte los funcionarios corruptos del chavismo que hicieron fortunas descomunales –el ex ministro de Finanzas Jorge Giordani estima en 300,000 millones de dólares el desfalco a las arcas públicas en los años de bonanza petrolera— y los llamados “bolichicos”, como se conoce a los jóvenes empresarios que se han enriquecido haciendo negocios con el gobierno de la Revolución Bolivariana.
Los pequeños burgueses, los burgueses de siempre, los “boliburgueses” y los chavistas millonarios mantienen a flote negocios como los restaurantes costosos de la zona caraqueña de Las Mercedes, las tiendas de artículos de lujo en los centros comerciales y las concesionarias de automóviles de alta gama que aún subsisten.
También, las licorerías y delicatessen que venden desde vino verde portugués de 305,000 bolívares (92 dólares) la unidad, hasta jabalí ahumado, cervezas checas de barril y champagne Dom Perignon Vintage de 1,570,800 bolívares (476 dólares) la botella.
La elite económica de derecha y chavista se ve, se siente y pasea su ostentación en sus Mercedes Benz, en sus BMW y en sus camionetas cuatro por cuatro suburbanas que suelen rebasar en un abrir y cerrar de ojos a los “catanares” (carcachas) que circulan humildemente por las avenidas caraqueñas.
Y, desde luego, también quedan otros saldos de las épocas de abundancia, como grandes centros comerciales, zonas habitacionales con mansiones deslumbrantes y enormes edificios cuyos penthouses se cotizan en cientos de miles de dólares.
En ellos viven la burguesía criolla y la boliburgesía chavista.
Son los típicos contrastes de las economías extractivas que, aun en la debacle, exhiben grotescas porciones de suntuosidad.
Las mañanitas
A lo largo de los últimos cinco años el enorme cartel de Juan Gabriel anunciando un concierto en la autopista Francisco Fajardo de Caracas ha sido visto por millones de automovilistas que terminaron por habituarse a la inamovilidad de esa y otras vallas publicitarias.
Las canciones del mexicano se escuchan y se cantan en todo Venezuela. Su discografía forma parte, junto con el joropo llanero y el reguetón, del catálogo de música popular pirateada que se comercializa en las calles. Y tiene imitadores que, antes de la profundización de la crisis, se presentaban en bares por cuenta de ese talento.
Pero a Juan Gabriel tampoco le faltan detractores en Venezuela. No por razones artísticas, sino políticas, relacionadas con la última visita que realizó al país para presentarse en el Poliedro de Caracas.
David López Adriano, un antichavista militante del este de Caracas, recuerda que la noche del 22 de noviembre de 2013, un día antes del concierto, Juan Gabriel acudió con un mariachi al Palacio de Miraflores para cantarle las mañanitas al presidente Nicolás Maduro con motivo de su cumpleaños número 51.
“Cantaba muy bonito, me gustan sus canciones y que Dios lo tenga en su gloria, pero políticamente nos decepcionó a muchos venezolanos”, dice David, quien asegura que el cartel del cantautor en la autopista Francisco Fajardo nunca le ha traído buenos recuerdos.