Hong Kong, a un paso del caos

domingo, 25 de agosto de 2019 · 10:47

Las manifestaciones masivas en Hong Kong contra unas reformas legales que sobre todo los jóvenes consideran antidemocráticas, toparon con pared a casi tres meses de su inicio: la agitación política empezó a afectar la economía de este centro financiero y la población comenzó a apoyar la postura del gobierno chino en aras de la estabilidad. Sin embargo el conflicto, lejos de resolverse, puede derivar en una violencia mayor si los manifestantes siguen negándose al diálogo y las autoridades continúan con sus acciones represivas.

BEIJING (Proceso).- Hong Kong se acerca al tercer mes de protestas sin ningún indicio que permita el optimismo. Policía y activistas han acentuado su violencia, la sociedad muestra una fractura inédita y creciente, sufre la economía y la reputación de la capital financiera, el gobierno local está sobrepasado y la capital china espera inútilmente que los días agoten el brío juvenil, porque cualquier actuación sólo agravaría la crisis.

Los activistas antigubernamentales tomaron el aeropuerto esta semana en el más audaz de sus desafíos hasta la fecha. Lo sumieron en el caos durante dos días, provocaron la cancelación de cientos de vuelos y dejaron en tierra a miles de pasajeros. La conquista de las instalaciones dejó numerosas escenas de máxima tensión con los iracundos viajeros y las confrontaciones con los turistas del continente fueron especialmente virulentas. Los activistas maniataron a un ciudadano chino tras identificarlo como un policía de paisano, lo golpearon y mantuvieron inmovilizado durante horas sin permitir que fuera atendido por los médicos, a pesar de que se desmayó dos veces.

Un periodista de un medio oficial chino sufrió un trato similar. Hubo llantos, histeria, peleas e impunidad a raudales sin que acudiera un policía. Fue finalmente al anochecer del segundo día cuando los primeros agentes decidieron entrar y se desató la previsible batalla campal. Unos activistas le quitaron la porra a un uniformado y le dieron una paliza terrible hasta que tuvo que desenfundar su arma para ahuyentarlos.

El aeropuerto, que ejerce de nudo asiático y global, recibe a más de 200 mil pasajeros diarios. Es el primero del mundo en carga y el octavo en viajeros. Su bloqueo, ubicuo en las portadas mundiales, torpedea el turismo y su fama de eficiente capital financiera. Falta tiempo para calibrar la factura económica, pero es conocido el efecto devastador de las turbulencias sociales sobre viajeros e inversores.

La virulencia de los activistas subrayó la alarmante deriva vandálica de un movimiento que había nacido con admirables protestas pacíficas. “Sacamos a millones de personas a la calle en manifestaciones y el gobierno no nos escuchó. No me gusta la violencia pero no nos han dejado otra opción, estamos desesperados”, señaló la veinteañera Sonia durante la reciente huelga general. “Es ahora o nunca, estamos ante la revolución de nuestra generación”, añadió.

Yin calcula que sus ingresos se recortarán este cuatrimestre más de 30%. Es representante de ventas en una multinacional surcoreana de cosméticos que tiene a los turistas chinos como sus principales clientes. Ha sacrificado uno de sus 20 días anuales de vacaciones para acudir a la huelga. “Vengo a luchar por el futuro de mis hijos”, remata con solemnidad frente al Parlamento.

Violencia contra violencia

La jefa ejecutiva, Carrie Lam, compareció una vez más esta semana pidiendo sosiego para emprender un diálogo que aceite la solución. Su figura es ya irrelevante. Los activistas le niegan audiencia y le exigen una dimisión que Beijing le ha rechazado. “La violencia empuja a Hong Kong a una vía de no retorno y a la sociedad hacia una preocupante y peligrosa situación”, alertó Lam con la mirada vidriosa.

La ley de extradición, que muchos vieron como una pasarela hacia los turbios tribunales del continente, desató las movilizaciones. Esa norma está ya enterrada, pero los activistas han ampliado sus pretensiones hasta un utópico sufragio universal. Otras exigencias, como la calificación de las protestas de “pacíficas” o la liberación de los detenidos, supondrían un arrodillamiento inasumible para cualquier gobierno. No hay margen para la negociación.

Los jóvenes habían llevado al aeropuerto su lista de cargos contra la policía por su actuación en las últimas manifestaciones. Algunos se colocaron un parche ensangrentado en la cara para solidarizarse con la chica que recibió un impacto en el ojo y estuvo en peligro de perderlo.

Ambos bandos han finiquitado la fase de tanteo y ya se golpean sin reservas, ampliando su arsenal con olímpica irresponsabilidad y coqueteando con la tragedia. Los activistas, que hasta ahora atacaban a la policía con barras de hierro, adoquines y todo lo que tenían a mano, utilizaron por primera vez bombas molotov. Y la policía respondió con una fuerza inusitada: gases lacrimógenos en estaciones de metro cerradas, balas de goma disparadas a corta distancia y detenciones con rudeza gratuita.

La policía ha abandonado ya la contención. Durante las primeras semanas minimizó las detenciones, soportó con confuciano estoicismo el acoso a las comisarías e incluso permitió la toma del Parlamento. Es probable que pretendiera eludir las acusaciones de brutalidad policiaca y esperar a que el tiempo agotara a los jóvenes.

Confirmado su doble error y con la paciencia menguada, ahora se esfuerza en recordarles a los jóvenes que el vandalismo no sale gratis. Son ya 600 detenciones y nuevas técnicas como la infiltración de agentes con camisetas negras y cascos, que generan un comprensible pánico entre los activistas.

La ONU ha mostrado su inquietud. La Comisión de Derechos Humanos ha pedido esta semana una investigación “rápida, independiente e imparcial” sobre la actividad policial por un lado y, por el otro, ha condenado la destrucción causada por los activistas y los ha urgido a elegir métodos pacíficos.

División peligrosa

La creciente pulsión democrática en la sociedad más pragmática del mundo es indisociable de la deriva económica. Hong Kong languidece ante el vigor de capitales financieras asiáticas como Singapur o megaciudades chinas como Shenzhen, Shanghái y Cantón. La contribución hong­konesa al PIB chino ha caído de 20% a 3% desde la devolución.

La generación de jóvenes que ocupa las calles es la primera con perspectivas más oscuras que la anterior. Las desigualdades sociales se disparan, los buenos empleos escasean y la burbuja inmobiliaria bloquea el acceso a la vivienda. Aquella ventaja competitiva de los locales en el mercado laboral ha desaparecido frente a los jóvenes del interior que llegan ahora con idiomas y diplomas de las más elitistas universidades del mundo.

Ese caldo de cultivo se ha agravado por los embates de Beijing contra la fórmula de “un país, dos sistemas”.

Los hongkoneses siguen disfrutando hoy de todos sus derechos porque han peleado, llenando las calles cada vez que Beijing aireaba una ley que percibían hostil y devolviéndola al cajón. El resultado es que Hong Kong es aún el oasis chino, muy alejado de ese tétrico discurso de severos recortes de derechos que repiten los activistas, y la acreditada beligerancia social supone un escudo infranqueable frente a un gobierno aterrorizado por cualquier revuelta social.

Hong Kong colecciona hoy amenazas. La más evidente es la posibilidad de que los choques cada día más feroces provoquen muertes. La división social es más ignorada pero igualmente perturbadora. No escasean las familias que han excluido la política de la mesa para alcanzar el postre en paz o que ya no se reúnen, ni los grupos de redes sociales abandonados por todos los de un bando.

Las grietas sociales han alcanzado al lugar más improbable. Las sucesivas oleadas migratorias del interior se han ensamblado con los locales durante décadas con armonía. Nunca han faltado los matices identitarios pero siempre subordinados al orgullo por compartir una pequeña, próspera y cosmopolita isla.

Los progubernamentales se definen como la “mayoría silenciosa” aunque ningún estudio ha medido aún la distribución de fuerzas. La huelga general que se había anunciado como termómetro finalizó en empate: la excolonia ralentizó su ritmo, pero estuvo lejos de detenerse.

La revuelta de los paraguas de 2014 también empezó con manifestaciones multitudinarias y, cuando los últimos acampados en una de las principales calles de la isla se fueron por puro hastío tres meses después, las encuestas revelaban que 80% de la sociedad ya estaba en su contra. El deterioro económico y los episodios del aeropuerto no contribuyen a la causa.

El conflicto es víctima de los tiempos del fast food informativo: se cuelga la etiqueta de prodemocráticos a unos y se ajustan después los hechos al relato a martillazos. Los otros, pues, serán matones de Beijing o miembros de mafias locales. O serán prochinos, con todas sus implicaciones en el imaginario popular. Gente muy poco recomendable en cualquier caso.

La prensa internacional ignora sus concentraciones o elige al más descerebrado para presentar la parte como el todo. Es comprensible que los periodistas occidentales no sean bien recibidos. Hay más miradas torvas que sonrisas, algunos rechazan la entrevista y otros exigen el enlace al artículo para comprobar la fidelidad de la cita. Carecen de la capacidad de seducción del otro bando y ya han dado por perdida la batalla por la imagen. Los jóvenes, en cambio, repartían caramelos y disculpas a los viajeros en el aeropuerto tras aquella furia que torpedeó su reputación.

Bastan unas horas en el Parque de la Victoria, donde se concentraron el pasado fin de semana, para confirmar la variedad de sensibilidades. Predomina el mensaje articulado y sensato sobre la cuota imprescindible de inflamados de cualquier masa. Algunos incluso participaron en las manifestaciones contra la Ley de Extradición y no comprenden que los jóvenes insistan en tomar las calles cuando ya ha sido suspendida.

“No saben cuándo parar”, se resigna Kay Ip, psicóloga. “Ignoro si aquella ley era buena o mala, pero no se puede responder con vandalismo. Eso sólo pasa en las sociedades enfermas. No tenemos ideología, sólo queremos vivir en paz y que dejen de destrozar la ciudad y arruinar la economía”, añade.

Tanto la media de edad como el sentimiento nacional chino son más altos que en las concentraciones contrarias. No responden, sin embargo, a esa manida descripción de inmigrantes del interior e idiotizados por la propaganda de Beijing. Cantan himnos locales de Hong Kong. Muchos han nacido aquí y algunos han vivido en el extranjero.

Alicia es originaria del distrito de Kowloon y ha regresado tras dos décadas en Gran Bretaña. “Ni en China ni en el mundo se informa bien de lo que está pasando aquí”, lamenta. “Los jóvenes se quejan de la situación económica, de que no pueden comprarse una vivienda, pero no trabajan duro como siempre hemos hecho aquí”.

A esta “mayoría silenciosa” le ha pedido Beijing que defienda Hong Kong de los desmanes de los antigubernamentales, consciente de que cualquier envío de tropas arruinaría sin remedio su imagen internacional.

El periodista que comparta el teléfono con los disidentes recibirá en los días siguientes un aluvión de videos con activistas golpeando a ciudadanos y arrasando la ciudad o de sus líderes reunidos con diplomáticos como evidencia de las fuerzas extranjeras implicadas en las protestas. Y si lo intercambia con el bando opuesto, coleccionará los de brutalidad policial y evidencias de que Beijing paga a los facinerosos que se han enfrentado a ellos.

Son dos compartimentos estancos que consultan sólo los medios de comunicación afines y llenan cada día el saco de reproches. El enamoramiento ciego hacia un bando y la sistemática condena del otro a la invisibilidad o al cliché no ayudan a entender la complejidad del conflicto ni de las amenazas que se ciernen sobre Hong Kong. Este reportaje se publicó el 18 de agosto de 2019 en la edición 2233 de la revista Proceso

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