La reacción del presidente brasileño a la emergencia ecológica de los gigantescos incendios de la selva amazónica no sólo afectó su imagen, ya desgastada por sus políticas privatizadoras y sus salidas de tono. Principalmente metió a Brasil en problemas con la Unión Europea, con la que el Mercosur acaba de firmar un tratado de libre comercio, e incrementó el rechazo interno a su mandato ya en su primer año de gobierno. Y en el fondo del desastre se halla una estrategia de deforestación deliberada, para beneficiar a los grandes empresarios agrícolas y ganaderos.
BELÉN, Brasil.- Desde su llegada al poder, el presidente brasileño Jair Bolsonaro acumula críticas por sus innumerables polémicas, su política neoliberal para reducir el gasto público y privatizar empresas estatales, además de su incapacidad para impulsar el crecimiento económico; pero nada de esto afectó tanto a su imagen dentro y fuera del país como los recientes incendios en la Amazonia, la mayor selva tropical y el lugar con más biodiversidad del planeta.
En sus nueve meses de gobierno, Bolsonaro les quitó poder a los organismos federales que fiscalizan la gran selva. Su ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, un abogado muy cercano al lobby de empresas agropecuarias y de productos agrícolas como la soya, ha sido la punta de lanza de su estrategia para dar rienda suelta a la destrucción medioambiental.
Entre las muchas acciones adoptadas por el gobierno en favor de los grandes productores rurales brasileños, quienes se quejan por las estrictas normas medioambientales, figura la reducción drástica del financiamiento a la vigilancia y protección en la Amazonia. El presupuesto del Ministerio de Medio Ambiente para combatir incendios este año se redujo 30% respecto del anterior. Un recorte que, pese a la alarma internacional por los incendios, Bolsonaro planea profundizar en 2020, ya que se prevé un machetazo de 10% a la partida de ese ministerio.
Pero, además de la asfixia económica –que funcionarios de ese ministerio corroboraron a Proceso a condición de no mencionarlos, por temor a represalias–, el gobierno de Bolsonaro lleva a cabo una campaña para desmantelar la cúpula de funcionarios de carrera comprometida en la lucha contra el crimen medioambiental y con años de experiencia al frente del Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables (Ibama) y el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE), organismos clave en la protección de la Amazonia.
El primero vela por la preservación del incomparable patrimonio natural y biológico de Brasil con operaciones sobre el terreno; el segundo, interpreta los datos de los satélites para saber, casi en tiempo real, dónde está ocurriendo la destrucción.
En consecuencia, pese al repunte de la deforestación y del incremento de áreas quemadas, se redujo el número de sanciones y multas, así como de las acciones armadas para combatir la tala clandestina, los buscadores furtivos de oro y, sobre todo, los especuladores que destruyen la selva con motosierras y fuego para apropiarse de territorio público.
Según datos del INPE, la Amazonia brasileña registró el mayor número de incendios (30 mil 901) en agosto pasado que en el mismo mes de otros años, desde 2010, cuando la región sufrió una prolongada sequía, y el triple que en agosto de 2018 (10 mil 421). En contraste, el número de multas aplicadas por el Ibama cayó 81% anual. Agosto y septiembre, en plena estación seca, son meses clave para la selva porque ésta es más susceptible a los incendios.
Pese a la preocupación manifestada por defensores del medio ambiente y por la comunidad internacional, Bolsonaro dijo el 22 de agosto que las ONG son las “más sospechosas” por el aumento de los incendios en 82% en lo que va del año respecto del anterior. Según el mandatario brasileño, un negacionista del cambio climático, la razón sería el descontento de los ecologistas por el recorte de los recursos federales para sus organizaciones.
Expertos consultados por Proceso y datos de organismos públicos y ONG que monitorean la selva por satélite señalan que las políticas de Bolsonaro fomentaron los fuegos criminales. Los analistas aseguran que el aumento de los incendios no se justifica por el habitual uso de fuego controlado para limpiar áreas de plantío ya exhaustas; se trata de quemas con fines de especulación de la tierra y para abrir fronteras agrícolas en el país que ya es el mayor exportador de carne bovina en el planeta y el segundo mayor productor de soya.
“Observamos un repunte de la deforestación y de los focos de fuego en tierras públicas que no fueron catalogadas (es decir, que no están dentro de reservas o parques naturales)”, explicó el miércoles 4, en una conferencia en la Academia Brasileña de Ciencias, en Río de Janeiro, la científica Ane Alencar, reconocida experta en el tema y miembro del Instituto de Investigación Ambiental de la Amazonia. “Eso es robo de tierra pública. Ilegalidad pura”, agregó.
Tras su elección, Bolsonaro sugirió que Brasil –sexto emisor mundial de gases de efecto invernadero a consecuencia del dióxido de carbono que emana de los incendios en la jungla, así como del metano de su gigantesco sector agropecuario– podría retirarse del Acuerdo de París, de 2015. Finalmente reculó, temeroso de sufrir represalias comerciales por no cumplir su compromiso de reducir 37% esas emisiones en 2025 respecto de 2005.
Sin embargo, observadores como la exministra de Medio Ambiente y excandidata a la presidencia de Brasil Marina Silva, temen que Bolsonaro esté realizando su propósito sin anunciarlo. “Está mostrando que, en la práctica, lleva a cabo su intención de retirar a Brasil del Acuerdo de París. Será imposible honrar el compromiso de disminución de las emisiones”, declaró Silva el pasado 25 de agosto al diario Folha de Sao Paulo.
Consecuencias políticas?y climáticas
La selva amazónica fue abierta a la explotación económica en 1964, cuando los militares brasileños dieron un golpe de Estado y establecieron una política de apertura de fronteras mediante la construcción de miles de kilómetros de carreteras, la prospección de reservas minerales y el incentivo a la deforestación, con el objetivo de fomentar la migración y la producción agrícola.
Eso incrementó la población en la Amazonia brasileña de 1 millón a 20 millones de habitantes que tiene actualmente, y determinó el éxito de la producción del campo del país, que en cuatro décadas pasó de importar alimentos a ser la tercera potencia exportadora de productos agropecuarios, con 100 mil millones de dólares en 2018, sobre todo en soya, café y carnes de res y de pollo.
Ese jugoso negocio internacional, incentivado por la demanda que ocasionó la expansión de China, tiene potencial para seguir creciendo, pues el gigante asiático depende de las importaciones para abastecer de carne a su cuantiosa población. Brasil planea aumentar su participación en el comercio global de alimentos del 7% actual a 10% en la próxima década. Por eso los millones de hectáreas de la Amazonia, que Bolsonaro considera una riqueza sin explotar, son un objetivo tan codiciado en un planeta que tendrá un estimado de 9 mil millones de habitantes en 2050.
Sin embargo, los incendios han creado una crisis internacional que amenaza ese objetivo estratégico. Países como Finlandia y Francia pusieron en tela de juicio el futuro del acuerdo de libre comercio entre la Unión Europa y el Mercosur, del que Brasil se beneficiaría con millonarias exportaciones agrícolas libres de aranceles al viejo continente.
El presidente francés, Emmanuel Macron, aprovechó la reciente cumbre del Grupo de los Siete en Biarritz para debatir el futuro de la selva tropical entre los líderes de las grandes potencias. Una decisión inaudita que se explica, en parte, por un cierto revanchismo, ya que Macron estaba enemistado con Bolsonaro después de que el brasileño rompiera todos los protocolos al cancelar, en julio, un encuentro con el canciller galo, Jean-Yves Le Drian, por “problemas de agenda” para aparecer, en la hora prevista para la cita, en una videoconferencia por Facebook en la que habló mientras le cortaban el cabello.
Alemania, la gran economía europea, se mostró más prudente y rechazó que esté en riesgo el acuerdo UE-Mercosur, el cual requirió de dos décadas de negociaciones antes de ser concluido este año. Sin embargo, el país congeló en agosto una donación de 38 millones de dólares a Brasil destinada al Fondo Amazonia, que aplica proyectos sostenibles para mitigar la deforestación. Noruega, el mayor donante de ese fondo, con mil 200 millones de dólares, también congeló, el mismo mes, una aportación de 30 millones.
La forma en que Bolsonaro gestionó la crisis en la Amazonia tuvo también consecuencias internas. En Sao Paulo y en Río de Janeiro se realizaron manifestaciones contra la destrucción.
El presidente salió mal parado: el 51% de los brasileños critica la política de protección ambiental de su gobierno, mientras el rechazo al mandatario creció de 33% en julio a 38% en agosto, según datos del Instituto Datafolha.
Criticado incluso por sectores de la derecha por dar carta blanca a la deforestación, Bolsonaro usó los mismos argumentos que la dictadura militar. “La Amazonia es nuestra”, les dijo a los reporteros, lo que varios comentaristas consideraron una provocadora muestra de nacionalismo que ignora las urgencias del cambio climático, pese a que éste quedó de manifiesto con las temperaturas récord del verano en Europa y los sucesivos huracanes en América del Norte.
Está por verse cuáles serán los efectos internacionales de la política brasileña hacia la Amazonia. El cierre de mercados europeos sería una decepción mayúscula para el sector agropecuario de ese país, que detenta 23% del PIB y se echó en brazos de Bolsonaro durante la campaña electoral. Ahora enfrenta por este tema la mayor crisis de su primer año de gobierno.
Este reportaje se publicó el 8 de septiembre de 2019 en la edición 2236 de la revista Proceso.