Revista Proceso

Dos historias mexicanas (de éxito) en la Serie Mundial

Uno es nayarita y el otro sinaloense. Estuvieron en la Academia de los Diablos Rojos, padecieron adversidades personales. Se trata de Víctor González y Julio Urías, y aquí están algunas estampas del camino que los llevó a la Serie Mundial 2020
domingo, 25 de octubre de 2020 · 12:46

Uno es nayarita y el otro sinaloense. Están hermanados por mucho en el mejor beisbol del mundo. Estuvieron en la Academia de los Diablos Rojos, padecieron adversidades personales y tras sus lesiones también los abandonó la velocidad que caracteriza a los lanzadores de élite; pero en lugar de cargar con la derrota, ambos se levantaron y ahora buscan ganar el Clásico de Otoño con la misma franela de los Dodgers. Se trata de Víctor González y Julio Urías, y aquí están algunas estampas del camino que los llevó a la Serie Mundial 2020.

Víctor González entró a la oficina de Luis Fernando Méndez, el coordinador de pitcheo de la Academia de los Diablos Rojos en San Bartolo Coyotepec, Oaxaca.

"No vengo solo, mi abuelo está allá afuera”, le dijo con timidez el muchacho de entonces 15 años. “Pues que pase”, le respondió. El hombre cruzó el umbral. Casi con la voz cortada le soltó: “Méndez, le pasó algo muy grave a mi hijo, lo navajearon. Necesito que ayudes mucho a mi nieto, anda muy triste y emocionalmente está mal”.

Tres meses antes, Méndez había conocido a Víctor en el campo de beisbol de Tuxpan, Nayarit, de donde es originario. Estaba corriendo en el outfield con unos chamacos. Llevaba puestos unos shorts y una playerita, según estaba practicando porque alguien del equipo de Torreón lo iba a scoutear al día siguiente.

Con el colmillo que el beisbol le ha dejado en 40 años, el famoso Carrito Méndez se maravilló con el talento nato de Víctor, un muchacho delgado, de 1.77 metros, con una soltura en el brazo izquierdo y una curva con mucha rotación que le salía facilito, porque cuando natura sí da no hace falta pedir prestado.

Méndez le pidió a Víctor que fuera dos días después a Santiago Ixcuintla, donde los Diablos Rojos jugarían. Hasta allá llegó acompañado de su padre con la emoción de que le hicieran unas pruebas como pítcher. Ahí mismo firmó su contrato.

“Imagínate, Méndez, que mi muchacho jugara con los Diablos”, comentó González. “Con los Diablos sí va a jugar, pero él tiene chance de irse a Estados Unidos, es zurdo y mira cómo tira”, contestó.

Incrédulo, González chasqueó la lengua: “¿A poco sí, Méndez? ¿Como para llegar tan lejos?”. Y al señor le brillaban los ojos porque si algo hay en Tuxpan, en esa comunidad de 32 mil habitantes, y también en la familia González, es gusto y amor por el beisbol.

Por eso, cuando la desgracia familiar cayó como un rayo que partió a Víctor en dos, el abuelo agarró a su nieto y se fueron hasta Oaxaca en febrero de 2011. “Te lo encargo mucho, Méndez. Cuídalo como si fuera tu hijo”.

Allí se quedó el chamaco para entrenar con una generación de muchachos que, como él, se desarrollaron en la Academia de los Diablos Rojos del México y después debutaron en las Grandes Ligas: los hermanos Ramón (Orioles de Baltimore) y Luis Urías (Cerveceros de Milwaukee), Luis Cessa (Yankees de Nueva York), Giovanny Gallegos (Cardenales de San Luis) y Julio Urías, su compañero en los Dodgers de Los Ángeles, donde juntos disputan la Serie Mundial 2020 ante los Rays de Tampa Bay.

En el año en que la pandemia del covid-19 redujo la temporada de 164 a sólo 60 juegos, Víctor Aarón González, de 24 años, debutó en las Grandes Ligas. Ya también se estrenó en la Serie Mundial. Es el pelotero mexicano número 17 que participa en un Clásico de Otoño. El martes 20 el manager Dave Roberts lo mandó llamar en la sexta entrada para relevar a Dylan Floro, quien le dejó dos hombres en base.

Los Dodgers ganaban cómodamente 8-1. A González le ligaron dos hits para mover la pizarra 8-3. Mike Brosseau y Kevin Kermaier le encontraron el slider, el arma mortal que utiliza cuando necesita un ponche. Lo tira a unas 84 millas por hora y tiene más quiebre que el promedio de Grandes Ligas: 20 de sus 26 ponches en temporada regular fueron con ese lanzamiento que, además de generar más swings abanicados, también obliga a los bateadores a tener contactos pobres.

Para salir del problema, el zurdo se fajó tirándole al cátcher Mike Zunino una recta alta de 95 millas que se convirtió en una línea salvaje y fue a parar al guante de Víctor González gracias a sus reflejos felinos; como pudo tiró a segunda para completar un doble play salvador que apagó el ataque de los Rays.

El sinker de Víctor

González tiene un lugar en el róster de los Dodgers en la postemporada porque la campaña regular la terminó con un porcentaje de carreras limpias de 1.33 en 20 entradas y un tercio lanzadas. Su ­desempeño exitoso es el resultado de horas de frustración, de que, a su corta edad, ya aguantó una cirugía de codo llamada Tommy John y haber pasado por el terror que le causó que 16 meses después el brazo no le respondía y la velocidad de su recta se estancó en 86 millas.

Víctor González se acostumbró a tirar strikes desde que entrenaba con los Diablos, donde los instructores siempre le decían que no tirara bolas, que mejor le clavaran un jonrón, pero que siempre atacara la zona de strike. En los 15 juegos en los que participó con los Dodgers en la temporada regular, el mexicano sólo otorgó dos bases por bolas y recetó 23 ponches.

Según la página de estadísticas Baseball Reference, en la historia del beisbol apenas cinco novatos han tenido una relación de ponches sobre bases por bolas mayor a 11 en al menos 20 entradas: uno de ellos es el zurdo mexicano con 11.50.

Además de la recta de cuatro costuras, el slider y el cambio de velocidad, el repertorio de lanzamientos de González incluye otra arma mortífera: el sinker, que suele tirar a 94.9 millas por hora, por encima de la media de velocidad (92.8) que se lanza en Grandes Ligas. Con esta pitchada ataca la zona de strike. La tira en 56% de las veces que va hacia el plato.

La rotación que realiza la pelota (spin rate) cada vez que Víctor González lanza una recta es tan baja que la gravedad le ayuda a hacer su trabajo: en lugar de que le levanten la bola obliga a los bateadores a sacar rolas.  En 2020, su sinker generó 60% de rollings cada vez que fue conectado.

Otro mexicano de récord

El culichi Julio Urías es seis meses más chico que su amigo Víctor González. Debutó en Grandes Ligas en 2016, a los 19 años, cuando la prensa publicaba que sería el sustituto de Fernando Valenzuela y que se convertiría en el nuevo zurdo que arrancaría suspiros. Hasta ahora no ha defraudado: ha sido el mejor lanzador de los Dodgers en esta postemporada con cuatro triunfos para igualar a Burt Hooton, quien posee esta marca para el equipo desde 1981.

Urías presume, además, un nuevo récord para lanzadores nacidos en México: seis victorias en playoffs de por vida. Es el tercer mexicano que consigue un triunfo para clasificar a la Serie Mundial: Fernando Valenzuela lo hizo en 1981 y Roberto Osuna en 2017.

Sólo cuatro lanzadores nacidos en ­México han sido abridores en Serie Mundial: Fernando Valenzuela (1) en 1981 con los Dodgers, Jaime García (2) en 2011 con los Cardenales de San Luis, José Urquidy (1) en 2019 con los Astros de Houston y ahora Julio Urías, a quien Dave Roberts le dio la bola para el cuarto juego.

Julio Urías, con 24 años y 70 días, es el único pelotero nacido en México que ha jugado en dos Series Mundiales (2018 y 2020).

A diferencia de Víctor González, quien llegó discretamente a los Dodgers, el ascenso de Julio Urías al equipo grande fue con bombo y platillo. No sólo los hermana haberse conocido en la Academia de los Diablos Rojos o que el bono de firma de ambos fue prácticamente el mismo (400 mil y 450 mil dólares), al sinaloense ya también lo operaron y le entró la incertidumbre de si su carrera podría haber terminado por una lesión del hombro.

Son amigos, cuidan uno del otro; Julio sostuvo a Víctor cuando las cosas no le salían bien, cuando le dieron ganas de regresarse a su casa y botar todo, y las lágrimas no le dejaban ver que la paciencia y el trabajo diario son la clave. Muchachos de la misma edad, pero Urías bien maduro porque si algo sabe es ponerse en las manos de Dios y no cuestionarle sus planes. Así lo hizo desde bebé, desde que aquel tumor le cubrió su ojo izquierdo y se pasó días y días en hospitales porque lo operaron quién sabe cuántas veces.

Rafael Arroyo, su preparador físico, no sale del asombro. Él estuvo con Julio Urías aquel día de junio de 2017, cuando lo operaron de la cápsula interior del hombro izquierdo. A él le tocó ir a buscar a sus papás al aeropuerto de Los Ángeles porque llegaron para acompañar a su muchacho.

“Julio me comentó que no entendía por qué le tocaba vivir eso, pero que sabía que era algo necesario por lo que tenía que pasar, algo tenía que aprender. El equipo lo había bajado a Triple A y ahí se había lesionado. Me dijo: ‘Ya pasó, mañana me operan y todo será positivo, no viviré en el pasado; lo que viene es rehabilitarme’. Lo que vi fui un joven maduro y fuerte, eso le ayudó en su recuperación.

La lesión del hombro, esa que ha acabado con la carrera de decenas de lanzadores, entre ellos la estrella venezolana Johan Santana, al final no fue tan grave como una resonancia magnética reflejó. El médico que lo operó se lo dijo y las esperanzas de Julio crecieron. Se fue contento a Glendale, Arizona, donde los Dodgers tienen su complejo para entrenar durante la primavera. Ahí estuvo en manos de fisiatras y otros médicos, y todos le dieron bien duro para que el culichi regresara rápido a la loma.

En sus primeras sesiones de bullpen, Urías se llenó de dudas y también de pánico. Un muchacho que a los 15 años tiraba rectas de 87 millas por hora y antes de la operación alcanzaba hasta las 94, sentía algo raro: la velocidad lo había abandonado. Por más que tiraba, aunque sin molestias, no lograba recuperar la fuerza.

“Claro que se preocupó, pero algo así no lo iba a derribar. Si superó lo del ojo –un tumor benigno que le dejó como secuela el ojo casi cerrado a pesar de lo cual puede ver bien–, que no saliera de esto. Sufrió de niño, pero eso fue clave. Eso que vivió lo preparó para tener paciencia y aguantar el dolor. Por eso fue muy maduro desde chico, disciplinado y dedicado. Es un pelotero que no le tiene miedo a nada, que nació para momentos así. Eso demostró (en la Serie de Campeonato) contra Atlanta (en labor de relevo el mexicano se apuntó el triunfo en el juego 7), ahí está su entrega y sacrificio”, cuenta Arroyo.

La curva de Urías

Urías no sólo brincó ese obstáculo, regresó con el nivel suficiente como para sentarse en la fila de los pítchers de élite en su quinta temporada con los Dodgers. La velocidad se mantuvo como en su época de novato promediando 94.2 millas por hora, la décimo primera recta más veloz de los 68 zurdos que en 2020 lanzaron al menos 250 veces ese envío.

Además de su velocidad, su pitcheo rápido no perdió vida. Su recta, de hecho, gira a 2 mil 469 revoluciones por minuto, es decir, posee un spin rate superior a 89% de todos los lanzadores de Grandes Ligas. Ese lanzamiento lo ha combinado con una peculiar curva que este año, por primera vez, la ha lanzado más que el slider.

La curva de Julio Urías lejos de quebrar de forma vertical, desarrolla un movimiento horizontal élite barriendo el plato, alejándose de los zurdos y metiéndose en los pies de los diestros.  Es decir, más que caer como si fuera una joroba, la curva del culichi “patina” como si fuera un slider, pero más lento y con más movimiento.

Su repertorio también incluye un cambio de velocidad, que es su arma favorita contra los bateadores derechos. Urías es, además, un lanzador muy controlado que tiene una tasa de 2.89 bases por bolas cada nueve entradas y sabe perfectamente que si le botan la pelota del parque es porque le prenden una recta que se le quedó abajo y no en la parte alta donde su velocidad y su alto spin rate le ayudan a generar swings abanicados.

El consentido

Víctor González ahora mide 1.83 metros y pesa 81 kilos. Ya no es aquel muchacho delgado al que su entrenador de pitcheo en la Academia de Oaxaca, Édgar Aguilera, le hizo un video el día que llegó y otro más cuando en 2012 los Dodgers se lo compraron a los Diablos Rojos para poder apreciar el desarrollo que tuvo.

A Aguilera, un exprospecto de los Dodgers y también de los Mets de Nueva York, González le escribió un mensaje de WhatsApp un mes después de que debutó en Grandes Ligas. Aguilera lo felicitó porque logró el objetivo que todo pelotero tiene y Víctor, generoso, le contestó: “Muchas gracias, Aguilera. Gracias a las regañadas tuyas y de don Javier”. Se refería al afamado Escopeta Martínez que murió en 2014.

Porque si algo tuvo Víctor González cuando entrenó con los Diablos Rojos, fue una familia. Édgar Aguilera narra que un día sentó a todos los chamaquitos en el infield y les leyó la cartilla de cómo tenían que portarse, pero especialmente les encargó que no hicieran bromas ni comentarios mal intencionado sobre la muerte del papá de El Corita, como le apodaron a Víctor.

“Él era el consentido de todos, se portaba muy bien, era muy disciplinado, jamás dio un problema. El grupo lo arropó y lo quiso; se crió deportivamente bajo las condiciones idóneas para su problema. Mis condiciones de vida me dieron la empatía porque yo perdí a mi madre siendo jugador. Fui intuyendo cómo se sentía. A Víctor le dije: ‘Siéntete en familia, más que instructores somos tus amigos y si quieres vernos como si fuéramos tú papá, también; lo que necesites no dudes en tocar mi puerta, así sean las tres o las cuatro de la mañana’”, cuenta Aguilera.

También recuerda que Víctor era muy tímido, pero que a la vez su expresión corporal y sus gestos demostraban la actitud de un ganador.  Luis Fernando Méndez dice que sí, que todos le palmeaban la espalda cuando le salía algo bien o le sacudían los cabellos bien fuerte con las manos para felicitarlo. No se le olvidan las lágrimas de Víctor y que un día le dijo: “Yo voy a llegar a Grandes Ligas porque se lo prometí a mi papá”.

“Víctor está tocado por Dios y es un ejemplo de que, pese a las adversidades de la vida, se puede progresar con ayuda. Por lo que le pasó, él estaba confundido como un niño que era. El beisbol lo salvó y lo protegió de todas las desviaciones que le pudo haber causado esa pérdida. En el beisbol encontró otro camino”, zanja Aguilera.

Este texto forma parte del número 2295 de la edición impresa de Proceso, publicado el 25 de octubre de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí

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