Periodismo

Shostakóvich: dos ojos cegados por la tristeza

En 1973, Julio Scherer García, director de Excélsior, publicó la crónica de su visita a Moscú para hablar de nuevo con Dimitri Shostakóvich, artista gigante de la Unión Soviética a quien entrevistó en 1959. A continuación su texto, como homenaje al fundador de Proceso a seis años de su partida.
jueves, 7 de enero de 2021 · 19:15

MOSCÚ, 16 de abril de 1973.- Bajita de estatura, nerviosos los dedos, abrochaba los botones del abrigo del maestro Shostakóvich. Él veía a su esposa con ojos cargados de desesperación. Una multitud lo rodeaba en búsqueda de autógrafos, insensible al hecho terrible: el compositor, víctima del mal de Parkinson, era incapaz de bastarse a sí mismo.

Francisco Javier Alejo, a dos metros de distancia, casi gritaba:

“No lo abrumen, por favor. Ha tenido dos infartos. Hace apenas unas horas salió del hospital para venir acá. Déjenlo. Déjenlo.”

Los ojos claros de Shostakóvich veían con el miedo que produce el acoso, mezcla de pasmo e impotencia.

En el salón de banquetes del ministro de Relaciones Exteriores, minutos antes, había tenido lugar el homenaje que el presidente Echeverría, los jerarcas del mundo soviético y una concurrencia de centenares de personas le habían ofrecido. Puestos todos de pie, enfocadas cámaras fotográficas y cinematográficas hacia el compositor, hechos un haz los reporteros para apreciar hasta su último gesto, él se había incorporado humildemente, casi a su pesar. La ovación había durado casi un minuto, al cabo del cual Shostakóvich se vio rendido.

Al término de los brindis fue de los primeros en abandonar el salón. Quería marcharse, huir, con su paso inseguro, el movimiento incesante de las manos, un tic casi eléctrico del cuello, buscaba la salida como quien busca la libertad. Descendió con dificultad hasta el guardarropas y allí, mientras su mujer descolgaba un pesado abrigo café, fue atrapado.

La entrevista con los reporteros soviéticos y mexicanos, antes del banquete, había sido conmovedora.

Un consejo a un joven compositor: “Sea rebelde. Ensaye una vez y si fracasa, vuelva a ensayar. No tema. La rebeldía es la llama del creador, su posibilidad de purificación”.

Al reportero de Excélsior: “Este año cumplo cincuenta años como compositor. Estoy terminando un cuarteto para cuerdas que ofreceré a mis músicos. Han sido fieles y persistentes, mis amigos de toda la vida. Sólo puedo corresponderles con mi música. No puedo darles más. No podría dedicarles menos”.

A una jovencita que acercó los labios a su oído: “Trabaje mucho, tanto como pueda y más”.

La voz de Shostakóvich, débil como la de un hombre que tiene frío y no quiere gastar el poco calor de su cuerpo con palabras pronunciadas en voz alta, era clara, pero lejana. Él mismo tenía algo de irreal, de incomprensible, rodeado de fama universal y anulado por la timidez, consecuencia de su quebrantada salud.

“Señores, por favor”, pareciera suplicar su esposa, magnífica en su amor y en su solidaridad.

“Sí, me acuerdo de México –relataba el compositor–. Ahí fui muy feliz. Fueron días cálidos y la compañía de los músicos mexicanos, del maestro Carlos Chávez, es recuerdo que llevo conmigo. Me gustaría volver. Pero habrán de transcurrir meses para que pueda considerar la posibilidad.”

Antes de que principiara el banquete, cuando los invitados iban poblando el salón, Echeverría había tomado del brazo a Kosygin y a Podgorny y les había pedido que lo acompañaran hasta donde se encontraba Shostakóvich. Allí, en voz alta, hizo pública su admiración por el compositor, y cuando alguien dijo que es uno de los grandes valores soviéticos, lo corrigió:

“No, señor, uno de los grandes maestros del mundo.”

Hizo un recuerdo breve de su estancia en México y le pidió que volviera.

“Lo invito, maestro.”

Shostakóvich no contestó con palabras. Su respuesta fueron dos ojos cegados por la tristeza. 

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