Francia

Testimonios que sacuden a un país: el terrorismo, en el banquillo de los acusados

El pasado 28 de septiembre comenzó en Francia el juicio contra los autores de los atentados terroristas que en 2015 sacudieron París. El proceso judicial ha sido estremecedor, ha sido un rosario de historias que cuentan los sobrevivientes, aún sumidos en el dolor.
viernes, 29 de octubre de 2021 · 19:50

París (Proceso).- Walid Abdelerazzak You­ssef es egipcio. Atraviesa cojeando la sala del tribunal, pero testimonia de pie ante la corte penal especialmente constituida para juzgar los atentados perpetrados en París por tres comandos del Ejercito Islámico la noche del 13 de noviembre de 2015.

“Vine de El Cairo para rendir mi testimonio porque confío en la justicia”, advierte. Calla unos segundos antes de retomar la palabra: “Llegué a París el 6 de noviembre de 2015. Viajaba con mi madre y mi hermano mayor, enfermo de cáncer. Teníamos cita con oncólogos que nos aconsejaron una hospitalización y no se mostraron muy optimistas. Esa primera semana en la Ciudad Luz fue ardua”, confía.

Apasionado del futbol, el entonces joven estudiante de 25 años pensó que el partido amistoso entre Francia y Alemania, celebrado la noche del 13 de noviembre en el Estadio de Francia, lo podría “desestresar”. 

El partido ya había comenzado cuando logró comprarle un boleto a un revendedor. Alcanzó corriendo la puerta H del estadio en el momento en que un terrorista, Bilal Hadfi, detonó su chaleco explosivo.

“Oí un ruido ensordecedor y la onda expansiva me levantó del suelo. Hoy todavía tengo zumbidos en los oídos y los tendré toda mi vida. Tuve la sensación de que todo mi cuerpo estaba perforado. Al caer en el asfalto me di cuenta de que un hueso estaba saliendo de mi pierna derecha. Perdía mucha sangre. Pensé: ‘Vivo mi último instante’ y me desmayé.”

Herido por 15 proyectiles, Walid pasó ocho días en coma y cien en cuidados intensivos. “Cada tres días me llevaban al quirófano para extraer balas, pero mi organismo estaba tan debilitado que no aguantaba la anestesia. Tuvieron que operarme en carne viva”, explica.

El presidente del tribunal lo interroga sobre su salud. Walid elude sus preguntas y habla de otra herida. Una herida de honor: “En el caos de la explosión mi pasaporte cayó al lado del cuerpo del terrorista”, explica. “Las autoridades francesas tuvieron dudas. No sabían si yo era víctima o terrorista. No entiendo cómo salieron mi nombre y mi apellido en la redes sociales egipcias. En todo caso pasé por un terrorista en mi país. Durante cuatro días mis compatriotas me insultaron en Facebook. No me di cuenta de nada porque estaba en coma, pero fue un suplicio más para mi familia. Las autoridades tuvieron que intervenir para confirmar mi inocencia”.

Relato colectivo

Walid es uno de los 300 sobrevivientes o familiares de víctimas fallecidas que rinden testimonio ante la Corte Penal Especial. Es un número de testigos sin precedente en la historia judicial francesa. Su audición empezó el pasado 28 de septiembre y teóricamente deberá terminar el 29 de octubre, pero unas 70 personas más pidieron ser oídas.

Día tras día, de lunes a viernes, de las 13:00 a las 19:00 horas, y a menudo hasta las 20:00 o 21:00, se suceden un mínimo de 15 testigos. Todos están profundamente marcados por los atentados. En su mayoría siguen atendidos médicamente. Casi todos comparten con Walid inexplicables sentimientos de culpa.

Se sienten culpables por estar vivos mientras tantos otros fallecieron, por haber salido ilesos del horror mientras otros no, por hablar de su vida trastocada ante familiares de los difuntos, por no haber socorrido a los que los rodeaban o por haberlos ayudado sin haber podido salvarlos o por no haber podido auxiliar a más personas, por haber invitado a amigos hoy muertos a un concierto en el Bataclán o a tomar una copa en una terraza, por haber causado tanta angustia a sus familiares y por seguir necesitando su paciencia y sus cuidados, por no poder brindar paz anímica a sus hijos…

Lo que vivieron rebasa el entendimiento. Es la razón por la que se crearon asociaciones de víctimas del terrorismo. Los sobrevivientes no se reúnen para hablar de sus heridas, insisten, sino porque los alivia sentirse entre “pares” y los estimula para volver a emprender sus caminos.

Todos se expresan con palabras de una fuerza y una autenticidad vertiginosas que surgen de lo más hondo de su ser, con silencios bruscos, risas amargas o puntadas de humor negro, lágrimas, coraje, dolor, a veces con odio o desesperanza y más a menudo con gran sentido de lo humano.

Testimonios de las víctimas. Foto: AP

Sentimientos de culpa

Todos los reporteros que cubren este juicio fuera de lo común enfrentan el mismo dilema. ¿Cuáles de todos estos testimonios elegir cuando cada uno mercería ser reseñado? ¿Y una vez elegidas, cómo sintetizar sin traicionarlas esas hazañas existenciales? Abrir este paréntesis es la única manera de pedir disculpas por tantas voces que no tendrán eco en Proceso y por las tan brevemente evocadas.

Le Carillon fue el primer café atacado por el comando de tres terroristas que circulaba en un coche negro en los barrios orientales de París, frecuentados los fines de semana por una multitud de jóvenes relajados, abiertos, capitalinos u oriundos de provincia…

BA, francesa de origen iraní, tenía siete meses de embarazo y acababa de cumplir 33 años. Tomaba una copa en la sala del café con amigas y su esposo fumaba en la terraza cuando sonaron los disparos.

“Alguien gritó: ‘Hay un kalash, tírense al piso’. Era las 9 y 20 de la noche. Se oyeron los primeros gritos y gemidos de los heridos. Hubo más ráfagas, sobre todo en la terraza. Aterrada pensé en mi esposo y hablé con mi bebé. Le dije: ‘Quizá vamos a quedarnos solitas las dos…’”, recuerda.

“Estaba acurrucada debajo de una mesa intentando protegerme con una silla volcada. No sé cuánto duró la balacera ni cuándo cesó. Grité el nombre de mi esposo, que saltó encima de cuerpos para alcanzarme. Recuerdo un caos absoluto, bomberos, gente despavorida o totalmente perdida, otras pegando alaridos y pidiendo auxilio.”

Tras quitarse la mascarilla que ahoga su voz, BA confía sentirse culpable por haber salido “sin un rasguño” del atentado, lo mismo que su esposo y sus amigas. Confesar esa culpabilidad es uno de los motivos que la llevó a rendir testimonio, pero la razón fundamental de su presencia ante la Corte está arraigada en su historia familiar.

Sus padres, militantes de izquierda, participaron en la revolución contra el sha de Irán en 1978 y luego, en la lucha contra el régimen de los ayatolas. Lograron huir a Francia mientras que la mayoría de sus compañeros acabaron torturados y ejecutados.

“Treinta y tres años después estos mismos enajenados islámicos casi me matan y sobre todo asesinan a personas sentadas tranquilamente a mi lado”, insiste antes de dirigirse personalmente a Jean-Louis Périès:

“Si me lo permite, señor presidente, quisiera agregar algo, porque este juicio suena como el eco de lo que pasa actualmente en países de Medio y Próximo Oriente. Cualquiera que sea su nombre: ayatolas en Irán, talibanes y Al Qaeda en Afganistán, Estado Islámico en Siria e Iraq, todos son los mismos asesinos sanguinarios.”

“No apuntamos a musulmanes”

La mala suerte de las hermanas Sira y Astra Diakité, francesas oriundas de Malí, que circulaban en coche por la calle Bichat, fue haber estorbado el paso del vehículo de los yihadistas cerca de Le Carillon. Dos de ellos saltaron de su coche, dispararon, hirieron mortalmente a Astra, que estaba al volante, más levemente a Sira sentada a su lado y a su hijo pequeño instalado en el asiento trasero.

Decidida, acompañada por su hermana menor que se nota tan determinada como ella, Sira describe esos minutos atroces que le parecieron horas. No se extiende sobre sus propias heridas y asegura que prescindió de terapeutas gracias a la cohesión de su familia y de su comunidad. En cambio, reconoce que su hijo tiene secuelas traumáticas y sigue bajo tratamiento.

De pronto se da la vuelta, encara a los inculpados y los arenga: “¡Somos musulmanas practicantes! ¡Un musulmán no mata! ¡Quien mata no es musulmán!”. Su voz suena como trueno.

Salah Abdeslam se levanta y pide hablar. El presidente de la corte acepta y prende su micrófono. “Nuestros blancos son los impíos. Si matamos a musulmanes fue sin quererlo (…) No quisimos matar a su hermana, fue un accidente. No apuntamos a musulmanes…”.

En la sala todo el mundo intercambia miradas escandalizadas. La corte misma, empezando por su presidente, se nota indignada. Sira y su hermana replican ofuscadas, pero lo hacen lejos del micrófono porque se acercaron a la jaula de cristal de los inculpados sembrando nerviosismo entre los abogados de la defensa.

Salah Abdeslam pretende seguir hablando y, como ocurre cada vez que toma la palabra, pierde el hilo de su discurso al tiempo que su voz se altera. El presidente apaga su micrófono. Las hermanas Diakité se alejan.

De vez en cuando testigos insuflan una bocanada de humanismo en la sala del tribunal saturada de vivencias y emociones extremas, de relatos dolorosos. Es ese “regalo” que ofrecen Alice y Aristide. 

En 2015 Alice tenía 23 años y era acróbata profesional. “Es hermoso ser voladora. Es hermoso hacer soñar a la gente”, resalta con voz suave y sonrisa irresistible. Entre dos giras ensayaba nuevos espectácu­los basados en la difícil técnica “de mano a mano”.

Aristide, su hermano que le lleva tres años, era jugador profesional de rugby en Italia. Los dos jóvenes se citaron con amigos el 13 de noviembre en el restaurante Le Petit Cambodge, a escasos metros de Le Carillon. Al no encontrar mesa disponible, hicieron tiempo en la acera.

“Yo estaba saboreando ese cosmopolitismo tan característico de ese barrio de París que me hacía mucha falta en Italia, cuando vi a un tipo con una ametralladora que brincó de un coche. Le hice un placaje de rugby a mi hermana y ambos caímos al suelo.

“Un proyectil me atravesó el brazo izquierdo”, precisa Alice. “Mi hermano buscó protegerme aun más con su cuerpo, pero en seguida sentí que lo habían herido y supe que era grave.”

Su voz suave se apaga unos instantes. “Paró la balacera. Me levanté en medio del caos. Mi hermano se veía muy mal. Mientras llegaban bomberos y médicos, mis amigos y yo nos relevamos para hablar con él y a veces había que abofetearlo para mantenerlo despierto. Lo logramos”, cuenta con su delicadeza recobrada. 

Aristide pasó días entre la vida y la muerte; sufrió cuatro riesgosas cirugías. El joven asegura que los cirujanos lo resucitaron. “Tuve una experiencia de muerte inminente. Es fuerte. Ahora asimilé ese momento, pero sigue ocupando demasiado espacio en mi ser”, refiere con serenidad.

La lista de sus lesiones impresiona: una bala le deshizo el tobillo izquierdo, otra la pierna y una tercera le pulverizó cinco costillas. Lo operaron del corazón y sufrió problemas cerebrales. A pesar de todo, hizo esfuerzos sobrehumanos para volver a jugar rugby. En 2017 se desplomó y acabó en un hospital psiquiátrico. Entendió que tenía que renunciar para siempre al deporte.

Después de varias operaciones y dos años de rehabilitación, Alice recuperó parte de su brazo izquierdo, sigue sin sentir su mano pero no renunció a su carrera de voladora ni al “sueño de hacer soñar a la gente”.

“Inventé nuevas figuras de acrobacia con mis compañeros de circo. Ahora me agarran por los pies…”, puntualiza con frescura juvenil.

Ahora Aristide se dedica a la fotografía y a la literatura. “Mis días son difíciles con este cuerpo abollado”, recalca sin amargura. Alice no lo dice, pero para ella no es fácil tampoco; sin embargo “ambos nos concentramos sobre lo que podemos hacer y no sobre lo que perdimos. Luchamos para avanzar y brindar parcelas de belleza a la gente. No luchamos contra una ideología. El odio no nos interesa.”

No es el caso de Olivier, herido en el brazo en Le Carillon, que llega ante la corte con prisa y rabia. “No tenía ganas de estar aquí”, aclara sin preámbulo. “Sólo vine para honrar la memoria de Sebastien, mi amigo muerto a mi lado después de haber recibido siete balazos”.

“Siete balazos…”, repite enfadado. Hace el ademán de alzar una ametralladora y apunta a los inculpados gritando siete veces: “Bang, bang, bang, bang, bang, bang, bang…”

Todo mundo queda petrificado. Olivier baja el brazo, mira a la corte y subraya: “En la funeraria se demoraron cuatro días para rellenar con cera todas las horribles llagas abiertas de su cuerpo”.

Crece la tensión en la sala del tribunal. Imperturbable, Olivier se desata contra el principal acusado del juicio. “Hay que hablar claro. El señor Abdeslam no es sino una escoria que busca dar grandeza a su existencia mediocre haciéndose pasar por un guerrero. Me hubiera gustado mil veces más verlo explotar con su chaleco bomba, como su hermano (muerto en el café Le Comptoir Voltaire la noche del 13 de noviembre). Eso nos hubiera ahorrado mucho tiempo a todos”.

Refiriéndose a una confusa alusión al diálogo, hecha por Salah Abdeslam, Olivier se dirige a Jean-Louis Périès y le advierte: “No hay que abrir el diálogo con el cáncer del islamismo. Cuando uno padece cáncer no dialoga con sus metástasis. Las metástasis se combaten y se aniquilan”.  

Reportaje publicado en el número 2347 de la edición impresa de Proceso, en circulación desde el 24 de octubre de 2021.

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