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Algo más sobre el Evangelio, el poder y AMLO

Si algo importante ha logrado es mostrar que el poder y el Evangelio son incompatibles y que el Estado, como lo mostró Illich, es el rostro de la corrupción del Evangelio y del mal que nos llama a repensarnos.
domingo, 21 de noviembre de 2021 · 15:04

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Uno de los grandes problemas de Occidente ha sido la interpretación del Evangelio como poder. No se encuentra en los cuatro evangelios. Tampoco en las primeras comunidades cristianas (Hch. 2, 42-47). Nació en el siglo IV cuando la Iglesia adquirió estatus oficial en el imperio romano y se volvió un poder que marcó al Estado moderno: una copia laicizada de la Iglesia imperial.

El Evangelio, sin embargo, además de ser lo contrario al poder, es su negación. Desde la Encarnación –la renuncia de Dios a su omnipotencia para hacerse carne y contingencia en el vientre de María–, pasando por la crucifixión –la muerte de ese Dios como un criminal juzgado por los poderes del sanedrín y del César–, hasta la resurrección –una tumba vacía, unas breves apariciones y el ascenso a los cielos como el de un globo de gas que suelta un niño en un parque–, nada hay en el Evangelio relacionado con el poder en el sentido de dominio del mundo, de la aplicación de la fuerza, de la criminalización y del derecho a decidir sobre los destinos de la gente. El propio Jesús huye cuando quieren proclamarlo rey (Jn. 6, 14-15)

Si algo había en Jesús era autoridad (cualidad de aumentar) (Mt. 7, 29), que suele confundirse con poder (cualidad de dominar), una autoridad que le venía de un amor nuevo, vinculado con la idea de la Encarnación que, según Iván Illich, ilustra la Parábola del Buen Samaritano: la respuesta de Jesús a la pregunta “¿Quién es mi prójimo?” (Lc. 10, 25-37).

Hasta antes del Evangelio, dice Illich, los seres humanos estaban constreñidos, por deber, a amar en los límites de su nación. Los griegos a los griegos, no a los xenoi (extranjeros), los romanos a los romanos, no a los barbaroi (bárbaros), los judíos a los judíos y no a los gentiles. La parábola, sin embrago, cambió la óptica: el auxilio que el samaritano (un enemigo de Israel) da al judío herido, introdujo la idea de que el prójimo no es aquel a quien se debe amar, sino a quien se elige amar, incluso un enemigo.

La Iglesia imperial, que leyó la parábola como un mandato de atender a todos los seres humanos, decidió, para preservar ese amor, institucionalizarlo, creando al lado del imperio, las primeras instituciones de servicio –casas para extranjeros, viudas, pobres…–. Con ello, al mismo tiempo que preservó ese amor, le quitó su carácter de libertad. Así, dice Illich, “la personal libertad de elegir quien ha de ser mi otro, se transformó en el uso del poder y el dinero para suministrar un servicio”: al sustraerle al amor el atributo de libertad que está en el acto del samaritano creó, junto con ello, “una idea impersonal de cómo debe funcionar una buena sociedad”.

Vuelto el prójimo una abstracción, la Iglesia imperial, luego, el Estado moderno, lo sometieron a todo tipo de cuidados que, al mismo tiempo que parecen bondadosos –servicios de salud, educativos, de transporte, de consumo…–, han generado un nuevo género de mal, el de una demanda cada vez mayor de servicios imposibles de satisfacer. Es el resultado de haber pretendido y continuar pretendiendo que, mediante la organización, la administración, la manipulación y la ley, el poder puede asegurar “la presencia social de algo que por su misma naturaleza sólo puede surgir de la libre elección de unos individuos que aceptaron la invitación de ver el rostro de Cristo en todo aquel a quienes ellos elijan”.

Este género de mal, que Illich resumió con una frase de San Jerónimo (s. IV) –“La corrupción de lo mejor es lo peor”–, tiene su clara ilustración en López Obrador.

AMLO llegó al poder con la pretensión de fundar una “república amorosa”. Su reciente discurso en la ONU lo reiteró. Sin embargo, al igual que cualquier hombre de Estado, mira al prójimo de carne y hueso como una abstracción llamada “pueblo” y, semejante a cualquier hombre de Estado, recurre al poder y al dinero para satisfacer sus demandas de servicio. La única diferencia es que, al llamar a eso “amor” y quererlo imponer, ha develado la “corrupción de la caridad” que está en el espíritu mismo del Estado.

El resultado, como era de esperarse, ha sido una aceleración profunda de “la corrupción de lo mejor” que ya estaba en germen desde que la Iglesia y el imperio destruyeron la libertad para volver a todos sujetos de cuidados. Su gobierno, en este sentido, lejos de remediar la pobreza, la ha aumentado; lejos de acabar con la corrupción, la ha exacerbado; lejos de salvar a la gente del sufrimiento y de la muerte, los ha acelerado –durante su administración de la “caridad” hay más muertos, destazados, torturados, desaparecidos y gente sin salud que ayer–. No ha logrado tampoco un gramo de justicia –sus índices de impunidad siguen siendo, como en el pasado, casi absolutos–. En síntesis, no ha logrado un gramo del amor y de la compasión que trajo el Evangelio al mundo. Él mismo, devorado por la frialdad del Estado y el resentimiento cristiano –del que Nietzsche dejó memorables páginas en La genealogía de la moral–, ha cultivado la exclusión, el odio y la ausencia de empatía.

Si algo importante ha logrado es mostrar que el poder y el Evangelio son incompatibles y que el Estado, como lo mostró Illich, es el rostro de la corrupción del Evangelio y del mal que nos llama a repensarnos.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.

Este análisis forma parte del número 2350 de la edición impresa de Proceso, publicado el 14 de noviembre de 2021, cuya edición digital puede adquirir en este enlace

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