Cultura

Hijos pintitos de tigre (I)

Francisco Ortega nace en la Ciudad de México y queda huérfano de ambos progenitores en la infancia, de manera que lo acoge el jesuita José Nicolás Maniau y Torquemada, llevándoselo a la Puebla de Los Ángeles.
domingo, 18 de julio de 2021 · 16:00

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En la columna anterior hablamos muy brevemente del poeta, editor, dramaturgo, periodista, senador, diputado constituyente, prefecto de Tulancingo y Conde del Valle de Oploca Francisco Ortega Martínez (1793-1849); sin embargo, la valía de sus faenas como educador, especialmente de su prole con seis hijos a cuál más destacado, merece una nota aparte, de la que se derivan derroteros melódicos de un interés histórico y artístico que nos regocija sobremanera poder traer a esta palestra editorial.

Podemos anticiparos, egregios lectores, que el material que vamos a compartiros es simiente de orgullo patrio y, por qué no decirlo, es un poderoso aliciente para cuestionarnos como padres, en cuanto a la hiper compleja tarea que enfrentamos cotidianamente para educar a nuestros vástagos ayudándolos a convertirse en ciudadanos responsables, y en seres conscientes cuyo paso por esta vida terrena contribuye a mejorar al país que los vio nacer y, sin que obste la hipérbole, coopera en la imperiosa necesidad de impedir que nuestro planeta acabe de aniquilarse por nuestra propia mano.

Incluso, en aras de concluir este exordio, podemos declarar que gracias a este excepcional tipo de mexicanos tenemos una nación medianamente civil y una democracia no tan exigua como la que se vivió en los arranques de esa vida independiente a la que tantos empeños le ha costado dejar atrás el pasado de esclavitud y coloniaje.

Y para que no se nos tilde de panegiristas sin sustento, a las pruebas nos remitimos y vosotros, leedores esclarecidos, podréis valorarlo por vosotros mismos.

Francisco Ortega nace en la Ciudad de México y queda huérfano de ambos progenitores en la infancia, de manera que lo acoge el jesuita José Nicolás Maniau y Torquemada, llevándoselo a la Puebla de Los Ángeles. A expensas de este personaje es que debe su sólida formación, misma que le permite descollar muy pronto en las letras y los conocimientos en general. Otra persona clave para su educación es Manuela Arindero, la encargada, por orden de Maniau, de inducir sus estudios en la urbe angelada. De ella es de destacar que tenía una ilustración muy superior a la de las mujeres de su época ya que, además de saber leer y escribir, nutría una encendida afición por los clásicos de la literatura hispana. Inyectadas de entusiasmo, le presenta a Francisco las comedias de Calderón de la Barca, Lope de Vega y Cervantes, fomentando para siempre su placer estético por la literatura y la dramaturgia.

Esa naciente inclinación por las letras también encuentra brasas para su cocimiento en el acceso a la biblioteca de Maniau. En ella descubre incunables y manuscritos inéditos que le abren el apetito intelectual y lo incentivan para acercarse inquisitivamente a la historia. En sus pesquisas librescas halla, por ejemplo, “cuatro tomos manuscritos de papeles curiosos” que habían pertenecido al ilustre poblano Mariano Veytia, de quien no tardará en procurarse más materiales para acometer –a lo largo de dos décadas– la primera edición de su Historia Antigua de México, que había quedado inconclusa.

En el Seminario Conciliar poblano Francisco estudia latín, filosofía y derecho civil y hace amistades con futuros próceres de la cultura patria; entre ellos, nada menos, que Manuel Carpio, con quien mantendrá un sólido vínculo afectivo a lo largo de los años y con quien compartirá los goces emanados de la lectura, goces que permearán magnificados en su actuación como jefe de familia.

Durante su permanencia en el seminario, Francisco cree que en su vida adulta habrá de dedicarse a la abogacía, y por ese motivo le pone fin a su permanencia en la Angelópolis; esa decisión entraña el regreso a la capital. Tiene ya 21 años y está a punto de conocer a la que será su única compañera de vida y la madre de sus hijos.

El panorama que halla en ese 1814 es, cuando menos, de alarma. Por un lado, se entera que Josefa Ortiz de Domínguez está recluida en el convento de Santa Teresa y que Agustín de Iturbide no ceja en su persecución a Morelos; por otro, allende la Mar Océana, que Napoleón Bonaparte ha abdicado y que lo único que le queda es el exilio. También lee que el infame virrey Félix María Calleja ha ofrecido recompensa por la captura, vivo o muerto, del Siervo de la Patria, decretando que todo pueblo que lo ayude será destruido y sus habitantes diezmados. Pero lo más acerbo es enterarse que Fernando VII ha reestablecido la Inquisición en los territorios americanos, empezando por la agonizante Nueva España. Aquí, se torna necesario que anotemos que el Tribunal de la Inquisición se había mostrado inflexible en condenar toda acción independentista. Ya fuera mediante la excomunión, la horca y los azotes en picota o en burro, todo su poder se confabuló para disuadir a los insurrectos, como en el caso de los curas Hidalgo y Morelos. A este último le cae un fallo en estos términos: “el presbítero don José María Morelos es hereje formal, fautor de herejes, perseguidor y perturbador de la jerarquía eclesiástica, profanador de los santos sacramentos, cismático, lascivo, hipócrita, enemigo irreconciliable del cristianismo, traidor a Dios, al rey y al Papa”.

Mas volvamos a la senda íntima de Francisco, ya que a pesar de haberse empeñado en estudiar leyes no acaba de convencerse de que en ellas resida su verdadera vocación. Se matricula entonces en el Seminario de Méjico y obtiene, mediante recomendación de su mentor poblano, un puesto de ayudante en el despacho de abogados de Manuel de la Peña y Peña, próximo presidente interino, por dos ocasiones, de la nación.

Con la subsistencia asegurada le pone fin a su estancia en el tétrico seminario, descubriendo un nuevo horizonte como funcionario público y, sobre todo, como escribidor y vate de tiempo completo. Es ahí, durante esa transición profesional, que aviene su encuentro con María Josefa del Villar y Arce (1795-1866), una muchacha también huérfana, aunque de muy buena familia, que había pensado en meterse de monja pero que después de vivir las anomalías del convento decide exclaustrarse.

La boda tiene lugar el 4 de abril de 1819 en el Sagrario de Catedral, y a partir de ahí la interacción de ambos para componer un hogar y crear una familia es asombrosamente funcional. En cadena los nacimientos de la prole y los logros profesionales se suceden, como eslabones de una misma cadena. En 1820 nace el primogénito, Eulalio, quien descollará como abogado y literato (será uno de los miembros más jóvenes de la Academia de Letrán, cofradía donde surge nuestro nacionalismo literario). En 1821 Francisco celebra la declaración oficial de la Independencia presentando en el Teatro Principal su melodrama Méjico Libre (lamentablemente la partitura de José María Bustamante está extraviada); pero ya antes había publicado una oda para el ingreso del Ejército Trigarante a la capital y estaba próximo a colegir una elegía por la muerte “civil” de Iturbide al proclamarse Emperador. En 1822 nace el segundo hijo, de nombre Francisco, que será un médico insigne que ocupará la dirección de la Escuela de Medicina. En 1825 ve la luz Aniceto de los Dolores, el tercer vástago, de quien nos ocuparemos en la siguiente entrega, mas de quien podemos adelantar que será uno de los verdaderos protohombres que tuvieron influencia en la forja de la nación, tanto en lo científico como en lo cultural.

Por cuestión de espacio debemos omitir la mención explícita de los siguientes herederos, mas consignamos que hay un cuarto, Crescencio, una quinta, Isadora –que se maridará con el doctor Rafael Lucio y será una dama políglota y amante de las artes–, y un sexto, Lázaro, que también ejercerá como médico.

Acercándonos a los inusuales méritos de educador de Francisco, es menester que anotemos que él y María Josefa les enseñaron las primeras letras a sus hijos y que adosadas a ellas les inculcaron el cultivo obligatorio de alguna de las Bellas Artes –especialmente la música, cuyo embrujo será muy eficaz en la formación de la personalidad de la prole–, el aprendizaje de un oficio y el estudio de una profesión. Así, por dar un ejemplo, Aniceto será médico, pianista, compositor, carpintero y ebanista… Guillermo Prieto nos lo corrobora: “El Sr. Ortega y su esposa se habían consagrado con religioso empeño a la educación de sus hijos, y para crearles atractivos dentro de su casa, les habían procurado una mesa de billar y lecciones de música. Con sagacidad benéfica habían atraído a su casa a jóvenes que cultivaban las letras y había establecido una imprenta en los bajos de la casa, para que sus hijos aprendieran ese arte: de suerte que, desterrado el ocio, con encantos de trabajo, la amistad con su pureza, la música con sus seducciones y con amabilidad y sabiduría los Ortega concurrían con el mejor éxito al perfeccionamiento de la educación de sus hijos.” Adicionalmente, sabemos que Francisco era un melómano ferviente, amante en especial de Rossini... (Os proponemos la escucha de alguna obra rossiniana, disponible en el código QR impreso).   

Reportaje publicado el 11 de julio en la edición 2332 de la revista Proceso cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

 

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