Julio Scherer

Séptimo aniversario luctuoso de don Julio: Ante el periodismo, “entrega total, lealtad absoluta”

Anne Marie ­Mergier, corresponsal de este semanario en París, rememora a Julio Scherer, director fundador de Proceso, quien murió el 7 de enero de 2015 y con quien mantuvo una estrecha relación basada en la amistad entrañable, el intenso debate intelectual y la pasión compartida por el periodismo.
viernes, 7 de enero de 2022 · 07:18

“Cuando me hablaba de los males endémicos que gangrenan a México, su voz llegaba a temblar de coraje, los rasgos de su rostro se tensaban, fruncía el ceño, sus manos se crispaban. Su cuerpo hablaba tanto como su voz. En realidad, sufría. México le dolía”. Anne Marie ­Mergier, corresponsal de este semanario en París, rememora a Julio Scherer García, director fundador de Proceso, quien murió el 7 de enero de 2015 y con quien mantuvo una estrecha relación basada en la amistad entrañable, el intenso debate intelectual y la pasión compartida por el mismo oficio: el periodismo. Entre los recuerdos de Anne Marie se asoma el periodista que don Julio fue: implacable a la hora de mostrar los hechos, por descarnados que éstos pudieran ser.

PARÍS (proceso).- 7 de enero de 2015. Mediodía. Un hombre grita: ¡No! mirando fijamente la pantalla del televisor. El dueño de la pizzería sube el volumen del sonido. La voz alterada de un reportero desgarra el silencio sepulcral que envuelve ahora la sala del restaurante. Nos quedamos todos petrificados viendo las imágenes del despliegue policiaco que rodea una callecita parisina y sus alrededores.

Es la calle Nicolas Appert donde Charlie Hebdo tiene su sede. Terroristas islámicos acaban de perpetrar un atentado contra el semanario satírico. Dos hombres encapuchados salieron del edificio de Charlie blandiendo sus metralletas y aullando: “¡Vengamos al profeta Mahoma!”, antes de huir en un auto.

Me encuentro en Biarritz buscando las huellas de Porfirio Díaz, quien solía veranear en ese elegante balneario del país vasco galo durante su exilio en Francia. Uno de los historiadores de la ciudad acaba de señalarme que una de las mansiones alquiladas por el dictador se convirtió a mediados del siglo pasado en una tétrica casa de citas.

Justo antes de enterarme del ataque contra Charlie Hebdo me estaba preguntando si a don Julio le iba divertir la anécdota o si la iba a encontrar demasiado trivial.

El atentado borra su hipotética sonrisa y cancela el reportaje. 

Me subo al primer tren para París. Prendo mi celular. Un mensaje me salta a la vista. Hoy no recuerdo quién me lo mandó ni en qué términos me anunció el fallecimiento de don Julio. Sólo recuerdo una borrasca helada y un inmenso vacío.

Lo sabía hostigado por muchos males, entrando y saliendo de hospitales, aguantando estoico o furioso achaques despiadados. Pero egoístamente necesitaba saberlo vivo.

En febrero de 1977 don Julio hizo mucho más que abrirme la puerta de Proceso. En verdad me ayudó a dar sentido a mi vida.

Aprendí el oficio de reportera en la ruda Redacción de Fresas 13 bajo su vigilancia intransigente y sólo empecé a cobrar existencia a sus ojos cuando intuyó que para mí el oficio se había convertido en pasión y que estaba dispuesta a sacrificarle no todo, pero sí bastante. Era lo que se exigía a sí mismo e implícitamente era lo que exigía a cada uno de nosotros en esos tiempos antediluvianos. Entrega total y lealtad absoluta.

Anne Marie. Don Julio, una ausencia presente. Foto: Francisco Daniel.

En el vagón del tren los pasajeros sólo hablan de Charlie Hebdo. “Una carnicería”, “Mataron a toda la Redacción de Charlie”, “Hay sobrevivientes”, “Siguen sin dar con los terroristas”.

Sus voces angustiadas. La violencia y la muerte que brotan en cada una de sus palabras. Los periodistas y los caricaturistas de Charlie asesinados. Don Julio fallecido…Todo se mezcla. Todo se confunde…

Por la ventana del tren desfila a toda velocidad el lúgubre paisaje invernal. Huye tan rápido como se va la vida.

A don Julio le hubiera brincado esa última frase. “Suena a bolero, señora. Demasiado cursi. ¿Qué le pasa?”.

Me es imposible evocar la partida de don Julio sin pensar en Charlie Hebdo y cada vez que se alude a la sangrienta irrupción de los hermanos Kouachi en las oficinas del semanario, reaparece la silueta fantasmagórica de don Julio despidiéndose con un gesto tímido de la mano.

Sí. Un gesto tímido.

“Aunque no lo crea soy más tímido que usted”, me aseguró cuando empezamos a tejer lazos de amistad.

–¡Qué bien disimula, don Julio!

–No disimulo. La timidez no es problema para quien sabe domarla. Voy aprendiendo…

Nos divertimos comparando nuestras estrategias para encarar la timidez. Don Julio insistía sobre el arte casi marcial de dominarla y yo sobre la manera de engañarla cada vez con más sorna.

Charlie Hebdo. La barbarie dejó de ser abstracta. Foto: AP / Michel Euler

“Las fuerzas del espíritu”

El 2 de septiembre de 2020, al sentarme en la inmensa sala de la Corte Penal Especial del Palacio de Justicia para asistir al primer día del juicio de Charlie Hebdo, me asedia una extraña sensación. Percibo como una presencia a mi lado. Inasible y palpable. Algo de él. La palabra “esencia” me viene a la mente… Sí, algo como su esencia.

Don Julio me miraba con una mezcla de indulgencia y perplejidad cuando aludía a mi “relación” con los difuntos.

“Los muertos, muertos son, señora”, decía irónico, fingiendo ser sentencioso.

“Para usted quizás. Para mí, no, don Julio”, contestaba obstinada.

Ese dialogo se repitió durante años, oscilando entre rito y “broma secreta”. Fue François Mitterrand quien lo interrumpió.

El 31 de diciembre de 1994 el presidente francés, extenuado por su lucha contra el cáncer, presenta por última vez sus “mejores deseos” a los franceses para el Año Nuevo. Sobrecoge su rostro hierático labrado por la enfermedad, desconcierta la conclusión de su breve alocución televisiva.

“Creo en las fuerzas del espíritu y no los dejaré”, confía, solemne y enigmático. Articula cada palabra. El tono de su voz es crepuscular.

Mitterrand murió el 8 de enero de 1996 a la una y media de la mañana, hora de París. Es decir, el 7 de enero a las seis y media de la tarde, hora de México.

–¿Mitterrand se despidió de los franceses con esas palabras? –Preguntó don Julio cuando le describí la escena–. ¿Habló de las fuerzas del espíritu…?

–Textualmente.

–¿No era ateo?, indagó después de unos instantes.

–Hasta donde se sabe, era agnóstico…Pero Mitterrand era una esfinge.

–Le gustan a usted las fuerzas del espíritu, comentó sarcástico.

–¿A usted no?

–Dudo de su existencia.

–¿Le gustaría que existieran?

–No creo, señora, no creo.

Me sorprendió. Lo esperaba más categórico, pero se veía pensativo.

Nunca más volvió a bromear sobre mi relación privilegiada con los difuntos.

Por eso no me siento del todo ilegítima al mencionar la presencia de don Julio a mi lado el 2 de septiembre de 2020.

Sé que ese juicio le hubiera importado. Tan absoluta era la aversión que le inspiraba la impunidad, tan mutilado le parecía ese México desprovisto de justicia.

La obscena realidad

Cuando me hablaba de los males endémicos que gangrenan a México nunca lo hacía de manera abstracta. Su voz llegaba a temblar de coraje, los rasgos de su rostro se tensaban, fruncía el ceño, sus manos se crispaban. Su cuerpo hablaba tanto como su voz. En realidad, sufría. México le dolía.

El estado del mundo lo apasionaba, lo excitaba intelectualmente, lo indignaba, lo enojaba, pero no le dolía personalmente como le dolía México. Tenía una relación física, a flor de piel, sensual con México. No perdonaba a quienes no respetaban la dignidad de México.

No hablaba “de atentado contra la democracia”. Se burlaba de ese tipo de frases estereotipadas que olían a “lemas”. En nuestras pláticas siempre se refería a México como un ente y a los mexicanos como seres de carne y hueso.

La difusión el 4 de septiembre de 2020 de las imágenes de los terroristas asaltando a Charlie Hebdo y de la sala de Redacción convertida en zona de guerra después de la masacre, es insostenible.

Más que nunca siento a don Julio presente. La barbarie deja de ser abstracta. En la inmensa pantalla de la sala del tribunal aparecen primero los yihadistas filmados por cámaras de vigilancia y celulares, luego los cuerpos trágicamente enlazados o solitarios de los muertos y heridos de Charlie, las paredes de la sala de Redacción manchadas de sangre, acribilladas, los cristales de las ventanas rotos, los muebles volcados. Todo filmado por la policía científica. Me estremezco. Me imagino a don Julio viendo la escena sin parpadear.

La crudeza de las fotos de cadáveres de víctimas ejecutadas por narcotraficantes, policías o militares en México, tan a menudo publicadas en Proceso, me chocaban y me siguen chocando. Don Julio se enojó como nunca antes cuando le hablé de esa ­exhibición obscena.

“Obscenos son los asesinos. Obscena es la realidad. Esconderla es hacer el juego de los asesinos”, contestó tajante.

–Los asesinos buscan aterrorizar. ¿Acaso publicar en Proceso imágenes de cuerpos tirados en terrenos baldíos como vil basura no sirve a su propaganda? 

–¿Qué propone? ¿No publicar esas fotografías y hacer como si nada? Esa es la realidad de México. Masacre e impunidad. Dígame lo que Proceso debe hacer con esa realidad. La escucho. 

Sus ojos se clavaron en los míos…

–Reconozco el dilema –concedí–. Pero temo que la acumulación de fotos de ese tipo, además de atentar contra la dignidad de los muertos, resulte contraproducente. 

Se sobresaltó más furioso aún.

–¿Proceso atenta contra la dignidad de las víctimas? ¿Es usted la que me dice eso a mí? No, señora, Proceso denuncia con fotos y contextualiza con textos. No se confunda. Me desgarran tanto como a usted esos muertos. Y no se equivoque: estoy plenamente consciente del dilema. Pero los dilemas se deben resolver a como dé lugar. Cuando se presentan dos imperativos absolutamente antagónicos, se privilegia a uno y se sacrifica al otro. Suena sencillo, pero puede romper el alma.

Le fascinaba discutir, argumentar, provocar, acorralar a su interlocutor. Le encantaba sentir resistencia, pero más aún tener la última palabra.

Pensándolo bien estoy convencida de que don Julio disfrutaba la dosis de adrenalina que le inyectaban los dilemas. Lo estimulaban a la vez que lo atormentaba sopesar los pros y contras, y acabar decidiendo.

Me confesó haberse equivocado más de una vez y en varias ocasiones con graves consecuencias. También me confesó no haber tenido siempre el valor de reconocer equivocaciones. Me prometió detalles. Pero se le olvidó.

Julio Scherer en su estudio. Foto: Ulises Castellanos

El mal y el perdón

Oír los testimonios de los sobrevivientes de Charlie Hebdo ante la Corte Penal Especial es otra prueba difícil del juicio. 

A lo largo de tres minutos que les parecieron horas infinitas, periodistas y caricaturistas se encontraron cara a cara con el mal absoluto. Cinco años después dejan que broten del más hondo de su ser palabras tan incandescentes como brasas que arden durante días en la Corte Penal Especial.

–El mal, señora, el mal… Perpetrarlo u ordenar que se perpetre. Gozarlo inclusive… No me explico el mal. No me lo explico. No lo acepto. No lo concibo. Tampoco concibo que se pueda perdonar a quien ejerce el mal. No lo concibo. Me ofende quien habla de perdón.

–En Sudáfrica y en Ruanda se dieron largos y complejos procesos de reconciliación, le repliqué.

–No me convencen. ¿Usted encontró personalmente a víctimas que perdonaron a sus verdugos en Sudáfrica? ¡Cuidado! Digo: personalmente. 

–No. Pero conocí en Ruanda y en Francia a víctimas que superaron el odio.

–¿Qué significa superar el odio, señora?

–Integrarlo. No dejarse llevar por él. Dejar que se desvanezca poco a poco, que se diluya, que pierda fuerza, que pierda sentido.

–¿Eso le explicaron las víctimas?

–Así es. Una me dijo: “Finalmente le quité al odio las riendas de mi vida”.

–¿Le creyó? ¿Les creyó?

–Sí.

–¿Cómo puede estar tan segura?

–Una de ellas perteneció a mi familia. Y creí en las demás porque algo las emparentaba a todas.

–¿Qué tenían en común?

–Una fuerza muy peculiar. Nada mágico ni sobrenatural. Algo distinto. Algo arraigado.

Recuerdo esa conversación como si hubiera ocurrido ayer. Estábamos sentados en un saloncito austero, bastante descuidado, escondido en el primer piso de la entonces Fonda Santa Anita, a unos pasos de Proceso. Pedí un tequila, don Julio un jugo de naranja con mucho hielo.

–¿Ese familiar le heredó a usted el olvido del odio? –Insistió.

–Nunca hablé de olvidar el odio. Hablé de superar el odio.

Don Julio bebió su jugo a sorbos. Lenta, muy lentamente. Se quedó mirando su vaso mucho tiempo.

“Sé que me moriré sin haber perdonado”, dijo finalmente. “Sin haber experimentado el perdón –precisó–. Y eso no me atormenta. No superé el odio. Ni me interesa hacerlo. Lo integré, como dice usted”.

Me sonrió a la vez desafiante, amistosamente burlón y muy cómplice.

En el juicio de los atentados de Charlie Hebdo un solo testigo mira de frente a los acusados encerrados en su jaula de cristal. Es la viuda de Michel Renaud, invitado por el director del semanario a celebrar el principio de año con todo su equipo de alegres contertulios.

Se llama Gala. Es oriunda de Bielorrusia. Su marido fue uno de los primeros en morir acribillado. Al final de su testimonio Gala se dirige a los acusados.

“No sé cuál es su grado de responsabilidad en esta barbarie”, les dice con su dulce acento eslavo. “Lo dirá la justicia. Yo sólo puedo asegurarles que les tengo?compasión”.

Sé que, de escucharla, don Julio hubiera pensado en Dostoievski, como lo hice yo, y que me hubiera preguntado si la creía sincera.

Le hubiera contestado que sí.

 

Texto publicado en la edición 2357 del semanario Proceso, cuya versión digital puedes adquirir aquí.  

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