Egipto

El arte egipcio que perdimos: Y si Maximiliano no hubiera muerto...

Es como un cuento de Las mil y una noches, pero existió: Hubo un día en que grandes tesoros históricos y arqueológicos del antiguo Egipto, propiedad del archiduque de Habsburgo, estuvieron cerca de integrarse al patrimonio museístico de México.
domingo, 19 de junio de 2022 · 12:21

Es como un cuento de Las mil y una noches, pero existió: Hubo un día en que grandes tesoros históricos y arqueológicos del antiguo Egipto, propiedad del archiduque de Habsburgo, estuvieron cerca de integrarse al patrimonio museístico de México. La historia la ha reconstruido y documentado el egiptólogo mexicano Gerardo Taber, a cargo desde hace 10 años de la Sala de Egipto en el Museo Nacional de las Culturas del Mundo, en Moneda 13, a un costado de Palacio Nacional. La contó en un libro de la UNAM y la recuenta hoy en entrevista con Proceso.

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).–Detenida por meses en el puerto de Veracruz, una colección de más de mil 500 piezas originarias de Egipto aguardaba a ser desembarcada para nutrir el Museo Público de Historia Natural, Arqueología e Historia, ubicado en la Antigua Casa de Moneda de la Ciudad de México.

Era uno de los sueños con los que Maximiliano de Habsburgo quería colocar al país entre las potencias mundiales de las ciencias y las artes.

El “hubiera” no existe, aclara puntual el egiptólogo Gerardo Taber, responsable de la Sala de Egipto en el Museo Nacional de las Culturas del Mundo (MNCM) del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH)… Pero si aquellos tesoros hubieran desembarcado en 1867, México habría entrado en la tradición de la egiptología y sería poseedor de un rico y único acervo.

Precisamente en las salas de Egipto de dicho recinto, donde el arqueólogo es responsable del estudio, museografía y conservación de una colección “nada desdeñable” de 150 piezas que posee nuestro país, relata que la historia del acervo del emperador austriaco circulaba en varias versiones –“era casi una leyenda urbana”–, pero el investigador se propuso desentrañarla y la presentó hace unos siete años en un coloquio sobre el Segundo Imperio.

Finalmente se publica en el libro Repensar el Segundo Imperio mexicano. Miradas convergentes desde la literatura, la historia y el arte, editado por Belem Clark de Lara, Raquel Mosqueda Rivera, Pamela Vicenteño Bravo, Luz América Viveros Anaya y Ana Laura Zavala Díaz, publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México, en agosto del año pasado.

Ahí, en el capítulo “El sueño universalista de Maximiliano I de México. Dioses, faraones y jeroglíficos egipcios en el Anáhuac”, Taber detalla el episodio que narra en entrevista con Proceso:

“El museo donde estamos se fundó gracias a Maximiliano de Habsburgo, porque el Museo Nacional no estaba originalmente en este edificio, sino en el de la Real y Pontificia Universidad, que ya no existe, estaba donde está la Suprema Corte de Justicia de la Nación.”

Cuando el emperador llega y ve que en el inmueble de la calle de Moneda 13 ya no existía la antigua Casa de Moneda, piensa en refundar el museo nacional y llevar piezas mexicas, teotihuacanas y, como había visitado Egipto de joven –“en el gran tour que hacían todos los nobles europeos”–, considera hacer venir su colección de ese país y de otras culturas, porque deseaba un museo universal.

En el libro, que se entrelaza aquí con la entrevista, cuenta que antes de la llegada de Ferdinad Maximilian Joseph Maria von Österreich von Habsburgo-Lothringen (1832-1867) hubo varios cambios de gobierno en aquel país situado al norte de África. Y Maximiliano había viajado por diferentes países, pretendiendo “ampliar sus horizontes culturales”.

Era una época, destaca el investigador, en la cual no existían museos en Egipto y campeaba el saqueo, escribe:

“… el antiguo Egipto se convirtió en el centro de interés de los europeos, fenómeno que tuvo repercusiones en las artes plásticas, la arquitectura y la literatura, ya que se despertó una fascinación por el medio oriente en general y por todos los temas de la antigüedad. Sin embargo, dicho interés por la tierra de los faraones también despertó una voracidad por apropiarse de sus obras; de tal manera que en el siglo XIX comenzó el saqueo indiscriminado de aquella tierra. Por desgracia estos expolios fueron tolerados por el propio gobierno egipcio al mando del autoproclamado khedive Muhammad Alí Pasha al-Mas’ud ibn Agha (1769-1849), quien utilizó los sitios y piezas arqueológicos como moneda de cambio para granjearse favores y negocios con las potencias europeas…”

Añade en la entrevista que el joven egiptólogo francés Jean François Champollion (1790-1832) advierte a Muhammad Alí que se debe hacer algo para detener a los europeos que están saqueando al país. Él indica a su sobrino (Muhammad Sa’id), que queda como rey de Egipto para que se emita un decreto (15 de agosto de 1835), que impida ya la exportación de obras, y se ordena la creación de un museo. Entonces se llevan cientos de piezas a los jardines de Azbakeyaen –“que es como el Chapultepec de El Cairo”– y luego pasan a la Ciudadela de Saladino.

Ese es el contexto, dice el investigador, en el cual Maximiliano llega a aquel país: “El khedive de Egipto y Sudán recibió al archiduque –y sus regalos– en esa visita de Estado en 1855”.

Lo que sigue resulta increíble, parecida a la extendida y persistente creencia de que Moctezuma cedió su trono a Hernán Cortés:

Cuenta el autor que cuando el gobernante egipcio “observó que Maximiliano quedaba maravillado con los milenarios artefactos del pasado faraónico, le obsequió el resto de las piezas que se resguardaban en la ciudadela”.

Explica:

“Evidentemente, Sa’id tomó esta decisión con el objetivo de ganarse el aprecio y los posteriores favores de los Habsburgo y el Imperio Austriaco, que en esos momentos se perfilaba como una de las potencias europeas más importantes…”

Así, enfatiza en la charla el egiptólogo, la colección que sería para el primer gran museo egipcio es regalada a Maximiliano y “obviamente él no va a decir no, y se la lleva a Trieste, donde en 1856 ordenó la construcción de su castillo de Miramar”. Aunque también –pues era amante de las culturas antiguas y sus producciones– adquiere por su parte algunas obras.

Ya en su país contactó al egiptólogo austriaco Leo Simon Reinisch (1832-1919) para hacerse cargo del acervo y él publicó un análisis de las piezas más importantes en una obra que le hizo acreedor a la medalla de oro de arte y ciencia, y estrechó su amistad con el archiduque. Al especialista le encargaría posteriormente el proyecto en México.

Hacia ultramar

En América se desarrollaba también un interés por Egipto, pero debido fundamentalmente a las culturas prehispánicas, a las cuales se llamó en francés L’Égypte américain, tanto por estudiosos y científicos mexicanos como galos que “buscaban recolectar la mayor cantidad de información con el fin de tener un mejor control sobre el territorio mexicano en su afán de expansión colonialista…”.

Cuando Maximiliano en otro inconcebible hecho  es invitado por los conservadores a ser emperador de México, crea sociedades científicas y artísticas. Se propone, asimismo, reorganizar el Museo Nacional Mexicano, que existía ya para entonces gracias al trabajo del historiador Lucas Alamán, quien logró que así lo dictara el primer presidente Guadalupe Victoria en un acuerdo el 18 de marzo de 1825. Cita a la historiadora Esther Acevedo, quien rescata un periódico del 12 de noviembre de 1863 llamado El pájaro verde, donde testimonia que resguardaba ya a la Coatlicue y la llamada piedra de los sacrificios, entre otras antigüedades mesoamericanas.

El emperador escribe a su hermano Francisco José (1830-1916), emperador de Austria, para que le envíe sus colecciones egipcias. Le encarga al ministro de Instrucción Pública y Cultos, Francisco Artigas, un proyecto de decreto con las bases y reglamentación para el “establecimiento que estará bajo mi inmediata protección”. Y entre 1865 y 1866 pide el proyecto de egiptología a Reinisch, quien regresa “al país del Nilo”.

Y aunque –sigue en su escrito Taber– las condiciones ahí ya eran distintas pues había otro gobierno interesado en la protección de su patrimonio arqueológico, el asesor de Maximiliano logra adquirir en enero de 1866 unas mil 200 piezas para México, al costo de 29 mil 728 florines en plata y 7 mil 676 billetes de banco.

A Taber sorprende el precio relativamente bajo por el cual adquirió tal cantidad de objetos reunidos por Reinisch, quien cumplida su enmienda se embarcó hacia América –“al parecer sería el primero de su tipo en hacerlo”–. Ya en la Ciudad de México, como secretario particular de Maximiliano, éste le pidió investigar sobre las lenguas indígenas por su facilidad para los estudios lingüísticos.

Pero “cuando el Cerro de las Campanas se tiño con la sangre de Maximiliano, el 19 de junio de 1867” –hace 165 años–, los intelectuales que colaboraban con el Segundo Imperio buscaron su sobrevivencia, los proyectos se abandonaron y Reinisch volvió a Austria, donde se incorporó como profesor a la Universidad de Viena.

Y cita a Helmut Satzinger acerca del destino de las obras compradas para México:

“El buque que las transportó ya estaba en el puerto de Veracruz al tiempo que Maximiliano era fusilado, por lo que se le ordenó regresar a Trieste. Este patrimonio adquirido era, evidentemente, propiedad privada del emperador Maximiliano y fue adjudicado en herencia a sus padres (Franz Karl y Dorothea Sophie), y después de su muerte a sus hermanos sobrevivientes (Franz Joseph, Karl Ludwig y Ludwig Viktor) (…) En cualquier caso, la historia de la colección Miramar nos remite a un personaje que también está estrechamente vinculado a la Colección Imperial de Viena, como uno de sus magnánimos donantes.”

A decir de Taber la colección se quedó embodegada en el castillo de Miramar, hasta que entre 1871 y 1891 se construye y acondiciona el Kunsthistorisches Museum (Museo de Historia del Arte) de Viena, enriquecido con la colección de Ferdinand Maximilian:

“Pienso que es una de las colecciones más antiguas. E imagino que cuando Maximiliano entró a este edificio y vio estas salas, pensó en poner piezas egipcias, mesoamericanas, de otras culturas y crear un museo universal, un museo del hombre, de la antropología, aunque ésta no existía como tal todavía. Ya se tenía esa visión, desgraciadamente por las situaciones y los vaivenes políticos, no pudimos tener eso, pero es parte de la historia.”

Museo Global

Cuando el libro sobre el Segundo Imperio se presentó, muchos se sorprendieron de esta historia, dice Taber, porque aunque había algunas menciones en catálogos o algún artículo, no se conocía a detalle, si bien existen las evidencias y la documentación. Considera que en su momento el presidente Benito Juárez ni se enteró que la colección estaba en Veracruz.

México fue conformando años más tarde la suya propia, expuesta en tres salas del MNCM, que a diferencia de las que se integraron en Europa en el siglo XIX en el Museo Británico, de Londres, o del Louvre en París, por ejemplo, a decir de Taber no es resultado del expolio y la expansión colonialista, sino de intercambios y donativos.

A manera de anécdota, narra que en el siglo XIX y principios del XX era común todavía que tanto gobiernos nacionales o municipales en Europa, incluso particulares, fueran a Egipto a escarbar en zonas arqueológicas o a comprar piezas. Se llevaban momias aún dentro de sus sarcófagos, y era legal; luego organizaban lujosas cenas o fiestas donde al final abrían el sarcófago e iban desvendando a la momia. Y cada vez que aparecía un amuleto todos aplaudían –“era un evento de socialité”–, y después las momias quedaban arrumbadas por ahí en buhardillas.

Ahora hay más interés y conciencia de la preservación, destaca al hablar del proyecto The Global Egyptian Museum (Museo Global Egipcio), una iniciativa del Consejo Internacional de Museos (ICOM, por sus siglas en inglés). En su sitio en internet ­calcula, “en una primera estimación”, que hay más de 2 millones de objetos egipcios en 850 colecciones públicas dispersas en 69 países. Y el propósito del website es reunirlos en un museo virtual que pueda ser visitado en cualquier momento.

El egiptólogo, que en sus inicios trabajó en el Proyecto Templo Mayor con el arqueólogo Leonardo López Luján, dice que lo esencial para los estudiosos es poder reunir los fragmentos de obras desperdigadas, por ejemplo: es común que una pieza haya sido cercenada en cuatro partes, una esté en el Museo Británico, otra en el Louvre, una más en El Cairo y la última en Berlín. Cada uno da su interpretación de los pedazos, y ahora se podrá reintegrar virtualmente con “la bendita tecnología digital” y analizar la obra completa.

Su proyecto, como responsable de la colección egipcia del INAH, es inscribirla en ese museo global. De otra parte, creó el proyecto Kemet en Anáhuac. El Egipto Faraónico en México, a través del cual una comunidad de académicos contribuye a la difusión de la cultura egipcia con cursos, talleres, conferencias y otras actividades. Y se puede obtener la información en sus redes sociales.

Se le pregunta a manera de cierre si ya vio la exposición Tesoros de Egipto, recientemente inaugurada en el Palacio de Minería, donde se muestran 200 réplicas de algunos importantes museos. Responde que aún no, pero recomienda acercarse al conocimiento de esa antigua y fascinante cultura, yendo ahí y/o al MNCM, en el cual la mayor parte de su acervo es ­auténtico.  

Reportaje publicado el 12 de junio en la edición 2380 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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