Cine

"La última película"

El descubrimiento del celuloide, del encanto del cinematógrafo, ocurre justo cuando el paso al cine digital es ya un hecho; lo importante no es la nostalgia de las películas de ayer.
sábado, 27 de mayo de 2023 · 08:37

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Título y tema, un viejo cine, amistad entre el proyeccionista y un niño que descubre la magia del cine, provocan recelo, el de enfrentarse de nuevo a la desmayada nostalgia de un arte amenazado de extinción, tan explotada desde Cinema Paradiso (Tornatore, 1988); que Pan Nalin, cineasta indio conocido por Samsara (2001), escriba y dirija The Last Film Show (Chhello Show; India-Estados Unidos-Francia, 2021) sólo podría significar: o que vendió la idea de ofrecer un remake más exótico, o que se proponía renovar la idea. 

El esquema de base es el mismo que el de Tornatore, relato de aprendizaje y descubrimiento de una vocación, pero Pan Nalin se apropia de la historia gracias a su contenido autobiográfico; al igual que Samay (Bhavin Rabari), el protagonista, el director es originario de Gujarat, estado rico en historia; la cinta está hablada en gujarati, su lengua natal, derivada del sánscrito; el héroe también procede de una familia de brahmanes pobres para los que el cine estaría prohibido, en principio; el padre de Samay tiene una tienda de té, y el niño, de nueve años, vende la bebida en las vías del tren.  

La carga autobiográfica impone una distancia necesaria que exige evitar el sentimentalismo. La última película lo logra. La vitalidad de Samay y de su grupo de amigos, sus travesuras y apetito de vida se libran del riesgo neorrealista pese a las referencias a Satyaji Rai, como sería la insoportable contradicción que impone el privilegio de una casta, la de los brahmanes, condenados a la pobreza (Truenos distantes, 1973). La religión castrante que en Cinema Paradiso representaba el cura del pueblo que le imponía al proyeccionista cortar escenas de besos, la representa el padre de Samay, atrapado, él mismo, en el prejuicio de la casta.

En La última película, el descubrimiento del celuloide, del encanto del cinematógrafo, ocurre justo cuando el paso al cine digital es ya un hecho; lo importante no es la nostalgia de las películas de ayer: para Pan Nalin, los autores que cita desde el inicio (Kubrick, Tarkosvski, Malick, David Lean, Sergio Leone, y todo el conglomerado de Bollywood y de Tollywood –las dos regiones de la mega producción del cine de la India–), siguen vivos y ocupan un lugar en el firmamento. El nombre del cine donde Samay acude por primera vez a ver una película es Galaxia, universo que se abre para el niño, a quien el aparato de proyección funciona como un telescopio para explorar ese infinito que no deja de expandirse ante sus ojos. 

A la dimensión contemplativa de Samay (nombre que significa “tiempo” en su lengua), y la fascinación que despierta en él cuando descubre el tema de la luz –energía en la que quisiera convertirse pese al cinismo del proyeccionista para quien esa luz es mera ilusión para entretener a la gente–, se contrapone la materialidad del celuloide con el que Samay y sus amigos juegan cuando roban latas de películas; tiras de celuloide sirven de lentes, de pulseras, o se acumulan en amasijos a manera de serpientes o intestinos. Aún más importante, la reinvención de los niños para crear un proyector. Así como la Galaxia de Gutenberg podría terminar (pero no el libro), la galaxia del celuloide acabaría (pero no el cine). 

Texto publicado en el número 2429 de la edición impresa de Proceso, en circulación desde el 21 de mayo de 2023. 

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