Del extraño entierro del Quijote en Guanajuato...

domingo, 16 de octubre de 2016 · 10:43
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En un lugar de Purísima del Rincón, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que fue enterrado quien en vida fue un hidalgo de los de lanza en astillero. Quien cavó su tumba ahí tuvo a bien ordenar un novenario, misas los domingos y una marcha para prohibir a los demás que se casaran. Había nuestro sepulturero ostentádose como gobernador del estado de Guanajuato, en el que –como se sabe– nacieron los expresidentes Amantís de Paula y Calderón El Furioso, para proceder a hacer una declaración de literaria trascendencia: –En Guanajuato, donde El Quijote… donde la leyenda dice que aquí murió El Quijote… aquí lo tenemos enterrado (CNN, 4 de octubre, 2016). Sabiendo que el entrevistado es licenciado en filosofía por el Seminario Conciliar de León y en derecho por la Universidad La Salle, y que es miembro de Acción Nacional desde que tenía 21 años, especulamos que sabe también que El Cid es de Tizayuca y que Romeo y Julieta se besaron en un Carlos’n Charlie’s. Es, pues, de saber, que este sobredicho enterrador, los ratos que está ocioso (que son los más del año), se dio a leer libros de caballería con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de gobierno. Y de todos los libros que llevó a su casa ninguno le pareció tan bueno como el que compuso Vicente de Sahagún, en el que un caballero emprende la Transición a la Democracia desde el Rancho del Rincón sin más razón que halagar a la bella Marta del Toboso. En su brega por conquistar el Castillo de Los Pinos enfrenta a los recelosos caballeros Muñoz Lerdo y Lazo de Cochino y a Obrador del Marjal, a quienes sólo puede vencer tras hacer un acuerdo con el Partido del Vaso Medio Lleno. Nuestro sepulturero tuvo mucha competencia con el cura de su pueblo sobre cuál había sido mejor caballero, si Calderón El Furioso, que había vencido a sangre y fuego a sus propios conciudadanos, o Diego de los Cevallos, que incendió sus votos. –¿A cuáles votos se refieren? –gritó Don Diego–. Serán exvotos. Fue sólo con la ayuda de esta arenga mística que el Amantís de Paula logró llegar a gobernar el Castillo de Los Pinos de donde jamás regresó y cuyo Pacto involucró a los Graduados Singüenza. La disputa por quién era mejor abarcó también al maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, que dijo que, fuera de toda duda, el merecimiento le correspondía a Raulor, hermano de Amantís, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga, pues había partido en dos, de un solo golpe, a tan peligrosa contrincante como su propia criada. Disputáronse, entonces, quién podría tener más mérito en la venta del país. A lo que nuestro enterrador respondió sin atisbo de duda: –En una sola mañana, Amantís de Paula se refinó los bancos, las tierras, las minas y todo cuanto se dijera que era propiedad de la nación. –Yo me pregunto –respondió al vuelo el cura–: ¿no es mejor Calderón El Furioso que prefirió eliminar, no a nación alguna, sino a todos los nacionales? –No veo –respondió el barbero– cómo de uno en uno es mejor que de tajo. Pero, si a esas vamos, honor debemos a quien combinara ambos métodos. –¿A quién te refieres? –terció nuestro enterrador. –¿A quién, por la Virgen del Plagio, si no fuera a Reinaldo de la Peña Blanca? –Pero ese caballero –refutó el cura–, nunca habría conquistado sin las Sirenas del Pacto que vendieron, a la par de su copetona figura, todos los petróleos, playas, aguas y cuanto se dijera que sobraba. Y así hablaban durante horas disputando merecimientos de los diversos nobles hidalgos de los libros de caballería, de los cuales sin duda habían leído más de uno, aunque fuera debido al gusto por plagiárselos. Pero fue acaso el bochorno que priva en estas tierras del Rincón lo que hizo que perdieran el hilo y que su discusión siguiera los hilos de la quiromancia. –De entre las damas, ¿qué decir de Aldonza Vala? –Pues que lleva el estigma de Calderón El Furioso y de Hildebrando El Trinquetero. –No –discutió nuestro enterrador–. Ella estuvo encantada durante ese tiempo, pero ahora es muy otra. –En efecto –asintió el cura–. No miró ni escuchó cosa alguna durante seis años, encerrada en una torre del castillo. Los fragores de la matanza afuera jamás mancillaron sus oídos. Al salir, ayudada por un largo rebozo que le tejieron sus sirvientas, sus ojos se horrorizaron con tanto muerto esparcido por lo que fuera alguna vez nuestra tierra seca. –¿Y los niños quemados? –Esos ya no estaban a la vista. Presas del entusiasmo por la adivinación, los tres, barbero, cura y sepulturero, decidieron emprender el largo camino a Comala, donde, según ellos, está enterrado otro personaje de novela. Consigo llevaron al jamelgo Tocinante, de quien se sospechaba un sobrepeso. También echaron mano de un burro sin nombre al que describieron sólo por su color de pelo: sucio. –No tomemos por la Sierra Morena, por Dios que nos oye. –No, de manera alguna. El camino es por el despeñadero. Eso fue lo último de los tres que escuchó el burro, que es quien –masticando un poco de heno– me refirió la parte principal de este capítulo.

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