Retrato de Fidel en verde olivo

domingo, 11 de diciembre de 2016 · 10:36
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Hablará Fidel Castro frente al Monumento al Che. Estamos en Santa Clara una combinación de dirigentes del Partido, entusiastas europeos de la revolución y algunos –pocos– escritores para un acto que ponderamos histórico: el entierro, 30 años después de asesinado, del Che Guevara. Aquí no es una camiseta ni un póster en la recámara de la juventud. El guerrillero es un bajorrelieve griegoide, en mármol, empuñando un fusil, la greña al aire y apuntando hacia allá, al futuro, supongo. El friso tiene otras figuras en relieve y acaso son todas de ese José Martí que inventó la Revolución Cubana, el que se parece más a Lenin que al poeta. De pronto, en el calor y los codazos, el templete de la prensa extranjera se viene abajo porque no aguanta las pesadas cámaras de televisión de Reuters. Son las 7:35 de la mañana del viernes 17 de octubre. –Templete de tecnología cubana –bromea el corresponsal de TV Española ante el desastre de tablones, cables, pies cayéndote sobre la espalda. Pero al soldado cubano que tiene delante no le hace gracia alguna y replica: –Fue por culpa de las cámaras europeas. Una voz en las bocinas lee la carta del Che sobre su entierro, la misma que Fidel Castro leyó para despedirse del argentino cuando éste decidió abandonar la Revolución Cubana y hacer la revolución del Tercer Mundo: “No quiero que la mía sea una tumba, sino una trinchera”. Un poema suyo de 1947, fechado justo 20 años antes de su muerte polvorienta en Bolivia, dice: “¿Hoy debo morir? Morir sí, pero acribillado por las balas. Un recuerdo más perdurable que mi nombre es luchar y morir luchando.” Los lemas de los contingentes organizados en Santa Clara van de lo aburrido a la cursilería revolucionaria: “Queremos que sean como el Che” o “Fue una estrella la que te puso aquí y te hizo de este pueblo”. En el centro del escenario donde hablará Fidel se levanta una estrella roja delineada con dorado. Al veinte para las ocho, la banda marcial que ha tocado el himno nacional sin pausa deja su lugar a los militares de fuerzas blindadas, un helicóptero sobrevuela, y todos sabemos que Fidel bajará de él. Entre la gente que ha venido a cantar hasta la náusea “Hasta siempre”, de Carlos Puebla, y los invitados especiales hay unos 50 metros y unas ocho filas de soldados. Los cubanos están aquí desde las cuatro de la mañana y otros que portan banderas brasileñas, palestinas, catalanas, nicaragüenses, mexicanas. Nosotros apenas llegamos. –Ya no hay mexicanos en México –me grita como a 20 metros una mulata con una pañoleta morada en la cabeza. –¿Por qué, tú? –le pregunto asombrado de que mi bigote resulte tan obviamente mexicano. –Todos vinieron a despedir al Che –me cierra un ojo y tumba la cadera–. Dame tu dirección para escribirte –y me extiende un papel que no llega. Los rollazos que vienen de las bocinas refieren machaconamente “el ejemplo” del Che, su carácter intransigente y todo aquello de “hacer lo que se dice” que, a mí, me parece monstruoso: un mundo sin metáforas. Un mundo de Che Guevaras sería silencioso e inhabitable: nadie podría charlar sin comprometerse. Llegan los invitados: Daniel Ortega, el exsandinista de Nicaragua; Roberto Robaina, el secretario del Exterior. Fidel Castro no llega hasta ahí, sino que brota, de pronto, de un lugar invisible, seguro calibrando alguna de las 600 formas en que pueden asesinarlo. Empieza con él el acto para el Che Guevara. Después de un coro de niños con el “Hasta siempre”, el cantante oficial de la Revolución, Silvio Rodríguez, entona “La era está pariendo un corazón” (su garganta en trabajo de parto); Fidel confirmará que este acto no es personal sino protocolario: trae un discurso escrito y no va a improvisar. “Más grande será su figura cuanta más injusticia, desigualdad, pobreza existan”. Hay un silencio reverencial cuando Fidel Castro enuncia lo que nos separa a todos –incluso a él– del imaginario guevarista: “Se ofrecía el primero en las tareas difíciles”; “Sus luchas en América Latina, de haberlas alcanzado, hoy seríamos un mundo distinto”; “¿Por qué creyeron que matándolo dejaba de existir el combatiente? Los interesados en desaparecerlo no eran capaces de comprender que su huella ya estaba en la Historia”. Hacia el reino de otro mundo, una dedicatoria en la voz cansada de Fidel Castro: –Como ves, Che, esta tierra que es tu tierra, este pueblo que es tu pueblo, esta revolución que es tu revolución, siguen enarbolando con honor y orgullo las banderas del socialismo. Seguimos luchando. Fidel deposita la ofrenda floral y enciende la llama eterna de todos los mausoleos. Resuenan las 21 salvas de todo cortejo. Y a las 10 en punto los trenes, las campanas, y los cláxones resuenan por toda la isla. Hasta aquí, hasta Santa Clara, resuena el país disciplinario que imaginó el Che Guevara. De allá, de lo lejos, nos llega la certeza de que todo Cuba está pendiente de lo que ocurre aquí. Cuando volteamos, El Comandante ha desaparecido. A diferencia del Che, Fidel no es el mártir –la Revolución como autoinmolación– sino el sobreviviente. De verde olivo, es el camaleón de la picaresca latinoamericana: carismático, cabrón, astuto, esquivo. En el imaginario continental, Fidel es el que se salió con la suya, a pesar de su enfrentamiento con Estados Unidos, de las traiciones de la Unión Soviética, de las pantomimas con Juan Pablo II o, más exactamente, debido a todas ellas. En México, su alianza no fue con el Estado sino con el Partido y, así, fue tejiendo su red de apoyos, siempre fuerte por cambiante. En lo interno, aplastó cualquier oposición. Fidel sobrevivió en la medida en que fue hábilmente priista. El entierro del Che ha terminado. He visto a Fidel Castro pero era como si lo hubiera visto el día anterior, el mes pasado, en la Navidad. Después de todo, esa fotografía de él con el Che encendiendo puros estuvo en mi recámara de la adolescencia. Con su traje verde olivo era como ver un logotipo: lo sabes en una parte usual de los áticos de las imágenes memorables. Tras un minuto de ruidos lejanos, de campanadas por toda la isla que resuenan más que los cañones, la gente tarda otro minuto en poder hablar de nuevo, como cuando sales de un choque de automóvil. Un hombre enjuto, canoso, se me acerca a darme la mano: –¿Se regresa a México mañana? –Sí –le digo sorprendido de que también sepa que soy mexicano y mi itinerario de vuelo. –Tuve el gusto de haberlo custodiado –dice y desaparece, como Fidel, entre la multitud de 10 mil espectadores que se disuelve con rapidez. Es la Cuba que opuso la educación y la salud para todos contra los derechos políticos. La Cuba en la que se vigilan hasta las fiestas del fervor revolucionario. ¿Quién era el hombre que me había “custodiado”? ¿Desde cuándo? ¿Por qué a mí? El resto de la noche me siento observado. Y pienso, sudando, que, en efecto, el socialismo fue una ilusión para todos los que jamás vivimos bajo su mirada.

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