El mexicano feo

domingo, 18 de diciembre de 2016 · 12:09
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Quisiera que Donald Trump se quedara dormido hoy con la imagen de un búfalo desafiante. Casi seguramente no lo sabe, pero el día que el hoy presidente de los Estados Unidos cumplió 30 años, el 14 de junio de 1976, Óscar Z. Acosta, el búfalo, tenía dos años desaparecido. Desde Mazatlán, había llamado por teléfono a su hijo de 15 años, Marco, para decirle que estaba por meterse a una “alberca de nieve”. Nunca se supo más de él. El abogado de los pizcadores ilegales en California, candidato a sheriff por el condado de Los Ángeles, tenía abierto el expediente 170-617-B del FBI. Vigilado por sus actividades políticas en los Estados Unidos, su desaparición se atribuyó al retrato que de él hizo Hunter Thompson en Asco y miedo en Las Vegas, su crónica –y más tarde película con Johnny Depp y Venicio del Toro– del inicio del horror nixoniano: un samoano (se le quita la nacionalidad mexicana) obeso, demente, violento, y drogadicto. El Doctor Gonzo de la crónica de Thompson vive en un eterno estado de intoxicación que anticipa su final en México: la “alberca de nieve” se interpretaría como un cargamento de cocaína en el Mazatlán de mediados de los años setenta. Y se olvidaría al Acosta combativo. Ahora que el nuevo presidente de los Estados Unidos cataliza el estereotipo del mexicano feo, es apenas justo que Trump sueñe, en su alcoba de la Casa Blanca, con Óscar Z. Acosta, El Búfalo Moreno, el Hombre Cucaracha, como él mismo se bautizó. Su historia es la de muchos mexicanos en Estados Unidos: su padre, un velador de Durango que no terminó el tercero de primaria, obtuvo la nacionalidad a cambio de pelear en Okinawa en la Segunda Guerra; su madre, Juana Fierro, era una naturalizada de Texas que vistió a sus cinco hijos con retazos de costales de harina. Óscar estudió en la escuela nocturna de San Francisco para convertirse en abogado: “Hay que entender la ley para subvertirla”, solía decirles a sus clientes, pobres trabajadores agrícolas, sin derechos laborales, una vez que obtuvo su entrada a la barra de abogados, en junio de 1966. Durante un año trabajó asesorando a los pobres en un bufete de East Oakland, muy cerca de su pueblo natal, Modesto. Frustrado por no poder ayudar realmente, emprendió entonces varios viajes en su Plymouth ‘67 en los que se arriesgaba mucho más que los chicos blanquitos de la Generación Beat. “Este país dicen que se divide en tres: negro, blanco y amarillo. ¿Y yo? No soy ni mexicano ni gringo. Ni católico ni protestante. Por ancestros, soy un chicano. Por elección, soy un búfalo moreno”, se define en cada cárcel en la que va a parar por pleitos de cantina en Mexicali, Idaho, o Los Ángeles. Es en esa ciudad que encuentra a César Chávez, el sindicalista mexicano de los campesinos ilegales y a Angela Davis, la militante negra de los derechos civiles. La demanda que Óscar hace suya primero es incorporar la historia chicana a los libros de historia: defiende a 13 militantes acusados de “conspiración para desvirtuar la educación pública”. Pero el movimiento chicano de los años sesenta se radicaliza culturalmente. “Gringos: desocupen Aztlán”, la consigna con la que los chicanos se asumen como pobladores originarios de California y “Las cercas y los muros son para los animales”, la respuesta a la vigilancia en la frontera con México, parecen diseñados para quitarle el sueño a Trump. Óscar Z. Acosta también descubrirá la verdad sobre el “suicidio” del menor de edad Robert Fernández en su celda a cargo del sheriff de East LA: una golpiza de los policías blancos. Pero, una vez más, el sistema legal acalla las verdades: la autopsia del chico es declarada “no concluyente”. De nuevo, lo veremos a la cabeza de la defensa legal de dos Boinas Cafés –el grupo anti-brutalidad policiaca y anti-Vietnam de los mexicoamericanos– acusados de incendiar el Hotel Biltmore en 1969, mientras el gobernador Ronald Reagan dirigía un discurso contra el uso del español en California. El 28 de agosto de 1971, agentes encubiertos detienen y esposan a Acosta en Hollywood y, tras un cateo, le encuentran “drogas de extrema peligrosidad”. Sale bajo fianza pero ese hecho sella su renuncia a seguir litigando. A partir de ese año, Acosta decide que sólo la vía política puede influenciar a la legal y es cuando se postula para sheriff de Los Ángeles bajo un partido que inventa: La Raza Unida: “Porque las fuerzas de la opresión y supresión –las instituciones de justicia– continúan acosando, golpeando, deteniendo ilegalmente y dañado la psique de los Chicanos, los Negros, los pobres y los nunca representados, me declaro candidato a sheriff para, desde esa posición, disolver a la policía de Los Ángeles”. La campaña fue apoyada públicamente por la cantante Vikki Carr y por el actor Anthony Quinn. Sin recursos ni partido –“todos son membretes irrelevantes para atender las plagas que padecemos”– quedó en segundo lugar, en una elección entre cuatro. Derrotado, cruzó la frontera con México para encontrarse con su origen. De Ciudad Juárez viajó en autobuses hasta la ciudad de México y escribió en el trayecto una autobiografía salvaje sobre el búfalo moreno: un llamado a las armas para “los invisibles”, el pasado reciente de lo que hoy llamamos “latinos”. Es al regreso, en 1971, que Óscar Z. Acosta conoce a Hunter Thompson y, sin saberlo, a quien, al nombrarlo, lo borraría. Se conocen por el asesinato de un periodista de Los Angeles Times a manos de la policía, Rubén Salazar, uno de los protagonistas de la novela de Acosta, La revuelta del pueblo cucaracha. Pero en el gran libro de Thompson –un texto que comenzó como un reportaje para la Rolling Stone sobre brutalidad policiaca y otro para Sports Illustrated de una carrera de motocross–, Acosta es Doctor Gonzo y el propio Hunter Thompson es Roul Duke, dos adictos excesivos que bambolean entre la violencia verbal y la ilegalidad casi obligatoria, en busca del Sueño Americano, que resulta ser la barra de un hotel en Las Vegas. La idea del “gonzo” era subvertir toda tentativa de verdad: “La ficción es la forma más honesta del periodismo”, escribe Hunter Thompson, y pasa a escribir una crónica en la que drogas, política y moral son traspasadas por el convenio con un lector que no puede desconfiar de que la intoxicación no está en el alcohol, el éter, y los ácidos, sino en Vietnam y Richard Nixon. Pero, en el camino, borra al militante de un partido imaginario que propone “llevar a las Naciones Unidas la creación de un nuevo país en el suroeste californiano: Aztlán”. De Acosta, Thompson tomará la idea de postularse para sheriff, esta vez, de Aspen, Colorado. No propondrá disolver a la policía sino legalizar las drogas y, al igual que el chicano, perderá por muy pocos votos. “Tuvieron que sacar a votar a los habitantes de los asilos de ancianos”, bromeará Thompson en la derrota, “nadie menor de 30 años votó por la prohibición”. A pesar de que es Thompson el que inmortalizó a Óscar Z. Acosta, ambos terminarán peleados por las ficciones: inventar que era de Samoa y retratarlo como un “hippie enloquecido por el ácido”. Acosta no se resignó a ser plasmado como el mexicano feo que tanto ha marcado a los descendientes de inmigrantes ilegales. El mismo estereotipo que le funcionó en campaña a Trump. Son los designados los que deben contar con la garantía de autorrepresentarse como quieran. Acosta lo hizo así: “La zeta de mi nombre es la de un general de la Revolución en la película La Cucaracha: una mezcla de Villa, Zapata y María Félix como su femme fatale. Me ajusta perfectamente. Y soy el Búfalo Moreno por ser el animal gordo, prieto, peludo, bufante, masacrado por los gringos casi hasta su extinción”. Con esa imagen quiero que hoy se duerma Donald Trump. Buenas noches, señor Presidente.

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