Abundancia

domingo, 30 de abril de 2017 · 02:20
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En El Mercader de Venecia –uno de los mejores tratados de economía–, Shakespeare inventa un sorteo para rifar en matrimonio a la bella y rica Porcia: los pretendientes deben elegir uno de entre tres cofres. El primero, de oro, dice: “Quien me elija, tendrá lo que muchos desean”. El segundo, de plata: “Quien me elija, tendrá todo lo que merece”. Y el tercero, de plomo: “Quien me elija, debe dar y arriesgarlo todo”. El que se gana a Porcia, Bassanio, cuya “única fortuna corre por sus venas”, justifica así su elección: Así que contigo, oro ostentoso, duro alimento de Midas, no quiero nada. Tampoco, con el vulgar y pálido esclavo entre los hombres. Por elegir “el desmedrado que nada promete”, el plomo –que la alquimia hizo precursor mágico del oro–, Bassanio se queda con la chica y su fortuna y, con ello, da cuenta de su astucia para no mostrar su codicia. El oro, visto por Shakespeare como algo aparatoso y petulante, y la plata como dinero para el simple intercambio entre los hombres, no son aptos para un caballero pobre. El matrimonio es, por su lado, percibido como el plomo de los alquimistas, algo que debe trabajarse para que sea oro y que implica un riesgo, justo como se describe el negocio que el mercader de Venecia, Antonio, tiene: su “comercio por los mares”, es decir, barcos con mercancías. Como sabemos, Antonio le pide prestado a Shylock 3 mil ducados, poniendo como garantía su propia flota mercante y la expectativa de ganar “nueve veces más” que la deuda. El préstamo no es para él, personaje que mira el mar con melancolía de soltero, sino para su amigo que se va a casar. Pero sus barcos naufragan y entonces Shylock hace cumplir su contrato: en caso de no pagarle con intereses, el prestamista judío tiene la potestad de obtener una libra de la carne del deudor. Un pedazo de su cuerpo. Y se van a juicio. Traigo a colación esto por lo que giró en torno a la detención del exgobernador de Veracruz, Javier Duarte, esta semana. No sólo es la cantidad robada y desviada del erario con la invención de empresas fantasma, agua en las quimioterapias populares, y traslado de efectivo en vuelos desde Toluca –3 mil millones de dólares, calculan los que suman–, sino el descaro con el que se hizo. El escándalo es la medida de la moral social, y los reclamos al presidente por solapar la corrupción de sus gobernadores, lo orillaron a ampliar su tesis del “humor social”: “Ningún chile les embona”. El repudio colectivo al tipo de avaricia de su sexenio lo retrata Shakespeare: hay una diferencia entre ostentación de la riqueza, la inmoralidad negociante, y ganarse el pan. El oro, la plata y la piñata. Solemos pensar que el dinero es neutro. Los liberales inventaron que sólo es un equivalente común para facilitar los intercambios. Un esclavo que es empujado entre los déspotas. Pero hay una violencia en la moneda. Los economistas Michel Aglietta y André Orléan lo describieron hace más de 30 años: “Los liberales presentan a los que intercambian como simétricos: la demanda de uno es la oferta de otro. Son sujetos racionales provistos desde antes de un sistema de preferencias. Pero hay una violencia entre los que intercambian. Son antagónicos y su rivalidad no puede ser procesada más que por algo que medie, algo que no es una sustancia, sino una posición. Eso es el dinero”. Somos animales deseantes, pero lo somos de una forma peculiar: en la sociedad liberal, imitamos el deseo del otro. El objeto de nuestros deseos lo tiene un rival que designa lo deseable. Eso sería, en términos de Marx, el valor de uso. El valor de cambio, lo que implica adquirirlo, sería el obstáculo para obtenerlo. Con el rival no hay contrato, sino el pleno deseo de capturarlo, de hacerlo nuestra presa, porque simboliza nuestro deseo, nuestra incompletud. Lo que sucede con el dinero –explican Aglietta y Orléan– es que lo sustraemos como consumible de las demás mercancías, para que concentre toda la violencia de nuestras rivalidades. El dinero es todo menos pacífico y neutro, como lo plantean los liberales, sino que es un número para todos los propietarios de mercancías con el que definirse ante los demás. No es, por ello, “reserva de valor”, sino fuente de poder. En la lógica neoliberal no puede tenerse “suficiente” dinero porque, en el fondo, lo que ese número simboliza no se termina delante de las mercancías cada vez más inaccesibles –lo exótico es el lujo de los millonarios– o del acaparamiento como la forma más obvia de irle ganando a un rival. No se acaba porque siempre lo que tendrá ante los ojos no será una cosa o una persona, sino su propio deseo. Y los deseos son aquello que sólo se salda con la muerte. Pero hay otra narrativa del Mercader de Venecia que conviene recuperar para hoy. Y es el tema que dramatiza lo que, de otra forma, podría ser humor negro: exigirle a un deudor una parte de su cuerpo. Shylock pide apenas lo que el contrato con Antonio estipula en caso de incumplimiento. Lo que demanda –una libra “de cualquier parte de su cuerpo”– es legal y, como ocurre casi siempre, eso no implica que sea moral. Hay que considerar que Shylock es judío y que está pretendiendo una amputación de Antonio que no es ritual –la circuncisión–; el interlineado que deja “cualquier parte del cuerpo” se dirige a la degradación. A lo que aspiran estos rivales del capitalismo shakespeareano –Shylock se queja de que Antonio, al prestar gratis, devalúa el precio del dinero; y Antonio, de que el judío no arriesga– es a aniquilarse. Para ello, Shylock recurre a una demanda que no le representará más dinero, sino el hacer aparecer a su rival como carne, no como un número. El cuerpo físicamente incompleto hace evidente que Antonio es un animal deseante. La libra que Shylock obtendrá de él está fuera del uso, del consumo, pero no de la esfera monetaria. El pedazo de cuerpo amputado es dinero, es decir, puro valor de cambio. Hay algo de la monetarización del rival en las mutilaciones de las fosas encontradas en Veracruz y que vienen como lo residual del capitalismo salvaje. Se separa a los cuerpos porque ya no son utilizables, sino que sólo son, como el dinero, fuente de un poder fantasmal: las lágrimas que se tatúa un sicario –una por cada homicidio– equivalen a los galones en el uniforme de los militares. Las víctimas se convierten en un número siempre creciente, como las fortunas de los gobernadores, de los empresarios, de los jueces prófugos. El cuerpo se desvanece en la uniformidad de las cuentas crecientes. Las cabezas cortadas, los miembros cercenados, son lo opuesto al canibalismo por hambre, en el que toda carne es sólo valor de uso, consumible. En el caso de las fosas con cientos de miles de restos encontradas en Veracruz, la carne es dinero, algo con lo que se negoció. Cuando las excavan, la violencia de la moneda queda al descubierto. El pobre de Shylock pierde el juicio al final de la obra de Shakespeare. Uno no puede sino sentir empatía por su derrota: le quitan su fortuna, tiene que aceptar que su hija, Jessica –a la que desheredó por fugarse con un gentil–, se case sin su aprobación y, para acabar de denigrarlo, lo condenan a hacerse católico. Shylock toma la decisión del juez con una prudencia que el propio Shakespeare ha elogiado de los judíos al inicio del drama. Como el plomo, es más sabio que el oro. El usurero sin dinero asimiló una lección que ninguno de nuestros gobernantes o empresarios ha aprendido. Es la contraria al supuesto “mantra” de la esposa del exgobernador de Veracruz, “Merezco la abundancia”. Y proviene justo de un comentario rabínico: “El arte de vivir es mantener una relación armónica con lo que se nos escapa”. Y es que, si no queremos seguirnos topando con nuestro propio deseo –y utilizar a los otros para no verlo–, lo mejor sería, como los alquimistas, buscar transformar el plomo en oro, antes de que nos aniquile. Esta columna se publicó en la edición 2112 de la revista Proceso del 23 de abril de 2017.

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